jueves, 3 de diciembre de 2020

La plaza

 

Un hotel de paso recubierto con tezontle y una pesada iglesia colonial forman un callejón que separa a la pequeña plaza del bullicio del Eje Central. Integran la plazoleta sencillas y cuadradas fachadas de casas de tres y cuatro pisos, con balcones y ventanas enrejadas; algunas plantas bajas están ocupadas por comercios. En un frontispicio del fondo se lee: “Casa de Convalecencia”.

Abel no comprende por qué al centro del rectángulo hay una angosta y alta capilla, también virreinal, que compite malamente con el monumental templo de la entrada. Tal vez en algún momento del pasado conformaron una unidad arquitectónica, pero ya no es así. Le agradan la tranquilidad y la paz del lugar, el frescor de las hojas de los árboles derramándose sobre las bancas y las jardineras.

Ubicada a medio camino entre el edificio de Correos y la Plaza Garibaldi no es muy concurrida durante el día. Por quedarle a la corta distancia de una estación del metro, camina desde su trabajo hasta ella a la hora de la comida. Lleva itacate. El regreso también lo hace a pie, mientras se baja los alimentos con un par de cigarros.

Pero de noche, en compañía de Anabel, su novia, Abel prefiere rutas más pobladas y seguras: el Zócalo, la callecita de Tacuba, el propio Eje Central y la Alameda. Su rutina de solitario muchacho pensionado cambia entonces. Esos lugares les aseguran compañía, luces, ruido, un ambiente festivo, pero limita en intimidad.

Una de esas noches, Abel dejó que sus paseos por el Eje Central se desviaran hacia la placita en penumbras. Anabel se mostró encantada: le gustó que fuera pequeña y callada, solitaria y escondida, como si fuera un secreto exclusivo de ellos dos. A él, en esos momentos, le pareció una plaza cómplice. Ahí, los besos se hicieron más intensos, las caricias más atrevidas, más estrecho el contacto de los cuerpos.

La intensidad de él se volvió urgencia.

-¿Es que acaso no me quieres?-, preguntó Abel, ante la negativa de ella para entrar al hotel.

-Sí, pero todavía no-, dijo Anabel, resistiéndose a su abrazo, negándole su boca.

-Entonces, ¿cuándo?-, replicó Abel, que no dejaba de aproximarse a su cuerpo, de intentar besarla, acariciarla.

Finalmente, ella se soltó de su abrazo con cierta violencia y dijo con voz resentida, sintiéndose forzada.

-¡Está bien! Será el viernes, hoy no.

Abel pensó que se trataba de una cosa de mujeres, así que le dio un beso ligero en la mejilla, la tomó de la mano y volvieron juntos hacia el Eje Central.

Los días siguientes él evitó en lo posible los encuentros con Anabel, no se sentía capaz de controlar su deseo. La noche señalada llegó. Salieron juntos del trabajo y, para sorpresa de él, ella lo condujo hacia la Alameda, en las antípodas de la placita; se sentaron entre otras parejas de enamorados que se besaban y acariciaban con la discreción que exigía el lugar. Ellos no lo hicieron.

A ratos la tomaba de la mano, pero ella se mantenía distante. Permanecieron en silencio la mayor parte del tiempo, sólo interrumpido por algún comentario intrascendente sobre el trabajo o el calor de la noche. Ella no mencionó el compromiso, así es que él, interpretándolo como una negativa, una retractación, sintiendo una ligera opresión en el pecho, decidió tampoco mencionar el tema. Una hora después, la condujo a la estación del metro y la dejó ir.

Abel se encaminó entonces, solo y desconcertado y sin mucha conciencia de lo que estaba haciendo, a la placita, pero no por el lado de la iglesia, sino por el del hotel de paso. Una mujer lo interceptó a la altura de la entrada:

-¿No quieres pasar? Puedes hacerme lo que quieras por 400 pesos-, dijo provocativamente. Abel aceptó. Aceptó que una prostituta le limpiara con alcohol el pene ya erecto. Aceptó algo que se parecía a una fellatio, con el condón puesto. Aceptó a la mujer abierta de piernas que le decía “apúrate papito, que no tenemos toda la noche”. Abel descubrió la aridez del coito privado de cualquier lazo emocional. Aceptó haber tenido una “primera vez” decepcionante, y pensó que tal vez debió esperar a que también Anabel estuviera lista.

 Al día siguiente volvió a la plaza a la hora de la comida.

En una de las bancas del fondo, frente a la Casa de Convalecencia, estaba sentado un hombre que se cubría con un rompevientos amarillo con capucha. Su rostro era un lustroso conjunto de placas y cicatrices escamosas.

Era un quemado.

Sobreviviente de quién sabe qué incendio o catástrofe, esperaba en la banca. Abel hizo el esfuerzo deliberado -le pareció que todos los demás también lo hacían-, de no ver esa cara ni esas manos.

En violento contraste, le fue imposible dejar de ver a la hermosa mujer que, resplandeciente de amor, cruzaba la plaza en ese momento.

Lo que siguió fue indescriptible: la mujer llegó hasta la banca del quemado, que ya la esperaba de pie. Se abrazaron y se fundieron en un largo beso que mantenía a los escasos testigos colgados de la incredulidad. Abel, casi sin darse cuenta, dejó de comer para observarlos: después del beso se sentaron,  hablaron a una distancia de centímetros.

 ¿Qué se dirían?

Volvieron a besarse, larga, interminablemente. El cutis mate, terso de la mujer, contra el rostro cicatrizado, brillante, laminar del hombre. Las manos de ella rodeaban el cráneo pelado, despojado ya de la capucha.

Los nimbaba una atmósfera de fascinación.

Sí, podían percibirse la plenitud y la realización alcanzada por esa pareja, pero también había, a los ojos de los demás, una transgresión involuntaria. Abel se preguntó qué sabría ella de él, qué habría vivido con él para amarlo de esa manera. Se preguntó también quién era él, cuáles eran sus verdaderos rostro y alma, cuál era su fuerza interior como para prescindir de su propio aspecto y aceptar tan plenamente el amor que se le ofrecía.

Abel reconoció que no tenía respuestas.

Intuyó una profundidad de vivencia de la que su propia relación carecía. Intuyó que con Anabel cumpliría la vida que cumplen todos: nacer, alimentarse, crecer, aparearse, reproducirse y morir por millones, esperando que en el hipotético futuro naciera de su estirpe un espécimen de ser humano único -un Cristo, un Buda, un Sócrates- que redimiera y justificara sus vidas insustanciales.

 Comprendió, como en una revelación súbita, que lo que sentía por su novia y lo que ella sentía por él, seguramente- no se parecía en nada a lo que estaba presenciando. No, en absoluto se le parecía.

 Todavía alucinado por la visión, Abel se dirigió de vuelta al trabajo. En el camino pensaba cuál sería la mejor manera de terminar su relación con Anabel.

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