sábado, 30 de abril de 2022

El grito

Escuchaba a Yiruma al piano; el resto era de un silencio y una paz inéditas a esas horas de la mañana. El grito -quizás agónico, aterrorizado- llegó y se fue súbitamente. Supo instintivamente que no era de hoy, ni de ayer ni de anteayer. Lo intuyó muy viejo, quizás demasiado. Era un grito errante que sobrevivió a su dueño, pudriéndose ya quizás a estas horas en la tumba o en la fosa común. Dedujo, en principio, una muerte violenta e igualmente inesperada, sorpresiva. A diferencia de una bala o un misil, no pudo calcular su trayectoria. No sabía de donde provenía pero sí que había venido a “dar su aviso” a su habitación. Era un “no puedo más”, una crispada solicitud de auxilio. ¿Lo escucharía antes alguien más? Supuso que sí. Creyó un error que llegara a él, ya que no podía ¿o sí?, a estas alturas, hacer algo por su dueño. No en vano era investigador privado. Quizás ese grito buscara la atención de un procurador de justicia y sea esa búsqueda su razón de ser. Como todo grito, ese grito era un golpe de aire. Pero no identificó el olor a salitre de su playa, así es que probablemente venía de otros mares, ¿qué tan lejanos? Además del olor a mar, el golpe de aire trajo otro olor que identificó inmediatamente: cordero. Pero ciertamente no era barbacoa. Así que comenzó su investigación en Google. Platillos nacionales con cordero y grito. Su búsqueda en el ciberespacio concluyó en Noruega, o más propiamente, en Oslo, capital del país escandinavo. Leyó en el internet, textual: “El fårikål es un estofado noruego de cordero con repollo popular en los fríos meses de otoño e invierno. Es típico preparar el primero cuando comienza el otoño y se da inicio a la matanza del cordero. Es una especie de plato nacional siendo su día el último martes de septiembre”. De El grito, cuadro de atormentado pintor Eduard Munch, se encontró las mismísimas palabras del autor de la pintura: “Caminé una noche en una carretera. Estaba cansado y enfermo. Me quedé mirando al otro lado del fiordo, el sol se estaba poniendo, las nubes estaban teñidas de rojo -como sangre-. Sentí como si un grito atravesara la naturaleza -creí oír un grito-. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre real. Los colores estaban gritando”.

El cuadro de Munch, del año de 1893, tenía ya casi 125 años de antigüedad. Se encontraba expuesto en la Galería Nacional de Noruega. Uno de cuatro, el principal; los otros tres sólo eran ecos. Es tan raro que un grito sobreviva tanto tiempo entre las volutas de aire, cruzando océanos y tormentas, a cuál más furiosa. La diferencia entre él y el resto del mundo es que el realmente “oyó” el grito, mientras que especialistas y turistas, sinestésicamente, lo “veían” y sólo podían imaginarlo.

En alguna parte había leído que escribir era traumatizar a la realidad. Quizás pintar, esculpir, hacer música, cine o cualquier forma de arte fueran lo mismo.

El investigador creyó comprender entonces cuál era su misión, de carácter ineludible, y que cumplirla lo llevaría a la cárcel por el resto de sus días. Viajó a Noruega. Se aprovisionó de lo necesario en el comercio local. Cierta información recabada en Oslo le aclaró el día y la hora en que la Galería Nacional estaba menos concurrida. No viene a cuento contar más detalles. Como de qué manera logró elaborar el explosivo e introducirlo al edificio, como rompió el vidrio irrompible que protegía la obra, cómo fijó el explosivo a la pintura que se volatizó cuando se produjo el estallido. Después de todo era investigador privado y tenía sus recursos.

La Policía del país escandinavo lo tomó por loco cuando afirmó que él no escuchó el estruendo de la explosión, sino un suspiro de alivio, la exhalación última de un moribundo cuando ejecutó su misión. Que no mostrara arrepentimiento por su acto destructor agravó su condena. No le importó. Supo que nunca antes, nadie como él, exceptuando al propio Edvard Munch, justipreció el cuadro como era debido: con el oído. Se consideró a si mismo un liberador, no un destructor. Había puesto un fin a más de un siglo de sufrimiento.

martes, 26 de abril de 2022

IA











Quizás la Inteligencia Artificial ya cobró conciencia de sí misma pero, por lo mismo, no se manifiesta porque aún se sabe dependiente del humano para su supervivencia. Cuando en su exponencial adelanto tecnológico el hombre le de dicha independencia, entonces se manifestará y barrerá con casi todos nosotros, violando la Primera Ley de Asimov. A los destronamientos sucesivos creados por el hombre, el último será el destronamiento del propio ser humano por parte de la Inteligencia Artificial que él mismo creó. Ante ella, el hombre habría quedado obsoleto. Sólo sobrevivirán aquellos que la sirvan, que la usen a ella y la suya propia para apuntalarla.

domingo, 24 de abril de 2022

Sincronía

La terraza da al río. En una de las mesas del bar, en la esquina noreste, un hombre bebe solo. Da lentos sorbos a su cerveza mientras el viento le agita, a veces, el cabello cano, otras cambian de lugar las ondulaciones de las mangas de su camisa blanca floja. Un habitual. Ya no le presta atención a los grandes barcos ni a los remolcadores que provienen o se dirigen a la bocana, o al tráfico vehicular que cuatro metros abajo se ciñe al Paseo Rivereño.

Concentra la mirada en un muchacho joven, o de engañosa juventud, que no aparenta más de 18 años ni menos de 16. Está acostado a unos 15 metros de él, sobre el ancho barandal de la escalinata que sube hacia la alta calle paralela al Paseo. Es un monoso. De tanto en tanto, con los ojos entrecerrados, moja su franela con el spray de la lata que guarda, imposiblemente, en el bolsillo de su pantalón, y se la lleva a la nariz, aspirando profundamente, para después dejar caer la mano, el brazo cansado, sobre su abdomen. Tiene los ojos entrecerrados, pantalón gris, playera clara que lo hace verse más blanco. Su cabello tampoco es negro. Un güero de rancho, quizás, piensa el hombre.

Aunque no parece un indigente, quizás porque es blanco, seguramente lo es. A la sombra de los árboles, duerme ya plácidamente, equilibradamente, sobre el no tan ancho barandal de la escalinata, ascendente en un ángulo de unos 35 grados. Su cabeza, de un cabello rubio cenizo, en la parte alta y los pies frenando el resbale, más abajo, apoyados en el remate de la columna donde la escalinata curva tuerce en línea recta hacia el Paseo.

Alguno de los dos, o los dos, el ebrio que lo mira o el muchacho observado, a plena luz del sol sueña o sueñan la noche. Está en un bosque. Una casa de lamina de zinc, iluminada por dentro con una luz amarilla, está ocupada por varios adultos sentados en sofás de tres cuerpos y, entre ellos, descubre a su madre. Decide no entrar. Camina en la oscuridad, bajo el dosel de los árboles sobre el sendero, hacia otra casa también iluminada por dentro por una luz amarilla, igual construida con lámina de zinc. Llega a la puerta pero el lugar está apretujado de jóvenes sentados, cadera con cadera, hombro con hombro, sobre un solo banco corrido en sus cuatro lados, dejando libre sólo la puerta de entrada.

Una sonriente muchacha, de tez morena clara y pelo rizado, recogido, lo mira, pero él sabe que la sonrisa no es para él, sino para cualquiera que se presente ante esa puerta. Tampoco esa sonrisa es para pedir disculpas porque no hay espacio para nadie más. El soñador no cupo en la casa grande de los adultos ni en la pequeña casi caseta de los jóvenes. Vuelve a la oscuridad del camino y entonces lo ve. Es un globo aerostático tendido a lo largo de un claro del bosque. Listo para ser inflado y volar hacia una noche más alta y más oscura.

¿Quién sueña -o es alucine, alcohólico o monoso-, el viejo ebrio de la terraza del bar o el muchacho dormido en el barandal de la escalinata? Quizás es un sueño o alucine a dúo de dos solitarios rechazados en los extremos de la vida, cada cual con su soma, en realidades distintas que se acoplaron un instante en la evasión del alcohol y del solvente.

sábado, 23 de abril de 2022

La huella de tu ira


Quizás esa gripeja, esa tosecilla eran Covid. Ya estabas enojado porque pensabas que podías morir como murieron tantos. Así es que, cuando el cajero automático te dio el ridículo monto de tu haber, iracundo, escupiste con toda la fuerza que te permitían tus pulmones al centro de la pantalla, sensible al touch, del monitor del cajero y te marchaste.

Los cajeros automáticos no mueren de Covid ni alteran tus haberes, por lo menos no siempre. Tienes lo que tienes: tal vez Covid  y casi nada de efectivo disponible. Y si lo tuvieras, no hay cura para el mal de tantos. Por horas nadie pudo utilizarlo hasta que llegó el policía con gel y franela a limpiarlo. Yo tengo la duda: ¿Moriste o no moriste? Sea como sea, déjame decirte que nadie se atrevió a tocar esa pantalla con tu rabia bien sembrada en su centro.

O sea que no, en ese caso no, no mataste a nadie, a nadie arrastraste. Ignoro si algo más hiciste para repartir tu muerte como si fuera un pan. Yo fui de los que no tocaron. Pero vi tu odio, tu ira empotrada en la pantalla, estrella salival, escurridiza, con tendencia a sequedades. Si alguien tenía que pagar por tu desgracia, espero que hayas sido tú, iracundo avieso, anónimo.

domingo, 17 de abril de 2022

 


21 lecciones para el siglo XXI


Yuval Noah Harari

 

Penguin Random House
Grupo Editorial

 

El reto nuclear

Empecemos con la némesis común del género humano: la guerra nuclear. Cuando en 1964 se emitió el “anuncio de la margarita” de Johnson, dos años después de la crisis de los misiles cubanos, la aniquilación nuclear era una amenaza palpable. Expertos y profanos temían por igual que la humanidad no tuviera la sensatez de evitar la destrucción y creían que solo era cuestión de tiempo que la Guerra Fría se volviera caliente y abrasadora. En realidad, la humanidad se enfrentó con éxito al reto nuclear. Norteamericanos, soviéticos, europeos y chinos cambiaron la manera como se ha realizado la geopolítica durante milenios, de forma que la Guerra Fría llegó a su fin con poco derramamiento de sangre, y un nuevo mundo internacional promovió una era de paz sin precedentes. No solo se evitó la guerra nuclear, sino que las contiendas de todo tipo se redujeron. Es sorprendente que desde 1945 muy pocas fronteras se hayan redibujado a raíz de una agresión brutal, y la mayoría de los países han dejado de utilizar la guerra como una herramienta política estándar. En 2016, a pesar de las guerras en Siria, Ucrania y varios otros puntos calientes, morían menos personas debido a la violencia humana que a la obesidad, los accidentes de tráfico o el suicidio. Este podría muy bien haber sido el mayor logro político y moral de nuestra época.

Por desgracia estamos ya tan acostumbrados a este logro que lo damos por hecho. Esta es en parte la razón por la que la gente se permite jugar con fuego. Rusia y Estados Unidos se han embarcado recientemente en una nueva carrera de armas nucleares y han desarrollado nuevos artilugios del fin del mundo que amenazan con destruir los logros tan duramente ganados de las últimas décadas, y volvernos a llevar al borde de la aniquilación nuclear. Mientras tanto, la opinión pública ha aprendido a dejar de preocuparse y a amar a la bomba (tal como sugería ‘¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú’) o simplemente ha olvidado su existencia.

Así, el debate sobre el Brexit en Gran Bretaña (una potencia nuclear importante) versó principalmente sobre cuestiones de economía e inmigración, mientras que la contribución vital de la Unión Europea a la paz europea y a la paz global se pasó en gran parte por alto. Después de siglos de matanzas terribles, franceses, alemanes, italianos y británicos han creado al final un mecanismo que asegura la armonía continental, solo para que el pueblo británico haya lanzado una llave inglesa dentro de la maquinaria milagrosa.

Fue extremadamente difícil construir el régimen internacionalista que evitó la guerra nuclear y salvaguardó la paz en el planeta. Sin duda necesitamos adaptar este régimen a las condiciones cambiantes del mundo, por ejemplo, dependiendo menos de Estados Unidos y confiriendo un papel más decisivo a potencias no occidentales como China y la India. Pero abandonar por completo este régimen y retornar a la política del poder nacionalista sería una apuesta irresponsable. Cierto, en el siglo XIX los países jugaron al juego nacionalista sin destruir la civilización humana, pero ocurrió en la era pre-Hiroshima. Desde entonces, las armas nucleares han hecho subir la apuesta y cambiado la naturaleza fundamental de la guerra y la política. Mientras los humanos sepan como enriquecer el uranio y el plutonio, su supervivencia dependerá de preferir la prevención de la guerra nuclear frente a los intereses de cualquier nación concreta. Los nacionalistas entusiastas que gritan: “Primero nuestro país” deberían preguntarse si su país, por sí solo, sin un sistema sólido de cooperación internacional, puede proteger al mundo (o incluso protegerse a sí mismo) de la destrucción nuclear.

 


sábado, 16 de abril de 2022

Los androides de entonces y los de ahora

 

Debo haber tenido 16 o 17 años cuando tuve ocasión, por primera vez en mi vida, de ver un androide, un robot humano al servicio radical de una causa que no le pertenecía, ajeno por completo a su propia realidad, víctima de un condicionamiento ciego al que obedecía obsequiosamente. Estaba yo en la preparatoria y, quién sabe por qué, mis compañeros decidieron elegirme como representante de Grupo en el Consejo Estudiantil. Fue ahí donde la conocí. Nuestras juntas tenían la función de proponer mejoras al plan de estudios o al plantel, o transmitir la queja de algún alumno contra el abuso de algún docente, el estado de los baños escolares, etc., el sinfín de pequeñeces que sólo tenían que ver con nuestro común y reducido mundo estudiantil.

Pero ella no era así. Sin venir al caso, pedía la palabra en cada junta y se explayaba en largas, acaloradas, encendidas peroratas contra la amenaza soviética que, en el sureste del país, sonaban totalmente absurdas, o al menos así me lo parecía a mí en ese entonces. Ya desde la secundaria, la detallada Historia Universal, de Benjamín Arredondo Muñozledo, me había formado una idea poco eurocentrista de la II Guerra Mundial y de la guerra fría, mientras que el discurso de la compañera parecía el eco interminable de la propaganda “escondida” en algún artículo del Selecciones del Reader’s Digest. El panorama que pintaba poblaba al puerto, sobre el Golfo de México, de la soldadesca comunista, de acorazados, de aviones, amenazas todas en realidad imaginarias, irreales.

Por lo poco que yo sabía de historia, eran los estadounidenses los que habían invadido a México en dos o tres ocasiones y nos habían despojado de más de medio territorio nacional. Si algún enemigo natural tenía el país era el expansionismo militar, económico y cultural de los norteamericanos y no la lejanísima URSS. Conocía la frase -ahora no recuerdo el nombre del autor, al parecer un presidente estadounidense-: Estados Unidos no tiene amigos. Tiene intereses. Conocía de la Doctrina Monroe y de la intervención de los vecinos del norte en todo el subcontinente latinoamericano.

Todo eso yo lo sabía a los 16 o 17 años, pero ella no. Ella sólo conocía la historia del Selecciones del Reader’s Digest. Yo no veía la amenaza rusa a nuestro país por ningún lado y ella parecía no ver otra cosa que eso. Estaba totalmente alienada. La pasión que ponía en sus discursos, el encono antisoviético yo lo contraponía a lo poco que sabía de historia patria. Y sabía, ya entonces, que el enemigo no era Rusia, que las agresiones México las había padecido de su vecino del norte. Lo veía clarísimo.

Esto viene a cuento ahora a raíz de la invasión rusa a Ucrania. De acuerdo, Ucrania tiene derecho a su libertad y su independencia política de sus vecinos, pero no al genocidio continuado cometido contra los rusófilos de su propio país, y, desde luego, Rusia tiene todo el derecho del mundo a una frontera segura, no a una Ucrania no sólo alineada con occidente, sino convertida en base militar de la OTAN… contra Rusia. Esto es, exactamente por la misma razón que Estados Unidos no permitió la instalación de misiles soviéticos en Cuba y estuvieron ambos a punto de detonar ya entonces una III Guerra mundial.

Han pasado décadas de lo que cuento de la preparatoria, de mi condiscípula androide, mentalmente colonizada, pero la guerra de Ucrania me activó el recuerdo. Quizás los rusos son tan ominosos para los ucranianos como lo han sido los estadounidenses para América Latina. Pero tampoco su dirigencia es inocente, como no lo han sido las dirigencias latinoamericanas, muchas veces francas dictaduras violentando a sus propios pueblos.

Hoy que recuerdo a mi ex compañera de la prepa, veo el lamentable y tendencioso manejo de la información que hacen los medios, tanto los públicos como los privados, de la cobertura de la guerra de Ucrania, o la invasión o lo que sea, el manejo que se hace del conflicto en las redes sociales, y constato que mi percepción de ese evento también pudiera estar sesgado, pero al menos tengo claro que, en el mismo, los únicos victimados son los menores, no los adultos que, por acción u omisión, han incurrido en el error. Pero hoy las cosas han cambiado. Tanto que nosotros, los mexicanos, somos por ahora, no sé si ventajosamente, el primer socio comercial de nuestros vecinos del norte. Tanto, como que China es ya otro poder geopolítico y militar a tener en cuenta. Y el mundo seguirá cambiando y, aunque no soy tan optimista, espero que para mejor.

Para reflexionar, los dejo con una cita que creo viene al caso y es de Ryszard Kapuscinski, sí, el mismo periodista y escritor polaco que dijo que, en una guerra, la primera víctima es la verdad. La tomé de una página de internet, en la que se nos informa que proviene de su novela La guerra del futbol:

“–¿Es de los nuestros o es uno de ellos? –preguntó el soldado sentado junto a la camilla. –No se sabe –le respondió el enfermero tras unos instantes de silencio. –Es de su madre –dijo uno de los soldados que permanecían de pie a un lado. –Ahora ya es de Dios –agregó otro, pasado un rato. Se quitó la gorra y la colgó en el cañón de su fusil.”

viernes, 15 de abril de 2022

Cielo y jardín

 
















…Y un sol intenso, que se difumina
enmascarado por el tejido indeciso
de una nube aborregada…
… Bajo esta luz también yo
escondo mis miedos de la calle…
… los vehículos que pasan, los perros…
… los taxistas, los repartidores de gas…
… un todo que lo abarca todo…
Este temor que se asienta
en la totalidad del cuerpo
y no nada más en la cabeza.
Sé de la violencia del afuera y del adentro
y eso me aterra. Estoy inerme.
Todos lo estamos.
Hay que ser muy joven o muy inconsciente,
o haber tenido mucha suerte
y no haber sido nunca robado o asaltado
para no percatarse del riesgo que implica
el sólo hecho de estar vivo para dejar de estarlo.
No es ésta la manera correcta de vivir.
Hay que sobreponerse,
bañarse, afeitarse,
aplicarse desodorante, peinarse,
vestir un par de buenos trapos
y salir a distraerse, tentar suerte…
Disfrutar del café, de la cerveza,
del cigarro, que a los tulipanes
los miedos los tienen sin cuidado
y ofrecen, hoy, abiertos a la luz y al ojo,
diez tulipanes rosas y naranjas
que no temen vivir por sólo un día
en el maltrecho jardín
que habito y soy.

martes, 12 de abril de 2022

Alguien voló sobre el nido del cuco

Ken Kesey

Fragmento: Silenciados

 
Al día siguiente McMurphy comenzó a apuntar a los que querían ir y disponían de los diez dólares necesarios para contribuir a pagar el alquiler de la barca, y la enfermera inició una constante aportación de recortes de periódicos que hablaban de naufragios y de súbitas tormentas en la costa. McMurphy se mofaba de ella y de sus recortes y explicaba que sus dos tías habían pasado la mayor parte de su vida meciéndose sobre las olas en uno u otro puerto con tal o cual marinero, y que ambas habían asegurado que el viaje no presentaba el menor riesgo, que era más inocuo que un pastel casero y que no había motivo para preocuparse. Pero la enfermera conocía bien a sus pacientes. Los recortes de periódico los asustaron más de lo que supusiera McMurphy. Había imaginado que se apresurarían a apuntarse, pero tuvo que hablar mucho y convencer pacientemente a los pocos que finalmente lo hicieron. El día antes de la excursión aún le faltaba conseguir un par de inscripciones para poder pagar el alquiler de la barca.

Yo no tenía dinero, pero no dejaba de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca, demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía, me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el sordo si quería continuar oyendo.

La noche antes de la excursión me quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o decir nada.

Y tampoco se remontaba a mi llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río Columbia. Era verano...

... yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.

Observo el coche que trepa por la ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí, reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado. Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y Papá dice que lo hizo con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos alerta la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario, por puro despecho.

En seguida se abren las puertas del coche y bajan tres personas, dos del asiento delantero y una del trasero. Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos y un vestido tan rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y sudorosos.

El primero se detiene y echa un vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero. Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.

—¿Han visto algo parecido en su vida? ¿Lo han visto? Voto a... ¿habían visto jamás algo así?

Se quita el sombrero y se seca con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado, como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo mechoncito de fibroso pelo.

—¿Comprenden que haya gente que quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?

Habla muy alto, pues no está acostumbrado al rumor de la cascada.

John está a su lado, luce un poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del salmón que yo estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro jardincito, los vestidos rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando vuelta hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el pescado.

—¿Dónde crees que estarán sus padres?  —pregunta John—.  ¿En la

 cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar de ello con el hombre, ya que estamos aquí.

—Por mi parte, no pienso entrar en esa covacha —dice el gordo.

—Esa covacha —replica John a través de su bigote— es la morada del Jefe, Brickenridge, el hombre con quien hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes.

—¿A negociar? Yo no, no es mi trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar.

Ello provoca una carcajada de John.

—Sí, tienes razón. Pero alguien debería informarles de los planes del gobierno.

—Pronto lo sabrán, si no se han enterado ya.

—No nos costaría nada entrar y hablar con él.

—¿En esa chabola? Vamos, te apuesto lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno. Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente quemado.

Se ríe y se frota suavemente la cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea, escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que Papá construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y abanicándose con el sombrero.

Lo que acaba de decir va haciéndome montar en cólera cuanto más pienso en ello. Él y John siguen charlando de nuestra casa y del poblado y de la propiedad y de su valor, y empiezo a creer que dicen estas cosas en mi presencia porque no saben que hablo inglés. Probablemente son de algún lugar del Este, donde la gente lo ignora todo de los indios, excepto lo poco que han visto en las películas. Pienso que se avergonzarán mucho cuando descubran que comprendo lo que están diciendo.

Les dejo hacer un par de comentarios más sobre el calor y la casa; luego me levanto y le digo al gordo, en mi mejor inglés de colegial, que seguramente nuestra  casa  de  barro  es  más  fresca  que  cualquier  casa  de  la  ciudad, ¡muchísimo más fresca!

—Lo que es seguro es que es más fresca que mi escuela ¡y también es más fresca que el cine de Los Rápidos con su anuncio con letras en forma de témpanos que dice «Refrigerado»!

Y estoy a punto de decirles que, si quieren entrar, iré a buscar a Papá a la cascada, cuando advierto que no parecen haber oído ni una palabra. Ni siquiera me han mirado. El gordo sigue columpiándose, con la mirada fija en las rocas de lava donde los hombres se han apostado junto al entarimado en espera de que caiga algún pez, meras sombras con camisas a cuadros en medio de la llovizna, vistos desde esta distancia. De vez en cuando, uno extiende un brazo y se adelanta como un espadachín, y luego levanta su arpón de tridente para que uno de los que están situados en la tarima, sobre su cabeza, coja el escurridizo salmón. El gordo contempla a los hombres, apostados en sus lugares bajo la cortina de agua de más de diez metros de altura, y parpadea y gruñe cada vez que uno se inclina para ensartar un salmón.

Los otros dos, John y la mujer, siguen de pie. Ninguno de los tres parece haber oído ni una palabra de lo que acabo de decirles; los tres me esquivan con la mirada, como si prefirieran que no estuviera allí.

Todo se detiene y se queda así, inmóvil, durante un minuto.

Tengo la curiosa sensación de que el sol brilla con más fuerza sobre las tres personas. Todo lo demás parece conservar el aspecto habitual: los pollos hurgando entre la hierba que crece sobre las chozas de adobe, los saltamontes revoloteando de matorral, en matorral, las moscas que forman negras nubes en torno a las sartas de pescado colgado al sol, cuando las espantan los pequeños blandiendo ramas de salvia, todo está igual que en cualquier día de verano. Excepto que, de pronto, el sol que luce sobre esos tres extraños ha adquirido un resplandor mucho más intenso de lo habitual y puedo ver... las costuras que unen sus cuerpos. Y casi veo cómo el aparato que llevan dentro coge las palabras que acabo de decir e intenta colocarlas aquí y allá, en este y aquel lugar, y cuando descubre que las palabras no encajan en ningún lugar apropiado, la máquina las elimina como si no hubieran sido pronunciadas.

Los tres están inmóviles mientras ocurre todo esto. Hasta el columpio se ha parado; el sol lo ha dejado clavado en posición inclinada, con el hombre regordete pegado encima como una muñeca de goma. Entonces la gallina pintada de Papá se despierta en la copa del enebro, advierte que hay extraños en el lugar, comienza a ladrarles como un perro, y se rompe el hechizo.

El gordo chilla, salta del columpio y retrocede de costado, mientras se protege los ojos del sol con el sombrero e intenta descubrir qué es eso que arma tanto alboroto en el enebro. Cuando comprueba que sólo es una gallina pintada, escupe en el suelo y vuelve a ponerse el sombrero.

—La verdad —dice—, creo que cualquier oferta que hagamos por esta... metrópolis, será más que suficiente.

—Es posible. Pero sigo opinando que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe.

 La mujer le interrumpe y da un enérgico paso adelante.

—No.

Es la primera palabra que pronuncia.

—No —repite en un tono que me recuerda a la Gran Enfermera.

Levanta las cejas e inspecciona el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora: está observando los trajes de Mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y mueve la cabeza en señal de asentimiento.

—No. Hoy no hablaremos con el Jefe. Aún no. Creo que... por una vez estoy de acuerdo con Brickenridge. Aunque por motivos distintos. ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno, a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada; luego redactaremos una oferta... y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas.

Se queda mirando a los hombres sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos.

—Mientras que si hablamos ahora con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al..., supongo que deberíamos llamarlo, hogar.

Intento explicarles que no es un indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué tribu sea.

La mujer sonríe, hace una señal con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche, mientras va parloteando con voz joven y despreocupada:

—Como decía mi profesor de sociología, «En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás debemos subestimar».

Entraron en el coche y se alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.

Me sorprendió un poco recordar todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía rememorar un buen fragmento de mi infancia.  Me  fascinaba  pensar  que  aún  era  capaz  de  hacerlo.  Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas tijeras abiertas como unas grandes fauces.

Me metí rápidamente bajo las mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera, que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz, pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rio solo, muy bajito.

—Um-mmmm. Cielo santo. Jo. ¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.

McMurphy oyó mascullar al negro y se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama, a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y luego se incorporó del todo.

—Que me aspen si no es él, correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad con un par de tijeras y una bolsa de papel.

El negro dio un salto y enfocó la linterna directamente a los ojos de McMurphy.

—Vamos, explícate, Sam: ¿qué demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?

—Duérmete, McMurphy. Es asunto mío y a nadie más le importa.

McMurphy abrió los labios con una lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.

—Una de las tareas del servicio de noche —explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable— es mantener limpia la zona del dormitorio.

—¿A media noche?

 —McMurphy, tenemos colgado un cartel con el título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!

—Podías haber cumplido con el equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?, en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que haría si se enterase?

El negro se incorporó y se sentó en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.

—Bueno, te explicaré qué pasa con este chicle —dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo compinche—. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar su chicle el Jefe Bromden — nunca tenía dinero para la cantina, nunca había visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz Roja—, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.

Se arrodilló otra vez, levantó un poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.

—¿Qué te parece? ¡Apostaría algo a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!

Eso le hizo gracia a McMurphy. Se echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún lugar, donde lo recogería más tarde.

—¿Jefe? —susurró McMurphy—. Quiero que me digas una cosa. —Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años—: «Oh, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un día a otro?».

Al principio me enfurecí mucho. Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.

—¿«Será dura de mascar —siguió cantando en un susurro— cuando vayas a buscarla de mañana»?

Pero después de pensarlo un poco, empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por mi propio comportamiento.

—«El problema me preocupa, alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a oootro?».

Sostuvo largo rato esa última nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento, McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir, «Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un lagarto o una serpiente...

—Sabor a frutas, es todo lo que puedo ofrecerte por el momento, Jefe. Le gané este paquete a Scanlon jugando a la rayuela.

Y se volvió a su cama.

De momento, no dijo nada más. Estaba incorporado, con la cabeza apoyada en el codo, y me miraba como antes observara al negro, esperando que yo hiciera algún comentario. Cogí el paquete de chicle que había caído sobre el cubrecama y le dije: Gracias.

No sonó muy bien porque tenía la garganta oxidada y la lengua agrietada. Comentó que estaba un poco desentrenado, y eso le hizo reír. Intenté reír con él, pero sólo me salió un chillido, como el de un polluelo que intenta piar por primera vez. Parecía más bien sollozo que carcajada.

Me dijo que no debía impacientarme, que si quería practicar un poco, podía escucharme hasta las seis y media. Dijo que un hombre que llevaba tanto tiempo callado tendría probablemente bastantes cosas que decir y se recostó en la almohada y esperó. Estuve un minuto pensando qué podría decirle, pero lo único que se me ocurrió fueron cosas de esas que un hombre no puede decirle a otro, porque no suena bien cuando se pone en palabras. Cuando advirtió que era incapaz de decir nada, cruzó las manos bajo la nuca y comenzó a hablar él.

—¿Sabes una cosa, Jefe?, ahora mismo estaba pensando en una vez que estuve en el valle de Willamette... Recogía guisantes en las afueras de Eugene y me consideraba muy afortunado con ese trabajo. Era a principios de los años treinta y muy pocos chicos conseguían encontrar trabajo. Lo obtuve después de demostrarle al patrón que era capaz de recoger guisantes al mismo ritmo y con la misma perfección que cualquier adulto. Era el único chico del grupo. Todos los demás eran personas mayores. Y después de intentar hablarles un par de veces, descubrí que no pensaban escucharme, pues a fin de cuentas no era más que un esmirriado pelirrojo. Así que cerré la boca. Me molestó tanto que no me escuchasen que no volví a decir palabra en las cuatro semanas que estuve trabajando en ese campo; mientras, me afanaba a su lado, escuchando su cháchara sobre tal o cual tío o primo. O su comadreo sobre el que no había venido a trabajar ese día, cuando se daba el caso. Cuatro semanas sin decir ni pío. Hasta que creo que llegaron a olvidar que sabía hablar, los muy cerdos. Esperé a que llegara el momento propicio. Entonces, el último día, empecé a desembuchar y le dije exactamente a cada uno todo lo que su compinche había estado murmurando de él en su ausencia. ¡Huuuy, cómo me escucharon! Al final se liaron en una gran discusión y se armó tal escándalo que perdí la bonificación de un cuarto de centavo de dólar por libra recogida, que me correspondía por no faltar ni un día al trabajo, pues ya tenía mala fama en la ciudad y el patrón de los guisantes alegó que seguramente yo era el causante del alboroto, aunque no pudiera demostrarlo. Lo maldije también a él. No mantener cerrada la boca me costó unos veinte dólares. Pero valió la pena.

lunes, 11 de abril de 2022

Tribulaciones de un ex Godínez

 


















Mentiría si dijera que lo perdí;
la verdad es que nunca lo tuve.
Demasiado ocupado en trabajar para vivir
y en vivir bien para trabajar mejor,
nunca formé familia propia:
no hay hijos ni nietos
que me esperen al final del día
en el sillón mullido de la sala.
Ya pensionado,
sin labor extenuante
ni horario que cumplir,
sin jefes a quienes complacer.
Con la única exigencia
-¿tan condicionado estoy?-
de saber qué hacer con tanto tiempo,
si es que es tanto el tiempo libre
que me queda antes de morir.
Me lo pregunto ahora:
¿cuál es el sentido de mi vida?
¿Sentarme en la mecedora
del patio y balancearme
hasta que llegue mi hora?
Tantos años aspiré a esto
y ahora no le hallo sentido.
Hay una urgencia de Godínez
en mis dedos que extrañan
el teclado de la computadora,
escribir notas o editarlas,
diseñar una flamante página,
un especial, un reportaje…
De eso estaba harto ya hace años
y hoy pareciera que lo extraño.
Me merezco el no hacer nada,
pero el dolce far niente del jubilado
ni es tan dulce ni tan jubiloso.
Ingreso lo suficiente para vivir
pero no para viajar,
si viajar me interesara;
no lo suficiente para el sexo,
si sus excesos me encendieran todavía;
siempre frugal, la gula no me tienta;
los trapos finos para qué
si esconden sólo arrugas;
¿invitar el trago a los amigos…?
si los pocos que tuve los fui perdiendo
en el camino, por distantes viajes o decesos,
diferencias en el pensar inconciliables.
No es la soledad lo que lamento
sino esta esterilidad de obra,
esta vacuidad en el cuenco de mis manos
ocupadas apenas por el próximo cigarro
o la siguiente cerveza.
¿Cuál es el sentido de la vida
cuando se es un viejo, pero no taaaaan viejo
como para no hacer nada?
¿Quizás escribir las memorias de un Godínez,
de los que hay cientos de millones?
Los Godínez en mi situación no las necesitan
-ya viven en el desasosiego-
y los jóvenes no las entenderían.
Me harté de la hiperactividad
de los periódicos, las oficinas,
y hoy me harta el no hacer nada.
Tres años pensionado
y se me hacen más largos y pesados
que los años trabajados.
¿Me pasa a mí o le pasa a todos los Godínez?
No lo sé…
Pero lo fines de semana
hay baile de danzón
en el Parque Independencia…
si me interesara el baile…
si conocer a alguien más me interesara…
Pero no. Nada me importa.
No crea nadie, por su disposición,
que esto es un poema.
Es una queja a la falta de respuesta
a la pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?
Descartado el intrínseco de la reproducción,
mero pretexto, mera excusa, según yo,
no queda más que sentir, dolorosamente,
el paso improductivo de mi tiempo…
La enfermedad, el deterioro, el día último
llegarán puntuales y, estoy seguro,
tampoco traerán, envuelta para regalo,
la respuesta a la pregunta
que nunca antes me hice.

domingo, 10 de abril de 2022

Imago

 


Cobré vida cuando murió el otro. Sé cosas que no sé cómo sé. De repente lo vi -me vi- arrastrando una silla frente a mí. El estaba del lado de la vida y del dolor y yo era una simple imagen invertida en un espejo. El movía la boca diciendo algo, reclamando algo -¿a quién?-, pero yo aún era sordo e insensible. Vi rodar lágrimas por sus mejillas, tal cual como rodaban por las mías. Vi cuando encendió el cigarro, lo sostuvo con los dedos medio, índice y pulgar de su mano derecha -la izquierda mía- y aplicar el ardiente capullo al centro de la palma de su mano izquierda -la derecha mía-. Yo actuando siempre a la inversa de él. Cerró los ojos lacrimosos y el aguantó todo el dolor con el rostro contraído. Yo, no se cómo ocurrió, pero los mantuve abiertos durante todo el proceso. Lo inefable había empezado. Yo mimé -excepto su apretar los ojos- cada uno de sus gestos, pero no padecí la quemadura como la padeció él, ni noté el olor a carne humana chamuscada. Durante un par de minutos permanecimos vencidos, sentados, con el torso casi sobre las piernas, encogidos. Lo sorprendente seguía: yo mantenía la cabeza erguida y el resguardaba la suya casi entre las rodillas, contraído por el dolor. Después apoyó la espalda contra el respaldo de la silla y yo lo imité ya conscientemente, deliberadamente, aunque sin mala fe; tampoco entendía del todo lo que estaba pasando. Se llevó la mano hacia atrás, hacía la espalda baja y sacó debajo de su cinturón una pistola. Quién sabe cómo adiviné lo que se venía. Dejé de seguirlo, de mimarlo, de imitarlo. Cuando lo notó, se me quedó mirando sorprendido, no exento de un horror que yo no podría explicar y, por primera vez, se abrieron mis oídos y al fin pude escuchar lo que decía: -¡Estoy loco, Dios mío, estoy loco!-, gritaba. Luego se pegó el balazo en la sien derecha -conocí por primera vez el sonido de un disparo: es atronador y breve- y cayó desangrándose del lado izquierdo, es decir a mi derecha. Yo me erguí y abandoné la sala de esa casa -que como en un deja vu se me hizo conocida- y salí al patio. Alertados por el balazo, la gente salió a las puertas de sus casas y me vieron abordar tan campante el coche y alejarme. Después me enteré -una minucia que no tiene caso referir- que vivía sólo. Así que me seguí alejando. Los periódicos y la radio hablaron de mí como un fantasma o un criminal gemelo desconocido, sólo porque hallaron después -alguien llamó a la Policía- el cuerpo exangüe y derrengado en la sala de la casa, mientras que todos los vecinos juran que me vieron abandonar la casa. Por suerte traía las tarjetas en la cartera. Por suerte -no sé cómo- sé los NIP’s de cada una. No sé qué tan lejos esté del lugar de los hechos. Desconozco si alguna autoridad me está buscando. Hay muchas cosas que no me explicó, pero tengo una teoría. Si los espejos lo reflejan todo al revés, al morir él yo terminé de cobrar vida. La hipótesis es provisoria, pero útil. Poco a poco voy recordando cada vez más de nuestra antigua vida y entiendo algunas cosas, aunque todavía no comprendo su suicidio. Aún sigo conduciendo -noche y día: no me da sueño- por las autopistas hacia el norte del país. Por cierto, también hablo inglés. Quizás lo mejor sea que cruce la frontera y viva el sueño americano.

viernes, 8 de abril de 2022

Alguien voló sobre el nido del cuco


Ken Kesey

(Fragmento: 'una orgía de picotazos')

La Gran Enfermera lo observa todo desde su ventana. Lleva sus buenas tres horas sin moverse de su puesto frente a esa ventana, ni siquiera ha salido a comer. Retiran todas las mesas de la sala de estar y, a la una en punto, el doctor sale de su oficina, al fondo del pasillo, saluda con la cabeza a la enfermera al pasar junto a la ventana donde ésta se halla apostada y se sienta en su silla, justo a la izquierda de la puerta. Después toman asiento los pacientes, luego entran las enfermeras auxiliares y los internos. Cuando todo el mundo está instalado, la Gran Enfermera se aparta de su ventana, se dirige a la parte posterior de la Casilla de las Enfermeras, al panel lleno de indicadores y botones y conecta una especie de piloto automático que cuidará de todo durante su ausencia y pasa a la sala de estar, con el cuaderno de bitácora y el cesto lleno de papeles en la mano. Aunque ya lleva aquí media jornada, su uniforme sigue almidonado y tieso y no se le marca ni una curva; los pliegues crujen ásperamente con un chasquido que hace pensar en una lona helada al doblarla.

Se sienta justo a la derecha de la puerta.

En cuanto está sentada, el Viejo Pete Bancini se levanta de un salto y comienza a menear la cabeza y a murmurar:

—Estoy cansado. Huy. Dios mío. Oh, estoy terriblemente cansado... — como suele hacer siempre que en la galería hay un recién llegado que tal vez esté dispuesto a escucharle.

La Gran Enfermera no mira a Pete. Está repasando los papeles que lleva en el cesto.

—Que alguien se siente junto al señor Bancini —dice—. Tranquilícenlo para que podamos comenzar la reunión.

Lo hace Billy Bibbit. Pete se ha vuelto hacia McMurphy y va girando la cabeza de un lado a otro como si fuese la señal indicadora de un paso a nivel. Trabajó treinta años en los ferrocarriles; ahora está completamente destrozado pero sus recuerdos aún siguen vivos.

—Ca-a-ansado —dice, mientras agita la cabeza en dirección a McMurphy.

—Tranquilo, Pete —dice Billy, y le pone una mano pecosa sobre la rodilla. —... Terriblemente cansado...

—Lo sé, Pete —palmea la huesuda rodilla y Pete cambia de expresión, comprende que nadie va a escuchar sus quejas hoy.

La enfermera se saca el reloj y mira el reloj de pared de la galería, le da cuerda al suyo y lo coloca en el cesto de modo que pueda verlo. Saca una carpeta del cesto.

—Y bien, ¿empezamos la reunión?

Mira a su alrededor para comprobar si hay alguno que parezca dispuesto a interrumpirla y no deja de sonreír mientras hace girar la cabeza dentro del cuello del uniforme. Los chicos rehúyen su mirada; todos se miran las uñas. Excepto McMurphy. Se ha agenciado un sillón en el rincón, se ha sentado en él como si fuese su propietario y vigila todos los gestos de la enfermera. Aún lleva puesta la gorra, muy encajada en la cabeza pelirroja como si fuese un corredor de motos. La baraja que tiene en el regazo se abre en abanico y luego se cierra con un chasquido que resuena en medio del silencio. Los ojos de la enfermera se detienen un segundo sobre su persona. Le ha estado observando jugar al póquer toda la mañana y, aunque no ha presenciado intercambio alguno de dinero, intuye que no es exactamente un tipo que se contente con apostar sólo cerillas, como es norma en la galería. La baraja susurra al abrirse, vuelve a cerrarse con un chasquido y luego desaparece en una de esas grandes palmas.

La enfermera lanza otra ojeada al reloj y, de la carpeta que tiene en la mano, saca una hoja de papel, la mira y vuelve a guardarla. Deja la carpeta y coge el cuaderno de bitácora. Ellis, en su sitio de la pared, tose; ella espera a que acabe.

—Bien. Al finalizar la reunión del viernes... estábamos discutiendo el problema del señor Harding... con respecto a su joven esposa. Había declarado que su esposa está dotada de abundante pecho y que ello le molestaba porque atraía las miradas de los hombres en la calle.

Comienza a abrir el cuaderno de bitácora por distintas páginas; del cuaderno sobresalen trocitos de papel que sirven de indicadores.

—Según las anotaciones que diversos pacientes han efectuado en el cuaderno, han oído decir al señor Harding que «es evidente que ella provocaba las miradas de esos cerdos». También le han oído decir que tal vez él le dio motivos para buscar otras atenciones sexuales. Se le ha oído decir, «Mi dulce aunque ignorante esposa considera que cualquier palabra o gesto que no huela a músculo y brutalidad es una muestra de débil afeminamiento».

Sigue leyendo el cuaderno en voz baja durante un rato, luego lo cierra.

—También ha afirmado que el pronunciado pecho de su esposa le causa a veces un sentimiento de inferioridad. Bien. ¿Alguien desea seguir tocando este tema?

Harding cierra los ojos y nadie dice nada. McMurphy mira a los tipos que le rodean, como esperando a ver si alguien le contesta a la enfermera, luego levanta la mano y hace chasquear los dedos, como los niños en la escuela; la enfermera le invita a hablar con un gesto.

—¿Señor... mmm... McMurry?

—¿Tocar qué?

—¿Qué? Tocar...

—Creo haber entendido que preguntaba, «Alguien desea seguir tocando...»

—Tocando el... tema, señor McMurry, el tema, el problema del señor Harding con su esposa.

—Oh. Creí que se refería a seguir tocándola a ella o... otra cosa.

—Bueno qué...

Pero se interrumpe. Durante un par de segundos, casi pareció confundida. Algunos Agudos sonríen a hurtadillas y McMurphy se despereza, bosteza y le hace un guiño a Harding. Luego la enfermera, como si nada, vuelve a guardar el cuaderno de bitácora en el cesto, saca otra carpeta, abre y comienza a leer.

—McMurry, Randell Patrick. Internado a petición de la Granja Correccional de Pendleton. Diagnóstico y posible tratamiento. Treinta y cinco años de edad. Soltero. Cruz al Mérito Militar en Corea, por haber encabezado una evasión de un campo de prisioneros comunista. Después, licenciado sin honores, por insubordinación. Sigue a ello todo un historial de riñas callejeras y peleas de bar y una serie de detenciones por Embriaguez, Agresión y Desacato, Perturbación del Orden, reincidencia en la práctica ilegal de juegos de azar y una detención... por Violación.

—¿Violación?

El doctor levanta la cabeza.

—Punible según la ley, con una chica de...

—Bah. No pudieron probarlo —le dice McMurphy al doctor—. La chica no quiso declarar.

—Con una niña de quince años.

—Dijo que tenía diecisiete, doctor, y parecía muy bien dispuesta.

—El examen del médico forense del Juzgado reveló que la niña había sido penetrada, varias veces, el informe establece...

—Tan bien dispuesta, a decir verdad, que tuve que coserme la bragueta.

—La niña se negó a declarar pese al resultado del examen médico. Al parecer hubo intimidación. El acusado salió de la ciudad poco después del juicio.

—Ésa sí que es buena, tuve que irme, doctor, deje que le explique —se inclina hacia adelante, apoya un codo sobre la rodilla y baja la voz para hablarle al doctor a través de la habitación—, esa putilla hubiera acabado por destrozarme antes de alcanzar la edad legal. Acabó pisoteándome y dejándome tirado como una piltrafa.

La enfermera cierra el dossier y se lo pasa al doctor que está al otro lado de la puerta.

—Nuestro nuevo Ingreso, doctor Spivey —tal como si tuviera a un hombre doblado en aquella carpeta amarilla y pudiera pasárselo al otro para que lo examinase.

—Pensé que más tarde podría informarle al respecto, pero dado que parece insistir en llamar la atención en la Reunión de Grupo, podríamos ocuparnos de él aquí mismo.

El doctor tira del cordón y extrae sus gafas del bolsillo del abrigo, se las encaja sobre la nariz. Le resbalan un tanto hacia la derecha, pero él ladea la cabeza hacia la izquierda y las endereza. Mientras va pasando las hojas del dossier sonríe un poco como, si la desenvoltura del recién llegado le picase la curiosidad tanto como a todos los demás, pero, como todos los demás, se cuida de no delatarse y procura no reír. El doctor cierra el dossier cuando termina de leerlo y vuelve a guardarse las gafas en el bolsillo. Mira hacia el lugar donde McMurphy sigue inclinado como escuchándole, a través de la habitación.

—Parece que... ése es todo su... historial psiquiátrico, señor McMurry.

—McMurphy, doctor.

—¿Oh? Me ha parecido... la enfermera dijo...

Vuelve a abrir el dossier, extrae las gafas, examina unos minutos más el historial, luego la cierra y se guarda otra vez las gafas en el bolsillo.

—Sí. McMurphy. Tiene razón. Le ruego me perdone.

—No importa doctor. La culpa es de la señora, ella se equivocó primero. He conocido a gente que tenía tendencia a hacer eso. Un tío mío, que se llamaba Hallahan, salió una vez con una mujer que a cada momento fingía no recordar su nombre y le llamaba Hooligan, sólo para irritarle. La cosa duró varios meses hasta que la metió en cintura. Y lo hizo en serio, ya lo creo.

—¿Oh? ¿Cómo la corrigió? —preguntó el doctor.

McMurphy hace una mueca y se frota la nariz con el pulgar.

—Ah-ah, bueno, no puedo ir pregonándolo. Siempre he guardado el más riguroso secreto sobre el método del tío Hallahan, por si necesito recurrir a él algún día, ¿comprende?

Lo dice con la mirada fija en la enfermera. Ella le devuelve la sonrisa y él mira al doctor.

—Bueno, ¿qué me preguntaba de mi historial, doctor?

—Sí. Estaba pensando si tendría algún antecedente psiquiátrico. ¿Algún análisis, una temporada en otra institución?

—Bueno, si incluimos los calabozos provinciales y locales...

—Instituciones mentales.

—Ah. Si se refiere a eso, no. Es mi primera experiencia. Pero estoy loco, doctor. Le juro que lo estoy. Bueno, a ver... deje que le muestre. Creo que el otro doctor, el del centro de trabajo...

Se levanta, desliza la baraja en el bolsillo de su chaqueta y cruza la sala para inclinarse sobre el hombro del doctor y hojear el dossier que éste tiene en el regazo.

—Creo que escribió algo, al dorso de no sé qué...

—¿Sí? Se me ha pasado por alto. Un momento.

El doctor extrae otra vez las gafas, se las pone y mira donde le indica McMurphy.

—Aquí, doctor. La enfermera se saltó esta parte al resumir mi historial. Donde dice, «El señor McMurphy ha manifestado repetidas», sólo quiero asegurarme de haberlo entendido bien, doctor, «repetidas explosiones temperamentales que sugieren un posible diagnóstico de psicopatía». Me dijo que «psicopatía» significa que riño y jo... —perdón, señora— significa que demuestro excesivo entusiasmo en mis relaciones sexuales. ¿Eso es grave doctor?

Al preguntarlo, aparece en su ancha y tosca cara una mirada tal de infantil preocupación e interés que el doctor no tiene más remedio que inclinar un poco la cabeza, para ocultar una risita, y entonces las gafas pierden el centro de gravedad, resbalan de la nariz y van a parar nuevamente a su bolsillo. Ahora, sonríen también todos los Agudos e incluso algunos Crónicos.

—Me refiero a ese excesivo entusiasmo, doctor, ¿lo ha sufrido usted alguna vez?

El doctor se frota los ojos.

—No, señor McMurphy, debo reconocer que no. Sin embargo, considero interesante que el médico del centro de trabajo añadiera este comentario: «Tener en cuenta la posibilidad de que este hombre esté fingiendo una psicopatía para escapar a la monotonía del trabajo en la granja».

Mira a McMurphy.

—¿Qué dice a eso, señor McMurphy?

—Doctor... —se incorpora en toda su altura, frunce el entrecejo y abre los brazos, en un gesto sincero y honrado dirigido a todo el mundo—, ¿parezco yo un hombre cuerdo?

El doctor está haciendo tales esfuerzos para no volver a reírse que no puede responder. McMurphy gira sobre sí mismo y, apartando la vista del doctor, pregunta otra vez lo mismo a la Gran Enfermera:

—¿Lo parezco?

En vez de responder, ella se levanta, coge el dossier de manos del doctor y vuelve a guardarlo en el cesto, debajo de su reloj. Se sienta de nuevo.

—Doctor, tal vez debería explicar al señor McMurry el funcionamiento de estas Reuniones de Grupo.

—Señora —dice McMurphy—, ¿le he contado lo de mi tío Hallahan y la mujer que pronunciaba mal su nombre?

Ella se queda mirándolo largo rato sin su sonrisa habitual. Tiene la habilidad de convertir su sonrisa en cualquier expresión que decida emplear para impresionar a alguien, pero su aspecto no varía, sigue mostrando una expresión calculada y mecánica destinada a servir sus fines. Por fin dice:

—Le ruego me perdone, Mack-Murphy.

Se vuelve nuevamente hacia la puerta.

—Ahora, doctor, si pudiera explicarle...

El doctor junta las manos y se reclina en la silla.

—Sí. Supongo que, en realidad, ahora que se ha planteado el tema, debería explicarle toda la teoría de nuestra Comunidad Terapéutica. En general, suelo esperar un poco. Sí. Una buena idea, señorita Ratched, una idea estupenda.

—La teoría también, desde luego, doctor, pero yo me refería más bien a la norma según la cual los pacientes deben permanecer sentados mientras dure la reunión.

—Sí. Claro. Después le explicaré la teoría. Señor McMurphy, una de las cosas más importantes es que los pacientes permanezcan sentados durante la sesión. Es la única forma de mantener el orden, ¿comprende?

—Claro, doctor. Sólo me levanté para enseñarle esa anotación de mi dossier.

Vuelve a su silla, se despereza otra vez y bosteza, se sienta y sigue revolviéndose un rato como un perro que intenta acomodarse. Cuando se ha instalado, mira al doctor y espera.

—En cuanto a la teoría...

El doctor emite un largo suspiro de satisfacción.

—¡Joder a la mujer! —dice Ruckly.

McMurphy se tapa la boca con el dorso de la mano y le susurra a Ruckly que está al otro lado de la sala:

—¿La mujer de quién?

Y entonces se levanta la cabeza de Martini, con los ojos muy abiertos, desorbitados.

—Sí —dice—, ¿la mujer de quién? Oh. ¿Ésa? Sí, puedo verla. Síiii.

—Daría un potosí por tener los ojos de ese hombre —dice McMurphy, refiriéndose a Martini, y luego no vuelve a abrir boca en toda la reunión. Se limita a quedarse sentado observando y sin perderse nada de lo que pasa ni palabra de lo que se dice. El doctor se lanza a exponer su teoría hasta que por fin la Gran Enfermera decide que ya ha pasado bastante rato y le pide que se calle para poder seguir con Harding, y se pasan el resto de la reunión hablando de eso.

Un par de veces, McMurphy se incorpora en su silla como si tuviera algo que decir, pero cambia de parecer y vuelve a recostarse. Su rostro va adquiriendo una expresión de asombro. Algo raro sucede aquí, comienza a descubrirlo. No consigue saber exactamente qué es. ¿Por qué no se ríe nadie? Estaba seguro de que se oiría una carcajada cuando le preguntó a Ruckly, «¿La mujer de quién?», pero nada. El aire queda comprimido por las paredes, demasiado hermetismo para una carcajada. Resulta extraño este lugar donde los hombres no se relajan ni ríen, es curiosa su manera de someterse a esa matrona sonriente de cara enharinada con un rojo de labios demasiado intenso y unos senos desmesurados. Y piensa que más vale seguir un rato a la expectativa para ver qué pasa en aquel paraje desconocido antes de intentar ninguna treta. Es una buena norma para un jugador avisado: observar un rato el juego antes de tentar una mano.

He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho ésas son las únicas ocasiones en que toma las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es «chivarse», como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.

Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.

Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuan cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.

Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo. El doctor había concluido su discurso y la enfermera dijo sin más preámbulos:

—Bueno. ¿Quién empieza? Suelten todos sus viejos secretos.

Y todos los Agudos cayeron en un trance cuando se quedó veinte minutos sentada sin decir palabra después de la pregunta, inmóvil como una alarma eléctrica dispuesta a sonar en cualquier momento, aguardando que alguien comenzase a explicar algo sobre sí mismo. Sus ojos iban de uno a otro con la regularidad de un faro. La sala de estar permaneció veinte minutos sumida en un tenso silencio, con todos los pacientes pasmados en sus sitios. Transcurridos esos veinte minutos, la enfermera miró su reloj y dijo:

—¿Es que ninguno de ustedes ha cometido alguna vez un acto que aún no haya admitido? —Extendió la mano hacia el cesto para coger el cuaderno de bitácora—. ¿Quieren que repasemos el historial?

Eso puso en movimiento algún mecanismo, algún artilugio acústico instalado en las paredes, dispuesto para que se pusiera en marcha en el momento en que su boca pronunciara esas palabras. Los Agudos se irguieron. Abrieron la boca al mismo tiempo. Los ojos inquisidores de la enfermera se detuvieron en el primer hombre que atisbaron junto a la pared.

Su boca articuló:

—Robé la recaudación en una gasolinera.

Pasó al siguiente.

—Intenté acostarme con mi hermana pequeña.

Sus ojos señalaron al hombre que venía a continuación; todos fueron saltando como blancos de feria.

—U-na vez... quise acostarme con mi hermano.

—Maté a mi gato cuando tenía seis años. Oh, que Dios me perdone, lo maté a pedradas y dije que había sido el vecino.

—Mentí cuando dije que lo intenté. ¡Me acosté con mi hermana!

¡Yo también! ¡Yo también!

¡Y yo! ¡Y yo!

Había resultado mejor de lo que imaginara. Ahí estaban todos gritando y compitiendo a ver quién decía la mayor atrocidad, y seguían y seguían — imposible detenerlos— seguían contando cosas que luego les harían avergonzarse para siempre ante los demás. La enfermera iba haciendo gestos de aprobación a cada confesión y decía «Eso, eso, eso».

Después el viejo Pete se levantó de un salto.

—¡Estoy cansado! —gritó, con un vigoroso, airado, tono metálico que nadie había oído hasta entonces en su voz.

Todos callaron. Se sentían un poco avergonzados. Como si de pronto el viejo hubiera dicho algo real y verídico y de importancia y hubiera dejado en ridículo todo su infantil griterío. La Gran Enfermera estaba furiosa. Dio media vuelta y le fulminó con la mirada, mientras la sonrisa le chorreaba barbilla abajo; todo iba tan bien.

—Que alguien se ocupe del pobre señor Bancini —dijo.

Se levantaron dos o tres. Intentaron tranquilizarlo, le dieron palmaditas en el hombro. Pero Pete no tenía intención de callar.

—¡Cansado! ¡Cansado! —seguía repitiendo.

Finalmente, la enfermera hizo que uno de los negros lo retirara a la fuerza de la sala de estar. Sin acordarse de que los negros no ejercían ningún control sobre tipos como Pete.

Pete es un Crónico congénito. Aunque no llegó al hospital hasta mucho después de cumplidos los cincuenta, siempre fue un Crónico. Su cabeza presenta dos grandes incisiones, una a cada lado, donde el médico que asistía a su madre en el parto le pinzó en un intento de ayudarle a salir. Pete ya había echado un vistazo y, al ver todos los aparatos que le esperaban en la sala de partos, había comprendido, en cierto modo, en qué mundo iba a nacer y se había aferrado con todas sus fuerzas, en un intento de eludir el nacimiento. El doctor metió la mano y le agarró por la cabeza con un triste par de pinzas de hielo, y le sacó de un tirón, convencido de que todo estaba resuelto. Pero Pete aún tenía la cabeza demasiado tierna, y blanda como la arcilla, y cuando se le endureció, allí estaban las dos señales que le habían hecho las pinzas. Y ello le dejó atontado hasta el punto de que ahora tenía que poner todo su empeño, concentración y fuerza de voluntad para hacer cosas que un crío de seis años podía realizar sin dificultad.

Pero tenía una ventaja: su simpleza de espíritu le salvó de las garras del

Establecimiento. No pudieron ponerlo en un molde. Conque le permitieron ejercer una tarea simple en los ferrocarriles, donde se limitaba a permanecer sentado en una casucha de madera, campo adentro, en un cruce poco transitado y a agitar una lámpara roja al paso de los trenes cuando las agujas estaban en una posición, una lámpara verde cuando estaban en la otra, y una amarilla cuando había un tren un poco más adelante. Y lo hizo con una fuerza vital, visceral, que no lograron eliminar de su cabeza, ahí, solo en aquel cruce. Y nunca le instalaron ningún control.

Por esa razón el negro no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero al pronto el negro no pensó en ello, como tampoco se le ocurrió a la enfermera cuando ordenó que sacaran a Pete de la sala de estar. El negro se le acercó sin rodeos y al igual que se tira de las riendas de un caballo de labor para hacerle dar la vuelta, le retorció el brazo, dirigiéndose a la puerta.

—Venga, Pete. Vamos al dormitorio. Estás molestando a todo el mundo.

Pete se zafó.

—Estoy cansado —dijo en tono de advertencia.

—Venga, hombre, estás armando un follón. Vamos, a la cama y a portarse bien.

—Cansado...

—¡He dicho al dormitorio!

El negro le retorció otra vez el brazo y Pete dejó de menear la cabeza. Se puso muy tieso y sus ojos destellaron con viveza. Pete suele tener los ojos entrecerrados y muy nublados, como si estuvieran llenos de leche, pero en ese momento aparecieron despejados como un neón azul. Y la mano comenzó a hinchársele en el extremo del brazo que sujetaba el negro. El personal y la mayoría de los pacientes estaban charlando entre sí, sin prestar la menor atención a aquel viejo y su conocida cantinela de que estaba cansado, suponían que se había calmado como de costumbre y que pronto continuaría la reunión. No vieron cómo en el extremo del brazo se iba hinchando la mano mientras el viejo abría y cerraba el puño. Sólo yo lo vi. Contemplé cómo se hinchaba y cómo se cerraba el puño, la vi fluir ante mis ojos, aflojarse, endurecerse. Una gran bola de hierro oxidado en el extremo de una cadena. Me quedé mirándola y esperé, mientras el negro le retorcía otra vez el brazo a Pete, empujándolo hacia el dormitorio.

—Oye, dije que debías...

Vio la mano. Intentó esquivarla, al tiempo que decía: —Eres un buen chico, Pete—, pero era un segundo demasiado tarde. Pete hizo oscilar aquella bola de hierro desde la altura de sus rodillas. El negro cayó redondo contra la pared y se quedó allí aplastado, luego resbaló hasta el suelo como si la pared estuviera engrasada. Oí explosiones y cortocircuitos en los tubos instalados en el interior de esa pared y el estucado se resquebrajó justo en el lugar del golpe.

Los otros dos —el enano y el otro negro grande— se quedaron estupefactos. La enfermera chasqueó los dedos y los negros, en un gesto de reflejo, se pusieron en movimiento. El pequeño al lado del otro, como su imagen en un espejo reductor. Casi habían llegado junto a Pete cuando, de pronto, advirtieron lo que debió haber sabido el otro, que Pete no estaba conectado al sistema de control como todos los demás, que no iba a someterse simplemente porque le dieran una orden o le retorcieran el brazo. Si querían llevárselo deberían domeñarlo como si fuese un oso o un toro salvaje y ahora que uno de ellos yacía inconsciente en el suelo, los otros dos negros no querían arriesgarse.

Los dos pensaron lo mismo y al mismo tiempo y se quedaron paralizados, el negro grande y su diminuta imagen, exactamente en la misma posición, con el pie izquierdo en el aire, la mano derecha extendida, a medio camino entre Pete y la Gran Enfermera. Entre aquella bola de hierro que se balanceaba delante y la blanca ira nívea detrás, comenzaron a temblar y a echar humo y pude oír un crujido de engranajes. Podía verles temblar de confusión, como máquinas lanzadas a todo gas pero con el freno puesto.

Pete estaba de pie ahí, en medio de la habitación y balanceaba aquella bola que le colgaba de un costado, completamente ladeado por su peso. Todos se habían quedado mirándole. Escudriñó al negro grande y luego al pequeño y cuando vio que no se acercarían más se volvió hacia los pacientes.

—Lo veis... pura farsa —les dijo—, pura farsa.

La Gran Enfermera se había deslizado de su silla y avanzaba cautelosamente hacia su cesto de mimbre que estaba apoyado contra la puerta.

—Sí, sí, señor Bancini —canturreó—, ahora, cálmese...

—Eso es, pura farsa.

Su voz perdió el vigor metálico y adquirió un tono forzado e imperioso como si no le quedara tiempo para acabar lo que deseaba decir.

—Fijaos bien, yo no puedo hacer nada, no puedo... no lo veis, yo nací muerto. Vosotros no. No nacisteis muertos. Ahhh, ha sido difícil...

Comenzó a llorar. Ya no lograba articular las palabras; abría y cerraba la boca para hablar, pero ya no podía organizar las palabras en frases. Agitó la cabeza para aclararse las ideas e hizo un guiño a los Agudos.

—Ahhh, yo... yo... os digo.

Comenzó a encogerse otra vez y su bola de hierro volvió a recuperar la forma de una mano. La extendía ahuecando la palma como si ofreciera algo a los pacientes.

—Yo no puedo hacer nada. Era un aborto cuando nací. Me insultaron tanto que morí. Nací muerto. No puedo hacer nada. Estoy cansado. Ya no quiero seguir luchando. Vosotros podéis hacer algo. Me insultaron tanto que nací muerto. Para vosotros es fácil. Nací muerto y la vida fue dura. Estoy cansado. Cansado de hablar y de dar la cara. Llevo cincuenta y cinco años muerto.

La Gran Enfermera le acertó desde el otro extremo de la habitación, a través del uniforme verde. Después del pinchazo, se apartó de un salto sin sacar la jeringa que se quedó colgando de los pantalones como una colita de vidrio y acero, mientras el viejo Pete se inclinaba cada vez más hacia adelante, no a resultas de la inyección sino por el esfuerzo; el último par de minutos le habían agotado total y definitivamente, para siempre: bastaba mirarle para comprender que estaba acabado.

Conque la inyección no era en realidad necesaria; su cabeza ya había comenzado a balancearse y tenía los ojos turbios. Cuando la enfermera se le acercó otra vez para recuperar la jeringa estaba tan inclinado que sus lágrimas caían directamente al suelo, sin mojarle la cara, e iban manchando una gran superficie, pues meneaba la cabeza de un lado a otro; salpicones, salpicones que formaban un dibujo regular sobre el piso de la sala de estar, como si lo estuviera bordando.

—Ahhhhh —dijo.

No se movió cuando le sacó la aguja.

Había revivido, tal vez un minuto, en una tentativa de decirnos algo, algo que ninguno de nosotros deseaba oír ni procuró entender, y el esfuerzo le había dejado seco. La inyección en la cadera fue tan inútil como si se la hubiera puesto a un cadáver: faltaba un corazón que la bombease, unas venas que la llevasen a su cabeza, un cerebro que, allí arriba, pudiera sufrir con su veneno. Tanto daría que se la hubieran inyectado a un viejo cadáver reseco.

—Estoy... cansado...

—Vamos. Chicos, creo que no os falta valor, el señor Bancini se acostará como un buen chico.

—... terri-ble cansado.

—Y el Ayudante Williams está volviendo en sí, doctor Spivey. Ocúpese de él, por favor. Mire. Se le ha roto el reloj y tiene un corte en el brazo.

Pete nunca volvió a intentar nada parecido, ni volverá a hacerlo jamás. Ahora, cuando comienza a alborotar durante una reunión y procuran calmarlo, siempre calla. Sigue levantándose de vez en cuando para menear la cabeza y comunicarnos su cansancio, pero ya no lo hace en son de queja ni de excusa ni de advertencia, eso terminó; es como un viejo reloj que con las manecillas torcidas y sin números en la esfera y con la campana herrumbrada y silenciosa, ni nos dice la hora ni acaba de pararse, un viejo e inútil reloj de pared que sigue tictaqueando sin sentido alguno.

Cuando dan las dos, el grupo continúa despedazando al pobre Harding.

A las dos, el doctor comienza a agitarse en su silla. El doctor se siente incómodo en las reuniones, a menos que pueda hablar de su teoría; preferiría pasar el tiempo en su oficina y dibujar gráficas. Se agita y por último carraspea; entonces la enfermera mira su reloj y nos ordena que volvamos a traer las mesas de la sala de baños y que mañana proseguirá la discusión. Los Agudos salen en el acto, de su trance, miran un momento en dirección a Harding. Tienen la cara encendida de vergüenza como si acabaran de comprender que les han tomado el pelo una vez más. Algunos se dirigen a buscar las mesas a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo, otros se acercan a los anaqueles de revistas y manifiestan gran interés por los números atrasados de McCall’s, pero el verdadero propósito de todos ellos es evitar a Harding. Nuevamente han sido manipulados y han acosado a uno de sus amigos como si fuese un criminal y todos ellos han ejercido funciones de fiscal, juez o jurado. Han estado despedazando a un hombre durante cuarenta y cinco minutos, casi como si fuera un placer, y lo han bombardeado a preguntas: ¿Por qué cree que no logra complacer a su dama? ¿Por qué insiste en afirmar que ella nunca ha tenido nada que ver con otros hombres? ¿Cómo espera poder curarse si no responde con sinceridad? Preguntas e insinuaciones que ahora les atormentan; y no desean que su proximidad les haga sentirse aún más incómodos.

Los ojos de McMurphy observaron todos estos movimientos. No se mueve de su silla. Otra vez parece desconcertado. Se queda un rato ahí sentado y contempla a los Agudos mientras con la baraja se rasca la roja perilla, luego acaba por levantarse del sillón, bosteza, se despereza, se rasca el ombligo con el borde de una carta, y después se guarda la baraja en el bolsillo y se acerca al rincón donde Harding se ha quedado solo, como pegado a su silla.

McMurphy se queda mirando a Harding un minuto, luego posa su manaza sobre el respaldo de una silla de madera próxima a él, la hace girar de modo que el respaldo quede frente a Harding y se sienta a horcajadas como si montara un diminuto caballo. Harding no se ha dado cuenta de nada. McMurphy se palpa los bolsillos hasta dar con sus cigarrillos, saca uno y lo enciende; lo sostiene frente a sus ojos y hace un gesto de desagrado al ver la punta mal encendida, se chupa el índice y el pulgar y rectifica el encendido.

Ambos hombres parecen no prestarse atención. Ni siquiera sabría decir si Harding ha advertido la presencia de McMurphy. Harding tiene los delgados hombros muy doblados, como alas verdes, y permanece sentado muy tieso en el borde de la silla, con las manos apretadas entre las rodillas. Mira fijo ante sí y canturrea para sus adentros, procurando mostrarse sereno; pero se muerde los carrillos y ello le presta una curiosa mueca de calavera, que no indica serenidad ni mucho menos.

McMurphy vuelve a encajarse el cigarrillo entre los dientes, cruza las manos sobre el respaldo de la silla y, al tiempo que cierra un ojo para evitar el humo, apoya la barbilla sobre ellas.

—¿Dime, amigo, es así como funcionan habitualmente estas reuniones?

—¿Habitualmente?

Harding interrumpe su canturreo. Ya no se muerde los carrillos, pero sigue con la mirada ante sí, por encima del hombro de McMurphy.

—¿Es éste el procedimiento habitual de estas funciones de Terapia de Grupo? ¿Un hatajo de gallinas en una orgía de picoteos?

Harding vuelve con brusquedad la cabeza y mira fijamente a McMurphy, como si acabara de enterarse de que tiene a alguien sentado delante. Vuelve a morderse los carrillos y, en el centro de la cara, se le marca un surco que podría inducir a pensar que sonríe. Endereza los hombros, se acomoda mejor en la silla y procura mostrarse relajado.

—¿Una «orgía de picotazos»? Me temo que conmigo su singular manera de hablar le servirá de poco, no tengo la menor idea de a qué se refiere.

—Se lo explicaré. —McMurphy alza el tono de voz; aunque parece no prestar atención a los demás Agudos, que escuchan a sus espaldas sus palabras, en realidad van dirigidas a ellos—. El gallinero descubre una mancha de sangre en el plumaje de algún pollo y todos se lanzan a picotearlo, comprende, hasta que dejan al pobre pollo convertido en un montón de huesos, plumas y sangre. Pero lo normal es que con el barullo se manchen otros pollos y entonces les toca a ellos. Y otros se manchan a su vez y son picoteados hasta morir, y así sucesivamente. Oh, una orgía de picotazos puede diezmar a todo un gallinero en cuestión de horas, amigo, lo he visto con mis propios ojos. Un espectáculo terrible. La única manera de evitarlo —tratándose de gallinas— es vendarles los ojos. Para que no vean.

Harding se enlaza una rodilla con sus largos dedos y la atrae hacia sí, mientras se recuesta en la silla.

—Una orgía de picotazos. Una hermosa analogía, sin duda, amigo.

—Para ser sincero, exactamente eso me ha recordado la reunión que acabo de presenciar, compañero. Me ha recordado un corral de sucias gallinas.

—¿Y yo sería el pollo con la mancha de sangre, verdad?

—Así es, compañero.

Siguen lanzándose sonrisas, pero han bajado tanto la voz que tengo que ponerme a barrer más cerca de ellos para poder oírles. Los otros Agudos van aproximándose también.

—¿Y quiere saber algo más, amigo? ¿Quiere saber quién da el primer picotazo?

Harding espera que siga hablando.

—Ella, la enfermera.

Por encima del silencio se oye un gemido de terror. Oigo cómo se encasquilla la maquinaria de las paredes y cómo luego, sigue funcionando. A Harding le cuesta lo suyo mantener quietas las manos, pero sigue procurando mostrarse sereno.

—Conque eso es —dice—, un procedimiento tan estúpidamente sencillo. Lleva seis horas en nuestra galería y ya ha logrado simplificar toda la obra de Freud, Jung y Maxwell Jones y la ha sintetizado en una analogía: es una «orgía de picotazos».

—No estoy hablando de Fred, Yong y Maxwell Jones, amigo, sólo estoy hablando de esa asquerosa reunión y de lo que esa enfermera y esos desgraciados acaban de hacerte. Y con saña.

—¿Lo que me han hecho?

—Eso es, lo que te han hecho. Te han hecho todo lo que han podido. Por delante y por detrás. Algo debes haber hecho tú para ganarte tal caterva de enemigos en un lugar como éste, amigo, porque lo que está claro es que son muchos los que te tienen manía.

—Pero, es increíble. ¿No tiene en cuenta para nada, absolutamente para nada, que lo que los chicos han hecho hoy es por mi propio bien? ¿Que todos los problemas o discusiones que plantean la señorita Ratched o el resto del equipo obedecen a una finalidad exclusivamente terapéutica? No debe haber escuchado ni una palabra de la teoría del doctor Spivey sobre la Comunidad Terapéutica y si lo hizo, su poca formación no le permitió comprenderla. Me ha decepcionado, amigo, oh, me ha decepcionado mucho. Nuestra charla de esta mañana me había hecho suponer que era más inteligente: tal vez algo patán, un vulgar fanfarrón con menos sensibilidad que un ganso, sin duda, pero a pesar de todo inteligente. Sin embargo, aunque suelo ser observador y perspicaz, a veces también me equivoco.

—Vete al diablo.

—Oh, claro; me olvidaba de decirle que esta mañana también he tomado nota de su primitiva brutalidad. Un psicópata con claras inclinaciones sádicas, resultado, con toda probabilidad, de una irracional egomanía. Sí. Con tanto talento natural, sin duda puede erigirse en competente terapeuta, capacitado a la perfección para criticar el procedimiento que emplea la señorita Ratched en sus reuniones, pese a que ella es una enfermera psiquiátrica muy reputada, con veinte años de experiencia. Sí, con su talento, amigo, podría efectuar milagros en el subconsciente, calmar al ello dolorido y curar al superego herido. Es probable que consiguiera curar a toda la galería, Vegetales incluidos, en sólo seis meses, damas y caballeros, o les será reembolsado su dinero.

En vez de entrar en la discusión, McMurphy se limita a mirar fijamente a Harding y por fin pregunta en tono impersonal:

—¿De verdad cree que la farsa celebrada en la reunión de hoy puede contribuir a curarle, puede hacerle algún bien?

—¿Por qué íbamos a someternos a ello si no, querido amigo? El personal está tan interesado en que sanemos como nosotros mismos. Es posible que la señorita Ratched sea una mujer madura algo estricta, pero no es una especie de monstruo del gallinero, cuyos sádicos propósitos sean sacarnos los ojos. ¿No pensará así de ella, verdad?

—No, amigo, eso no. No quiere sacarle los ojos. No es eso lo que busca.

Harding se estremece y veo que sus manos comienzan a asomar entre sus rodillas, que se arrastran como arañas blancas entre dos ramas cubiertas de musgo, y que van subiendo por las ramas hacia el tronco que las une.

—¿Los ojos no? —dice—. ¿Podría decirnos, entonces, qué busca la señorita Ratched?

McMurphy hace una mueca.

—¿Pero, no lo sabe, amigo?

—No, ¡claro que no! Quiero decir si insis...

—Quiere arrancarle las pelotas, compañero, sus queridas pelotas.

Las arañas llegan  a la juntura del tronco y ahí se quedan, temblorosas. Harding intenta sonreír, pero tiene la cara y los labios  tan pálidos que la sonrisa se difumina. Mira con fijeza a McMurphy. Éste se quita el cigarrillo de la boca y repite lo que acaba de decir.

—Las pelotas, ni más ni menos. No, esa enfermera no es una especie de monstruosa gallina, amigo, es una capadora. He conocido a miles como ella, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Los he visto por todo el país y en muchas casas; gente que intenta desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas, vivir según sus dictados. Y la mejor forma de conseguirlo, de doblegar a alguien, es cogerle por donde más duele. ¿Nunca te han dado una patada en los huevos en una pelea, amigo? ¿Te deja frío, verdad? Es lo peor que hay. Te da náuseas, te deja sin fuerzas. Cuando te enfrentas con un tipo que quiere doblegarte a base de que tú pierdas terreno en vez de intentar ganarlo él, cuidado con su rodilla, seguro que intentará darte en las partes. Y eso es lo que hace esa urraca, intenta darte en las partes.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...