Un hotel de paso recubierto con tezontle y una pesada iglesia colonial forman un callejón que separa a la pequeña plaza del bullicio del Eje Central. Integran la plazoleta sencillas y cuadradas fachadas de casas de tres y cuatro pisos, con balcones y ventanas enrejadas; algunas plantas bajas están ocupadas por comercios. En un frontispicio del fondo se lee: “Casa de Convalecencia”.
Abel no comprende por qué al centro del rectángulo hay una angosta y alta capilla, también virreinal, que compite malamente con el monumental templo de la entrada. Tal vez en algún momento del pasado conformaron una unidad arquitectónica, pero ya no es así. Le agradan la tranquilidad y la paz del lugar, el frescor de las hojas de los árboles derramándose sobre las bancas y las jardineras.
Ubicada a medio camino entre el edificio de Correos y la Plaza Garibaldi
no es muy concurrida durante el día. Por quedarle a la corta distancia de una
estación del metro, camina desde su trabajo hasta ella a la hora de la comida.
Lleva itacate. El regreso también lo hace a pie, mientras se baja los alimentos
con un par de cigarros.
Pero de noche, en compañía de Anabel, su novia, Abel prefiere rutas más
pobladas y seguras: el Zócalo, la callecita de Tacuba, el propio Eje Central y
la Alameda. Su rutina de solitario muchacho pensionado cambia entonces. Esos
lugares les aseguran compañía, luces, ruido, un ambiente festivo, pero limita
en intimidad.
Una de esas noches, Abel dejó que sus paseos por el Eje Central se
desviaran hacia la placita en penumbras. Anabel se mostró encantada: le gustó
que fuera pequeña y callada, solitaria y escondida, como si fuera un secreto
exclusivo de ellos dos. A él, en esos momentos, le pareció una plaza cómplice.
Ahí, los besos se hicieron más intensos, las caricias más atrevidas, más
estrecho el contacto de los cuerpos.
La intensidad de él se volvió urgencia.
-¿Es que acaso no me quieres?-, preguntó Abel, ante la negativa de ella para entrar al hotel.
-Sí, pero… todavía no-, dijo Anabel, resistiéndose a
su abrazo, negándole su boca.
-Entonces, ¿cuándo?-, replicó Abel, que no dejaba de aproximarse a su cuerpo, de intentar
besarla, acariciarla.
Finalmente, ella se soltó de su abrazo con cierta violencia y dijo con
voz resentida, sintiéndose forzada.
-¡Está bien! Será el viernes, hoy no.
Abel pensó que se trataba de una cosa de mujeres, así que le dio un beso
ligero en la mejilla, la tomó de la mano y volvieron juntos hacia el Eje
Central.
Los días siguientes él evitó en lo posible los encuentros con Anabel, no
se sentía capaz de controlar su deseo. La noche señalada llegó. Salieron juntos
del trabajo y, para sorpresa de él, ella lo condujo hacia la Alameda, en las
antípodas de la placita; se sentaron entre otras parejas de enamorados que se
besaban y acariciaban con la discreción que exigía el lugar. Ellos no lo
hicieron.
A ratos la tomaba de la mano, pero ella se mantenía distante.
Permanecieron en silencio la mayor parte del tiempo, sólo interrumpido por
algún comentario intrascendente sobre el trabajo o el calor de la noche. Ella
no mencionó el compromiso, así es que él, interpretándolo como una negativa,
una retractación, sintiendo una ligera opresión en el pecho, decidió tampoco
mencionar el tema. Una hora después, la condujo a la estación del metro y la
dejó ir.
Abel se encaminó entonces, solo y desconcertado y sin mucha conciencia
de lo que estaba haciendo, a la placita, pero no por el lado de la iglesia,
sino por el del hotel de paso. Una mujer lo interceptó a la altura de la
entrada:
-¿No quieres pasar? Puedes hacerme lo que
quieras por 400 pesos-, dijo provocativamente. Abel
aceptó. Aceptó que una prostituta le limpiara con alcohol el pene ya erecto.
Aceptó algo que se parecía a una fellatio, con el condón puesto. Aceptó
a la mujer abierta de piernas que le decía “apúrate papito, que no tenemos toda
la noche”. Abel descubrió la aridez del coito privado de cualquier lazo
emocional. Aceptó haber tenido una “primera vez” decepcionante, y pensó que tal
vez debió esperar a que también Anabel estuviera lista.
En una de las bancas del fondo, frente a la Casa de Convalecencia,
estaba sentado un hombre que se cubría con un rompevientos amarillo con
capucha. Su rostro era un lustroso conjunto de placas y cicatrices escamosas.
Era un quemado.
Sobreviviente de quién sabe qué incendio o catástrofe, esperaba en la
banca. Abel hizo el esfuerzo deliberado -le pareció que todos los demás también
lo hacían-, de no ver esa cara ni esas manos.
En violento contraste, le fue imposible dejar de ver a la hermosa mujer
que, resplandeciente de amor, cruzaba la plaza en ese momento.
Lo que siguió fue indescriptible: la mujer llegó hasta la banca del quemado,
que ya la esperaba de pie. Se abrazaron y se fundieron en un largo beso que
mantenía a los escasos testigos colgados de la incredulidad. Abel, casi sin
darse cuenta, dejó de comer para observarlos: después del beso se
sentaron, hablaron a una distancia de centímetros.
¿Qué se dirían?
Volvieron a besarse, larga, interminablemente. El cutis mate, terso de
la mujer, contra el rostro cicatrizado, brillante, laminar del hombre. Las
manos de ella rodeaban el cráneo pelado, despojado ya de la capucha.
Los nimbaba una atmósfera de fascinación.
Sí, podían percibirse la plenitud y la realización alcanzada por esa
pareja, pero también había, a los ojos de los demás, una transgresión
involuntaria. Abel se preguntó qué sabría ella de él, qué habría vivido con él
para amarlo de esa manera. Se preguntó también quién era él, cuáles eran sus
verdaderos rostro y alma, cuál era su fuerza interior como para prescindir de
su propio aspecto y aceptar tan plenamente el amor que se le ofrecía.
Abel reconoció que no tenía respuestas.
Intuyó una profundidad de vivencia de la que su propia relación carecía.
Intuyó que con Anabel cumpliría la vida que cumplen todos: nacer, alimentarse,
crecer, aparearse, reproducirse y morir por millones, esperando que en el
hipotético futuro naciera de su estirpe un espécimen de ser humano único -un
Cristo, un Buda, un Sócrates- que redimiera y justificara sus vidas
insustanciales.
Comprendió, como en una revelación súbita, que lo que sentía por
su novia –y lo que ella sentía por él,
seguramente- no se parecía en nada a lo que estaba presenciando. No, en
absoluto se le parecía.
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