miércoles, 29 de diciembre de 2021

Encuentro inesperado en el bosque nocturno

La noche en el bosque era como la noche en casi cualquier parte, con menos estrellas quizás, obstruidas por la alta fronda de los árboles. Apenas un poco más, pero tampoco demasiado, se hacía notar el blanco fosforescente de la luna llena. No debía de hacer frío, pues a excepción de mis shorts, yo no tenía ni camiseta puesta. Tampoco es que hubiera calor. No recuerdo que sudara. La hoguera, sin embargo, ardía a metro y medio aproximadamente de la entrada de mi tienda de campaña, casi sólo plástico. Por los coyotes, jaguares, pumas, o algún otro posible depredador. Andaba yo en chanclas. Había terminado de cenar, chilorio y frijoles enlatados. Recién terminaba de hacer el café, cuando apareció, con su consistencia de neblina. Tal vez una condensación de la humedad del lago, a cuyas orillas acampaba, la húmeda sudoración de los árboles del bosque, una nube caída, quizá por diferencia de peso y concentración de líquidos; su forma, que simulaba la humana, quizá no era más que una apofenía de mi cerebro que, como el de casi todos, tiene esa tendencia a encontrar patrones, también de forma, ahí donde no hay nada. Esperé un par de minutos a que el ser de niebla se disipara, pero no, nada de eso, lo que hizo fue aproximarse. Yo, que nunca creí en fantasmas, me levanté del tronco seco en que estaba sentado, listo para enfrentarlo, fuera lo que fuese. A estas alturas, estaba plenamente consciente que mientras yo lo analizaba, especulaba acerca de su naturaleza, él hacía lo mismo respecto de la mía. Sé lo que vi, sólo puedo imaginar lo que vio él: una acumulación de aproximadamente siete mil cuatrillones de átomos de oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno, calcio, fósforo, potasio, azufre, sodio, cloro y magnesio. Y aunque el número parece abrumador, hay un dato que, prácticamente, lo contradice: resulta que cada uno de esos átomos es, aproximada, no exactamente, 99.9999 por ciento vacío. La científica española Sonia Fernández-Vidal, desde la física, afirma que si sacamos el vacío de los átomos de los aproximadamente 7 mil 300 millones de habitantes del planeta, su materialidad completa cabría en un terrón de azúcar. Desconozco si esto es verdad, desconozco si él conocía el dato, pero por alguna razón, nos reconocimos como (casi) iguales: inconsistentes, cambiantes, efímeros. Sin matiz emocional alguno, serví dos tazas de café. El hombre de niebla tenía suficiente consistencia como para sostenerla, ya que los átomos de la aparentemente sólida loza, también serían esencialmente vacío.
No podría decir que conversamos. Bebimos en silencio, lentamente, mirándonos, aunque él a mí sin nada parecido a ojos, y sin embargo, estoy seguro, me percibía. Fueron sólo unos minutos. Terminado su café, se acercó, me tendió su mano agradecida y neblinosa; la mía intentó corresponder, transmitirle algo de tibieza, de consistencia, de realidad a su vacío. Fallamos: la suya se disolvió, se deformó como el humo del cigarro ante una corriente de aire, desgarrada por el impulso de la mía. Movió la otra, como restándole importancia al hecho. A fin de cuentas, tanto él como yo, sólo representaríamos diferentes grados de materialidad. Que la realidad sea eso, grados de consistencia, no me consta. Y que el sentido del tacto, sólo un constructo, una simulación de la fuerza electromagnética, tampoco. Se despidió de mí con un gesto de la otra mano, se dio la vuelta y echó a andar por dónde había venido. No sé si se perdió o se disolvió en la oscuridad a medida que se alejaba de la lumbre de mi fogata. El caso es que dejé de verlo. Recogí lo cacharros, los enjuagué en las aguas del arroyo que desembocaba en el lago, los guardé en la batea de la camioneta. Mi colchoneta estaba ya dispuesta dentro de la tienda de acampar. Entré, cerré la entrada corriendo el mecanismo del cierre. Apagué la lámpara y, al poco tiempo, me quedé dormido. El grado de materialidad que soy -y que desconozco a cabalidad-, despertó al día siguiente, sin tener la seguridad de que lo ocurrido la noche anterior había realmente ocurrido, o había sido sueño o pesadilla; recordé entonces la opinión del neurocientífico Anil Seth, cognitivista y también especializado en inteligencia artificial, quien sostiene que, independientemente de la percepción que nuestra consciencia hace de nosotros mismos y de la realidad -"a controlled hallucination"-, el hecho es que la experimentamos como real. Deduzco: el agua sabe a agua, el café a café, un beso a beso, la caricia se siente como una caricia, y el dolor como dolor. No es que esté inquieto con los últimos hallazgos de la neurociencia o la física cuántica, pero me siento más cómodo con la actitud pragmática del científico británico.
Desmonté la casa de campaña, la plegué y acomodé con el resto de los enseres en la parte trasera de la camioneta, me aseguré de apagar bien los restos de la fogata, abordé la unidad y volví a la urbe superpoblada de personas que se aman, se odian o se ignoran, capaces de lo sublime y lo terrible, que se reproducen y la hacen cada día más grande.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Si me encuentras, me pierdes

Puedo estar o no estar, todo depende de si miras o no miras; no me reflejan los espejos, pero no soy Drácula; atravieso las paredes sin ser un fantasma. Tengo comportamientos de ola y de metralla, una vez a la vez, o al mismo tiempo. Si quiero, puedo estar en dos lugares a la vez, o desaparecer y aparecer en otra parte sin recorrer distancia alguna. Mis acciones tienen efecto en mis iguales, estén cerca o en el otro extremo de la realidad. Soy parte de ti, tan diminuta, que casi no soy, o peor, casi no eres. Soy igual en ti y en todo y todos, y mi posición es indeterminable. Soy el informe del vacío de tu cuerpo y voy, tan sinuosa, directo a tu psique, a tu cerebro, quizás sólo tu inconsciente me percibe, y me convierto en tu malestar, tu sensación de vacío, tu angustia existencial. Pero no te asustes, no temas. Me asignaron un nombre. Partícula subatómica. Pero créelo: soy más, o tal vez menos, que ese apelativo. Sin embargo, no hay ley que me sujete, menos aún la del lenguaje, y mi comportamiento es siempre impredecible, y en eso me parezco -o induzco- a la locura. ¿Soy la realidad o la simulo? Eso está por verse: soy irreductible a las definiciones.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...