sábado, 20 de agosto de 2022

Ataraxia


La paz de la pastilla ha vuelto a mí. No es que no haya cosas por las qué protestar, pero yo ya no me sublevo. Dejar hacer, dejar pasar hasta que yo sea el arrollado. No me importa: es la paz de la pastilla, la ataraxia inducida que calma mi cerebro y mi conciencia. Las cosas no están bien, lo sé. Yo no estoy bien, también lo sé. Sólo es que ya no importa. Ladren, maten, mutilen, asesinen, roben, incendien, corrómpanse, prostitúyanse, ocúltense o dispárense que a mí eso no me afecta. ¡Ah, se siente uno tan bien con la pastilla!, ¡Se resigna uno tan fácil al generalizado desmadre de la ciudad y el mundo! Ambos podrían desaparecer, junto con uno, y sería algo tan sin importancia como el estallido de una estrella a millones de años luz. No es que los laboratorios no lucren con las pastillas, es que no importa. Todo el que puede lucra y yo pago mi cuota. Mis ojos son ya como los de los muertos: están abiertos, pero no ven. Mis oídos no oyen, mi piel no siente, el agua no me sabe, mi nariz es indiferente a los olores. Se acabó el juicio moral. Ya no señalo a nadie, ni a mí mismo. Es la paz de la pastilla que me reduce a mis funciones básicas. Mientras mis necesidades estén cubiertas ¡que arda el mundo!, no es mi asunto. Pensándolo bien, cualquier historiador puede decirlo, siempre ha sido así. O peor. Esta paz, en medio del pandemónium, bien vale el precio de la pastilla. Otro lo dijo antes que yo: abandonar el mundo a sus disputas. Y él no tenía la pastilla. Lo único malo es que lo dijo antes de morir. O alguien lo dijo por él, ya estando muerto. La pastilla quita el miedo tanto a la vida como a la muerte, quita el miedo a los otros y a uno mismo. ¿Cuándo no ha sido así? Todo el que puede se hace a un lado. El médico fue claro: si las crisis no remiten, hay que duplicar la dosis. Y eso es lo que hago. Doblo la dosis y duermo como un santo. Y nada sobresalta mi vigilia. Ni siquiera las noticias del mediodía o de la noche. No quería hacer una loa de la pastilla, pero se siente uno tan bien… deveras bien. Una vez que se la prueba… ya no se puede prescindir de ella.

jueves, 18 de agosto de 2022

La respuesta a la adicción

 



Puede parecer inviable pero no lo es. El único argumento lo suficientemente fuerte para convertir a un adicto es el amor incondicional y sostenido. La palabra respaldada por los hechos.

miércoles, 17 de agosto de 2022

Escalas y proporciones

 



No importa la inconmensurabilidad del universo, nuestra pequeñez, nuestra insignificancia cósmica; nuestros problemas son a escala humana, hechos a nuestra medida, y nos corresponde atenderlos, independientemente de los resultados.




lunes, 1 de agosto de 2022

Hay maneras y maneras

 


Los ricos no sé, que lo digan ellos. Pero los pobres, entre los que me cuento y siempre he vivido, son un horror. Tengo cien ejemplos, pero basta con contar la amenaza presente. Apenas el sábado pasado, es decir, antier, unos fuertes e insistentes golpes en la reja a mediodía me sacaron de mi cuarto. Desde medio patio vi la figura del hombre que golpeaba mi reja, llamando. Le pregunté qué quería, pero no entendí lo que dijo. A mis espaldas mi madre me decía en voz alta: “no le des nada”. Supuse que ya lo conocía. Yo proseguí y me acerqué a la reja. Repetí la pregunta. Me dijo: “Yo chapeo”. Llevaba en la mano izquierda un machete cuyo filo estaba apenas envuelto en un trapo. Le dije que ya teníamos una persona para eso y a mis espaldas estaba el patio medio ajardinado, medio salvaje, con algunas plantas rastreras crecidas cuyos nombres desconozco. Sin mediar más, el hombre soltó a bocajarro, con voz demandante, sin humildad, una exigencia: “Dame 10 pesos”. No estoy seguro si fue el tono de voz, el machete amenazante o no sé que el caso es que respondí, también con brusquedad: “Espérate”. Tengo un bol de plástico donde guardo la morralla. Hacía tiempo, no recuerdo quién, me dio envueltas en cintas de aislar un paquetito de diez moneditas de 50 centavos. Dado su escaso uso y valor no había yo, hasta entonces, sabido que hacer con ellas. Así que ese mediodía, sin saber por qué, tomé la torrecilla de monedas y volví a salir, llegué hasta la reja y se la di al hombre pasándosela entre los barrotes de la reja. El miró el paquete, supongo que lo sopesó y preguntó con voz ronca: “¿son diez pesos?”. Tras darle el paquetito, yo ya me había dado la vuelta y emprendido el camino de regreso a la casa. Lo escuché, pero no le contesté. Ya en la puerta volteé a ver y constaté que ya se había ido. No, no le dije que sólo eran cinco y que si se los di fue sólo para deshacerme del inútil paquetito, más estorboso que valioso. Otros indigentes pasan por mi reja para pedir una ayuda, pero piden con humildad y se despiden bendiciendo. No fue el caso de este hombre que, quizás amparado en el valor que le da su machete, no pide, exige. Y dicen, y dicen bien, que en la forma de pedir está el dar.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...