Eran los
lluviosos días de otoño. El frío nocturno, que siempre había disfrutado, ahora
tenía un efecto extraño en Isabel: le dejaba la sensación de no alcanzar el
sueño profundo. Se pasaba las horas en duermevela y andaba toda la jornada
diurna como si no tocara suelo. La noche anterior había sido así.
Durante el
día se atareó en sus quehaceres domésticos y, ya cerca de la medianoche, se
acostó en la cama y comenzó a hojear distraídamente el periódico. Una inmensa
foto en la portada mostraba en primer plano los macizos de flores de los
vendedores a la entrada del panteón. Era 2 de noviembre, Día de Muertos.
Se abstrajo
tanto en el amarillo, el naranja, el rojo, el verde de las plantas, que de
repente le llegó al olfato el olor penetrante de los cempasúchiles y, un poco
más tenue, el de la Mano de León. Le sorprendió el hecho, pero lo minimizó,
pensando que era una ilusión de su cerebro insomne.
Siguió
leyendo. Unas 60 mil personas visitarían durante el día los camposantos
locales. No estaría entre ellas. Pensó vagamente en su matrimonio sin hijos, en
Abel, su esposo muerto muy joven en servicio, hacía ya casi 25 años. No
recordaba ni el sitio de la tumba. La última vez que fue se perdió entre los
vericuetos del cementerio y dio por concluido el asunto.
Hizo a un
lado sus pensamientos sacudiendo la cabeza y volvió a la lectura del diario.
Pasó una página y otra página, pero nada de lo que leía le interesaba. En
cambio, le llamaron la atención algunos anuncios. Vio el de una zapatería y,
con mayor intensidad que antes, le llegó a la nariz el tufo a calzado nuevo.
-¡Bueno!- se dijo-
esto ya es inaceptable-. Seguramente era su mal dormir, su falta de sueño. Aun
así, quiso probar. Cerró los ojos y pasó los dedos sobre la imagen del par de
zapatos masculinos. Lenta, pero claramente, fue sintiendo el aterciopelado
de la gamuza, nuevamente el olor a cuero.Inquieta y
no, dio vuelta a la página. El desplegado a doble plana de una mueblería inundó
la habitación con olor a caoba, cedro, pino. Pasó los dedos sobre las páginas
lustrosas, los retiró, los frotó unos contra otros y los encontró pegajosos; se
los llevó a la nariz y corroboró: era resina. ¡No lo podía creer!
-¡Hacía ya
tanto tiempo…!
Al aventar el
periódico sobre la cama vio desprenderse de la portada algunas olorosas hojitas
de cempasúchil. Las recogió, las estrujó, las olió y tomó su decisión. Se
acomodó la bata, se atusó el pelo, se dio un vistazo rápido en el espejo –se
encontró pasablemente guapa a sus 50-, abandonó la recámara y se dirigió a la
sala, donde tenía su altar de muertos.
Desde una
foto antigua –sepia por el tiempo–, la miraba de cuerpo entero el joven militar
que había sido su marido. A la débil cintilación de la luz de las veladoras
tomó el retrato, se acomodó en el sofá y cerró los ojos. Acarició sutilmente la
superficie de la imagen y, poco a poco, muy tenuemente al principio, le fue
llegando el olor a la colonia del extinto. Comenzó a percibir en las yemas de
los dedos la suavidad del rostro, la sedosidad del cabello, las callosidades de
las manos.
Palpó la
urdimbre del uniforme al extender sus exploraciones por el tórax, los brazos y
las piernas; se demoró en la palpitante tibieza de la ingle… Súbitamente,
una garra se apoderó de su pecho.
Sorprendida,
abrió los ojos y rompió el hechizo: para ella y para él. Aunque reconocible,
Abel encontró a su exmujer vieja y ajada, sin encantos. Retiró lentamente la
mano de su seno, lanzó una mirada de circunstancia a la sala, al altar de
muertos, a la foto que sostenía la mujer y comprendió de golpe.
Una frase
alcanzó a escupir el miliciano:
-Igualita a
tu madre. ¡Bruja!
Ella,
iracunda, rompió el retrato.
Y Abel se
disipó en el aire.