lunes, 30 de mayo de 2022

¿Es necesaria una purga social?


Cuando mis vecinos comienzan su cotidiano aquelarre, su chunchaca a todo volumen, como para que los escuche toda la colonia, me pregunto seriamente qué tan conveniente sería una purga social, un simple arramblar con los pobres que no dan la menor muestra de civilidad. Me imagino el horror que debe ser nacer en el numeroso seno de una familia así. ¿Qué monstruosidades psicosociales no ocurren al interior de ella? Incapaces de escalar o aspirar siquiera a mejores estadíos de vida, como la literatura, la buena música, el buen teatro, el buen cine, las bellas artes en general. Yo también soy pobre pero debo aclarar que vivir entre ellos no me ha vuelto igual a ellos, excepto en las carencias económicas. Me pregunto, con seriedad, si no hay otra solución que eliminarlos y, con ellos, a sus taras físicas y mentales. Claro, dirán que soy un monstruo. Pero lo dirán sólo aquellos que no conozcan a mis vecinos, que no sólo ponen la música a un volumen que taladra los oídos más obtusos, sino que ponen música dedicada, con el ánimo deliberado de molestar a los otros. Y encima creen en un Dios y un Paraíso al que suponen que tendrán acceso monstruos torturadores como ellos. De no creerse. En estos momentos estoy casi dispuesto a votar por el PAN. Pero ahora que recuerdo también los blanquiazules son cristianos, y en eso queda mi intención. En intención. Volviendo al punto: si no son capaces de aspirar a civilidad alguna en pleno Siglo XXI, los pobres que son como mis vecinos tienen que ser extirpados de la sociedad. No veo otra solución. A mi pesar, tendré que darle la razón a Borges: ¿Para qué sirve una cabeza que no piensa? Córtala.




domingo, 8 de mayo de 2022

El zumbido


Estaba yo al pie de la escalera de entrada al periódico cuando lo escuché por primera vez. Era de noche y eso lo volvió más perceptible. Era muy tarde, quizás las 11 de la noche, ya próxima la hora de salida. Un zumbido de enjambre de insectos metálicos nunca antes oído por mí. Al principio pensé que provenía de la cercanía de las rotativas, pero el de éstas era un sonido sordo, amortiguado, encapsulado por las paredes del edificio. Sin embargo esa fue mi primera fallida explicación, porque cuando me terminé el cigarro y volví a la redacción seguía escuchándolo, pero ya las rotativas se habían detenido a la espera del siguiente tiro. Luego entonces el zumbido-chirrido no provenía del área de talleres. Quizás su fuente estaba en otra parte, tal vez en la zona industrial del Puerto y se extendía a lo largo y ancho de toda la ciudad. Aunque persistente, el zumbido-chirrido no interfería en mis relaciones con el resto de mis compañeros de trabajo. Los escuchaba perfectamente y les respondía con idéntica claridad. Pero el zumbido se mantuvo constante hasta la hora de salida e incluso al llegar a mi casa el zumbido seguía sonando en el interior de mi cabeza, como una radiación cósmica de fondo. Al encender la tele, al embeberme en la trama de la película que veía lo olvidé. Cuando apagué el televisor el zumbido volvió a suplantar el silencio debido a la noche. Quizás tenía yo entonces alrededor de 50 años. Había entrado a ese diario a los 42 y ese zumbido no estaba entonces presente. No es que recuerde el día o la fecha, sólo sé que fue al pie de las escaleras de acceso al periódico cuando lo escuche por vez primera. Esa noche, ya en la cama, en el silencio casi absoluto, lo seguía escuchando. Pensé, otra vez, que venía, tal vez, de la zona industrial de la ciudad. Pensé que el zumbido no me dejaría dormir, pero no fue así. Dormí como un bendito. Quizás porque lo pensaba externo a mí. Pero al día siguiente le pregunté a mi madre si lo oía y me contestó que no. A uno de los compañeros del trabajo, y me contestó lo mismo: que no, que no lo oía. Supe entonces que el sonido procedía o estaba instalado en el interior de mi cabeza. Quizás ese zumbido interior no era otra cosa que el chismorreo que entre sí sostenían los millones de neuronas cerebrales que conformaban mi cerebro, sus conexiones cuasi infinitas. Quizás el sonido de la maquinaria de mi propio cerebro era lo que yo escuchaba. El sonido parecía desbordar los límites de mi cráneo. Llegué a pensarme como una simple antena de retransmisión radial o televisiva, cuyo sentido se perdía para la antena, y que simplemente recibía una mensaje encriptado que retransmitía sin entenderlo a otras antenas, hasta llegar a los radio o telerreceptores de las casas. Finalmente tuve que ir con el otorrinolaringólogo para que despejara mis dudas y me librara del zumbido. Ahí me explicó lo que era el tinnitus, y que era común a partir de cierta edad y, entre sus probables causas, estaban los estruendos fuertes, los estallidos, o tan diversos como el consumo de sal, café, tabaco. Pero ni entonces ni ahora estuve dispuesto a abandonar el consumo del cigarro. Simplemente aproveché la visita para hacerme una limpieza de oídos. Escuché todo con mayor claridad a pesar del zumbido que, desde hace ya casi más de 10 años me acompaña. Nunca se interrumpe, se sobrelapa a la música, al televisor, al teléfono, a las voces, pero logras olvidarlo la mayor parte del tiempo por completo. Te acostumbras a él, me había dicho el otorrino y eso fue lo que pasó conmigo. A veces me basta con leer un libro y, ya concentrado en la lectura, imaginando lo que leo consigo olvidarlo. Una buena película, una buena música me hacen olvidarlo. Otras veces no es posible ignorarlo. Por ejemplo, ahora, mientras escribo este texto sobre él no he dejado de escucharlo, pese a que puse de fondo el piano y las melodías de Yiruma. Hay momentos, días, en que no se deja omitir. Como ahora. Tampoco es que sea demasiado molesto, pues no produce ningún dolor. Lo tolero como a la gravedad, que no noto, o a los neutrino que cruzan constantemente mi cuerpo sin causarme ningún daño físico.

Ahora que estoy pensionado, que tengo menos actividades en las cuales distraerme, el zumbido se vuelve, a menudo, constante. No deja de ser una molestia. Molestia a la que te acostumbras. Achaque de viejos. Uno más. Y no el más grave.

martes, 3 de mayo de 2022

Errores

 

Cuando se comete un error, un despropósito, es natural sentirse triste, tonto, ridículo. El disparate está en proyectar esos sentimientos a todos nuestros actos en el pasado o en el futuro, generalizar esos sentimientos a la totalidad de nuestra vida cuando claramente no es así. El ensayo y el error es, hasta ahora, uno de los métodos de aprendizaje más útiles que tiene el ser humano en su desarrollo individual y social. ¿Qué edad tenia Einstein cuando escribió: “Los sabios hemos pecado”, luego de los bombazos de Hiroshima y Nagazaki? Si los sabios yerran así… ¿qué podemos esperar de nosotros mismos, la gente del común? Sólo nos queda enmendar nuestros errores, en la medida de lo posible, cuando es posible… y seguir adelante.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...