lunes, 27 de abril de 2020

Este frasquito no, Alicia

-Este frasquito no, Alicia
-¿Y por qué no?
-Porque éste no sirve para hacerte más grande ni más pequeña. No te ayudará a salir de aquí.
-¿Para qué sirve entonces?
-Sirve para desaparecer.
-¿Y a dónde vas cuando desapareces?
-A ninguna parte. Sólo desapareces y ya.
-¿Y si me dieras sólo la mitad?
-No sé qué pasaría. Podría desaparecer tu parte izquierda o tu parte derecha. O tu parte de arriba o la de abajo. O tu parte de adentro o la de afuera. No creo que sea buena idea.
-¿Y porqué no lo haz tomado?
-Porque estoy loco.
-¿Cómo entiendo eso? Se supone que aquí todos lo estamos. Es requisito.
-Lo guardo para cuando enferme de cordura. Sólo locos podemos soportar esta realidad intolerable. Mientras esté loco puedo resistir, pero cuando me vuelva cuerdo no podré soportarlo más, me conozco bien. Lo guardo para entonces, Alicia. Para entonces.

lunes, 20 de abril de 2020

También aquí amanece


Y gracias
a la fecha,
o a pesar de ella,
también aquí,
también aquí amanece,
 y también hay árboles
y pájaros en los árboles
y trinos y gorjeos en los pájaros
y perros como peatones
o encerrados en los patios
y ladridos en la garganta de los perros
y el chirriiiiiiiido de un coche que derrapa,
sólo derrapa…
Voz, voces, de los predios vecinos
o en la arteria abierta de la calle.
Todo llega hasta mí,
hasta mi cuarto,
en el aire que se cuela
por mi ventana
a medias abierta…
Sonidos, ondas, vibraciones
que no pretendo descifrar.
Hoy, por lo menos hoy,
no son señales ominosas…


Mexamérica: una cultura naciendo


Primera edición: agosto, 2017
D.R. © Fey Berman
D.R. © 2017, Comunicación e Información, S.A. de C.V.
edicionesproceso@proceso.com.mx
Impreso en México / Printed in Mexico.



El milagro de la comprensión
Sumando varias perspectivas, 
varios sistemas de referencia; 
reduciendo unos sistemas a otros; 
teniendo en cuenta la relatividad de todos ellos, 
y su interdependencia para un ojo omnipresente 
que acertara a mirar el cuadro desde todos los ángulos a la vez, 
nos acercaremos al milagro de la comprensión.

Pasado Inmediato
Alfonso Reyes/1942

En pocas palabras, el fenómeno mexamericano es resultado de la diáspora
más grande del planeta. No exagero: la diáspora más grande de la historia en el planeta.

Fey Berman

¿Cómo logra Fey Berman, quien se asume como mexamericana, lograr un retrato integral (o “casi”, que es, desde luego, solo un término prudencial porque probablemente existan otras interpretaciones, otros puntos de vista, que pudieran matizar o divergir de sus asertos), “(…) el milagro de la comprensión” del que habla Alfonso Reyes? Sencillo: 30 años viviendo en los Estados Unidos de América, una maestría y un doctorado en artes por la Universidad de Nueva York, y una continuada, exhaustiva, comprometida labor periodística y de investigación en la última década, y su amor y empatía –no tengamos miedo de usar estas palabras-, por su comunidad, confirman su derecho y le dan la autoridad académica para hablar de su mexamericanidad, puesto que, insertada en ella, mejor la ha estudiado y es la que mejor conoce.
De entrada, Fey nos sitúa en el hoy y el ahora de su comunidad:
“Son tiempos difíciles para los mexamericanos. Tiempos en que una narrativa llena de odio y sustentada en la ignorancia nos describe como criminales y como ladrones de empleos. Una retórica que, además de falsa, nos simplifica: da a entender que somos una masa uniforme, uno idéntico al otro, y que podemos ser fácilmente definidos con una simpleza anecdótica: “son mexicanos que cruzaron la frontera para trabajar en los EUA”. Porque somos muy diversos, porque el cruce de la frontera, legal o ilegal, es apenas un detalle de lo que somos y en lo que nos hemos ido convirtiendo, porque somos de cierto participantes de una cultura naciente, y distinguible, decidí publicar este libro de ensayos acerca de la presencia mexicana en Estados Unidos. Un tema que, por cierto, hasta ahora ha sido escasamente abordado”.

Lunes

El día se palpa frío.
¿La claridad? Meridiana.
Es inicio de semana
y adivino calmo al río.
Afuera el jardín umbrío
y su alfombra de hojas muertas...
Pasadas causas inciertas,
ayer o anteayer ha hablado:
no se había comunicado
porque su cel le fallaba.
¿Qué tal yo, qué cómo estaba?
Calmo, un remanso triste
al margen de la corriente…
Dijo que hoy, tal vez, vendría
a pasar conmigo el día.
Mas conozco sus promesas
que llegan como remesas
en muy postergadas fechas;
pero hoy no estoy para endechas
y por más fiel compañero
tomo el café mañanero
de un cigarro acompañado.
Corazón que ya ha olvidado
de Cupido, ardor y flechas.



La muerte de Miguel Páramo

Caballo desbocado en la pradera,
de los perros aullidos y ladridos,
atorados los pies en los estribos
se aproxima el muchacho a la ladera.

Las bridas no controlan la carrera
y en la niebla los ojos detenidos,
ojos claros de oscuridá ateridos,
grita un grito que ya no acepta espera.

De piedra el lienzo, ya Miguel caído,
agoniza al igual que su caballo,
balbuce una oración y el alma exhala.

No es más que otro fantasma de Comala,
fantasma entre fantasmas me lo hallo,
del pueblo no se irá y aún no se ha ido.

Heráclito


I
Si no se baña dos veces
el hombre en el mismo río,
por lo que toca a amoríos
¡qué caídas y reveses!
Cuando no creces, decreces,
es ley de naturaleza…
Se necesita entereza
al percatarse aún en vida,
que solo hay una partida
juegues o no con destreza.

II
Me río de mi torpeza:
mi madurez relativa
ha veces queda cautiva
de una escrita ligereza.
Por decirlo con llaneza,
me prendo de una minucia…
Mas luego me dice astucia
que el autor de tal escrito
se vería muy contrito
junto a mis claveles fucsia.

III
Si Heráclito tiene razón
y nada pasa dos veces,
ya recibirá con creces
enseñanza a su sinrazón.
Y no ha de ser su corazón,
sino su edad, la maestra…
El tiempo con mano diestra
se lo dirá en su momento,
la madurez no es tormento:
yo soy el botón de muestra.

Fata Morgana

Paso de la ebriedad a la locura,
venenos que la realidad secreta,
mas lo hace de manera tan discreta
que a la vida disfraza de cordura.

Una vez descubierta la impostura,
ebriedad y locura se hacen treta:
cegarme a la ilusión que se concreta
en hueso, carne y sangre, arquitectura

feble que se entrelaza y desfigura.
Y nominan ‘amor’ la enredadera:
estrellas, flores, peces, desmesura

de perfume y color, la vil quimera
en pasarela finge una hermosura
llamada juventud o primavera.

domingo, 19 de abril de 2020

Teseo y el Minotauro

No fue tan larga ni oscura
mi incursión al laberinto
do esperaba el variopinto
-mitad hombre, mitad miura-
monstruo oculto en la espesura
de algún pasillo sucinto
en su enredado recinto
de mármoles sin fisura.
Ver y embestir mi figura,
impulsado por su instinto,
en sangre lo dejó tinto:
mi espada tajó segura.
Uncida a un muro clausura
-(en celda que ya precinto)-
horror antiguo, ahora extinto:
su testa… y su catadura.


jueves, 16 de abril de 2020

Souvenir

Yo no he prometido nada
mas te dejo de recuerdo
si estás de común acuerdo
en torzal de oro engarzada
una perla que forjada
en la ostra costanera
es una muestra señera
del amor que nos tuvimos
y que si hoy nos despedimos
es porque el amor no muera.

Argos


No sé si con razón o sin ella, pero siempre me había sentido como un monstruo. En realidad, creo que sólo era cándida, estúpida. Pero todas mis simpatías infantiles, cuando leía un comic, mi empatía por las canciones y las películas tristes de mi adolescencia, mi solidaridad con los personajes marginales y extremos me ponían siempre del lado de los condenados, los malditos, los perdedores. Con los villanos desaforados que estaban eternamente enfrentando héroes que, previsiblemente, siempre ganaban. Me resultaba fácil identificarme con ellos, sufrir con ellos, perder con ellos. Por eso, cuando Argos apareció en la puerta de mi casa ofreciéndome un ramo de rosas, me venció la compasión: la vida me cortejaba me cotejaba - con un monstruo de verdad, y no con uno cualquiera, sino con uno que, con sus múltiples ojos, me veía tanto por dentro como por fuera. Y como me veía por entero, me entendía por entero. Al menos eso pensaba yo. Ese mismo día me fui con él. No me interesaba saber a dónde me llevaba. En él se cumplían mis fantasías y mis esperanzas. Fueron largas las horas de interminable carretera: una recta infinita que con su señalética infinitamente recta me durmió en sus hombros. Me encontraron muerta y cegada en el cuarto de un motel. Argos me había arrancado los ojos y, supongo que cuidadosamente, los incrustó en su propio cuerpo. En las sienes de su cabeza. Ahora siento y pienso sólo con estos ojos, que ya no son míos, sino de Argos. Es mi función vigilar lo que sucede a su izquierda y a su derecha. No duermo nunca. Él no me lo permite. Ahora mismo estamos entrando en una florería. Ha comprado un ramo de alcatraces. Pronto, engalanado y dueño de mis ojos, estamos tocando suave, delicadamente, como lo hace todo pretendiente, en otra puerta. Parece que ahora quiere ornamentar las plantas de sus pies. Yo pienso en su corpachón inmenso, y no puedo evitar sentir una infinita lástima por la muchacha torpe, ingenua, atolondrada que nos abre su reja.

O...


Quizás ese fue mi yerro,
no aquilatar tu presencia,
porque ahora con tu ausencia
más se ahonda mi destierro.
Y aunque la cama es de hierro
en sus dimensiones crece...
... o sólo me lo parece:
seguro es que en el recuerdo
si un sólo lunar te pierdo
es mi ser que empequeñece.

Mi doble

Te encontré en la cantina, naturalmente. Idénticos como dos gotas de agua. Lo más natural, después de la sorpresa, fue compartir la misma mesa. Brindar, reconocernos, hacernos las confidencias de rigor y descubrir que nuestra experiencia y hojas de vida eran iguales. Uno de los dos era un espejo del otro, pero ¿quién? Varias copas después estábamos abrazados y cantando. Unas más y lloramos juntos. Cuando ya de madrugada cerraron el bar te invité a mi (nuestro) departamento. El café y la luz del alba nos espabilaron. Uno de los dos tenía que morir: no tenía sentido replicar el interminable perjuicio. Lo echamos a la suerte. Tú perdiste. Lloré cada una de las páginas de mis memorias a medida que iban cayendo en la chimenea.



lunes, 13 de abril de 2020

El jardín de la señora Murakami.

Título: El jardín de la señora Murakami
Autor: Mario Bellatin
Editorial: Tusquets Editores México
Lugar de edición: México, D.F.
Año de edición: Agosto/2014
No. de páginas: 107 pp.


Llevar la cara desnuda es mala señal.
La señorita Izu

Los riesgos de la inteligencia ante la astucia
Narrada por Mario Bellatín con un distanciamiento calculado que sobrecoge, con una prosa exacta, sobria, perfecta como los estilizados, parcos y sublimes elementos que componen El jardín de la señora Murakami, ésta, mucho más que una novela, es la fría y tajante advertencia de que la sola inteligencia, inadvertida e ingenua, caerá siempre brutalmente vencida ante una astucia que busca y logra avasallarla. Quizás aquí, la palabra castellana 'astucia', que sugiere una habilidad teñida de malicia, pero habilidad que no deja de ser humana a fin de cuentas, debería ser remplazada por el término inglés 'sly', referido a la capacidad puramente animal de emboscar, sitiar, someter y destruir a su presa con una sevicia absolutamente privada de escrúpulos. Que de eso trata esta pequeña gran obra maestra de exactas cien páginas, más una esclarecedora addenda de cinco: la cacería despiadada de la intelectualmente sobredotada señorita Izu, estudiante universitaria de Teoría del Arte, finalmente reducida a la condición de esposa-sierva del poderoso y maduro señor Murakami, porque se atrevió, en un agudo y acertado ensayo, a criticar sin miramientos las inconsistencias de la más prestigiada colección de arte de la ciudad, humillando de paso, sin pretenderlo, a su rico propietario, el señor Murakami, que con resentimiento y odio contenidos, inicia la trama de su venganza, que no tiene otro objetivo que silenciarla y anularla.



Amores a tarifa variable


Qué te habrás hecho, amor, qué te habrás hecho,
qué de la miel quemada de tus ojos;
aún mi piel guarda de tu piel antojos
y mi ansiedad de ti no tiene techo.

Como la tarde, amor, estoy desecho...
Ya las estrellas son del día cerrojos,
luminarias que de la noche abrojos
alojamiento encuentran en mi pecho.

Dónde habitas, amor, en dónde habitas,
en qué lechos subastas tu maestría,
con quién, amor, que no soy yo, cohabitas.

Y que no me haya muerto todavía,
en coitus interruptus de mis cuitas,
no sé si es esperanza o cobardía.

Me dicen...


...que nadie tiene mis huellas dactilares.
...nadie, el iris de mis ojos.
...nadie, las huellas de mis pies sobre la arena.
...nadie, el follaje del árbol dentro de mi cabeza.
...que el glifo de mi corazón es intraducible a ninguna lengua conocida, viva o muerta.
...que soy una singularidad, una rareza.
...una disidencia de todo y del todo.
...pero puesto que soy, también disiento de la nada.
...alguien incluso dudó que fuera humano.
...otro añadió que pudiera no pertenecer a este planeta.
...en una palabra: que no tengo semejantes, que estoy absolutamente solo.
Dicho lo dicho no pude contenerme: me solté a llorar desconsoladamente.
Eso los desconcertó: me parecía tanto a los demás cuando lloraba...
Pero no fue suficiente. Me pidieron amablemente que me fuera.
Que desapareciera de sus vidas.
Ya he dejado de llorar. Sólo me queda la tristeza.
Busco un refugio.
Estoy pensando en un desierto, una isla, una caverna...

Trampantojo


Trampantojo

No hay peor ciego que el que no quiere ver. ¿O el que no puede ver? Decidan ustedes. El caso es que un día desperté, calenté una taza de café y me puse a leer mi periódico. Digo "mi periódico" porque ahí es donde trabajaba. Una nota llamó mi atención. Por una cuestión que no recuerdo hubo un desacuerdo entre un grupo de colonos y se armó una trifulca sin víctimas de consideración. Pero una de las fotos y su pie, despertaron, primero, mi indignación profesional y, segundo, una inquietud, una duda, una incertidumbre. El pie decía, aproximadamente, pero sin lugar a dudas que, en el enfrentamiento, hasta "una pobre anciana había sido agredida violentamente por una joven". El punto chocante del asunto era que la fotografía, en blanco y negro, mostraba exactamente lo contrario: una anciana con el pelo entrecano, con un vestido claro, ubicada detrás de una joven, la tironeaba del pelo. Un absoluto divorcio entre la realidad fija de la imagen y el pie de foto. La imagen refutando taxativamente lo que el pie decía. ¿Cómo explicar este error puramente periodístico, pero inquietante por lo que implicaba? Entiendo que diferentes zonas del cerebro controlan diferentes sentidos y habilidades del cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el tacto, el gusto, el habla, el movimiento de nuestras extremidades, etc., etc. La pregunta es ¿el fotógrafo que tomó la foto y escribió el pie contradictorio tenía bien conectadas las zonas cerebrales que van de la vista a las zonas que controlan el raciocinio y la conciencia, que le hubieran permitido interpretar correctamente la realidad que fotografió?  Hoy la neurociencia nos dice que, en nuestra percepción de la realidad, el ojo, la vista, representan sólo el 20 por ciento. El otro 80 por ciento es la interpretación que hace el cerebro de lo que los ojos, la vista, le hacen llegar. Inquietante. El punto es que el fotógrafo entregó fotos y pies al reportero que tampoco notó el garrafal dislate. El reportero entregó el material al editor(a) que tampoco lo notó. Las jefaturas de redacción e información tampoco lo notaron. Y así se publicó. Y así aparecía en el periódico que en ese momento yo tenía entre las manos. Pero yo noté el dislate. ¿Y los lectores con qué se quedaron?, ¿con la información pura y dura de la imagen, una anciana violentando a una joven, o con el pie contradictorio que “describía” a una joven violentando a una anciana? No tengo la respuesta. Pero si malinterpretaron el fotógrafo, el reportero, el editor(a), las jefaturas de redacción e información ¿por qué no habrían de hacerlo también los lectores? Me sentí en un mundo poblado posiblemente por ciegos, por una mayoría hipnotizada por el poder de la palabra, oral o escrita. Yo estaba confundido.

Sé que en los ojos hay un punto ciego y que el cerebro nos engaña. A la manera de un programa de diseño que toma los píxeles que lo rodean y "cubre" ese punto ciego mostrándonos un panorama “completo”

Podría haber una explicación psicologista más simple: si tomas a una persona cualquiera, como muestra, y le cuentas que has visto pelear a una mujer joven y a una anciana, y no le cuentas el resultado de la pelea, la persona dirá, casi seguramente: ¡Pobre viejita! Quizás eso pasó con el fotógrafo, el reportero y todos los demás filtros periodísticos: es inviable que una anciana venza a una joven y dieron por hecho lo contrario: que la joven había agredido a la anciana, contra la tajante evidencia de la foto.

911


Y este 6 de febrero 
tan igual al 5, al 4, al 3, al 2, al 1
Soleados días invernales
que no rompen la anhedonia
Estos bolsillos vacíos
Estas tarjetas sin saldo
Este no desear nada ni a nadie
Esta iluminación que no es Nirvana
Este momento al que sucede otro momento
en el que no sucede nada
Este dejar hacer dejar pasar
Este valemadrismo
Este olvidar religión ideología raza nación
Máscaras que cayeron al camino
y no vale la pena fabricarse otra
Esta pérdida de móviles de acción
Esta carencia de dopamina o litio en el cerebro...
Estos ojos  oscuros que lo tiñen todo de gris neutro
porque Dios maldijo esta Babel
y ya no queda nadie que entienda
que todo camino es laberinto
Y que haya un Minotauro o no,
tampoco importa...

jueves, 9 de abril de 2020

Arenas

Y yo aquí, en el desierto, edificando con arenas una realidad alterna. Porque todo lo que tengo es desierto y desmesura. Y necesito algo más que este espejismo. Erijo ciudades y las pueblo de fuentes donde mis sedientas criaturas sacian su insaciable sed de arena seca mientras el viento las deshace, las desgasta y las devuelve sabiamente a las inconstantes dunas. Me escondo de mis creaciones efímeras, meras errancias en el tiempo, por si alguna de ellas me topara y, tomandome por Dios, me preguntara el porqué y el para qué de su sed de saber y su existencia. Y qué fracaso y qué vergüenza contestarle que, respecto a mí, formulo idénticas preguntas y no tengo respuestas para nadie. Y entonces sentiría compasión de ellas y culpa por haberlas creado. Por eso me escondo, por eso me oculto y me limito a mirarlas desde lejos. No puedo enmendar mi error, sólo puedo prometer no repetirlo. Y no sé si cumpliré. Entiendan ustedes: aquí la soledad es grande como la insolación y el frío. Como el desierto mismo, como mi corazón de arena.

martes, 7 de abril de 2020

La ventana azul

Este horror comenzó cuando mi amigo Satyakama -sabiendo de mi afición por eldibujo y la pintura-, me envió desde el Norte de la India un juego de crayones. En lapostal que adjuntó, me dijo que los había comprado en un bazar estacional, al que acudían santones, gurús de toda la región a bendecir a los marchantes y a pronunciar sus mantras sobre los productos a la venta. Se ganaban así unas rupias.

A lo ancho de la caja que los contenía había una abertura cilíndrica, pero protegida por un celofán, para que uno pudiera ver, sin abrir el paquete, los brillantes colores. Las instrucciones venían dadas en Hindi, por lo que si había alguna advertencia sobre su uso, naturalmente yo no pude enterarme.

Monte Taigeto

Tenías tus razones para odiarlo.
Como tú, era pobre desde siempre. Como las demás, no tuviste libertad para elegir.
Lo repudiaste desde el principio. Y él respondió con su violencia de hombre,
forzándote cuantas veces quiso, hasta preñarte. Comprendo que buscaras
venganza. Ingeriste el brebaje que preparó la comadrona y a mí me hizo efecto, tal
como lo habías planeado.
Pero cuando escuchaste mi primer grito, cuando me viste por primera vez, te llegó,
tardío como llega siempre, el arrepentimiento. Te horrorizaste del tamaño de tu
crimen.
Mi padre me vio una sola vez. No me cargó, no me abrazó, no me besó. Se apartó
de mí con el ceño fruncido.
Para hacer menos severa mi estancia en la tierra, mi triste sino, me arrullaste por la
noche con canciones de cuna interminables; y para despertarme recitaste poemas a
mi oído. Me lavaste con tus manos, me calentaste con tu cuerpo y me alimentaste
con tus pechos.
Inútilmente argumentaste para conservarme contigo. Las leyes de los dioses y de los
hombres no te lo concedieron. Esparta no es lugar para los contrahechos, los
pusilánimes, los débiles.
¿Huir? ¿A dónde? ¿Qué ciudad te recibiría conmigo, con tu engendro?
Sólo los dioses tienen libertad; nosotros, destino.

***
Ya debemos estar cerca, hemos andado mucho. Más cansada por el peso de la
culpa que por el ascenso, me meces lentamente con la cadencia triste de tus pasos.
Mojas mi rostro con tus lágrimas y tus gemidos atribulan mis oídos.
Llegamos: estamos al borde del risco del Taigeto.
Por favor, seca tu llanto, cierra los ojos, ahoga el grito en tu garganta, ¡no quiero
escucharlo! Hazte la sorda a la resistencia de tu corazón que palpita enloquecido. Me
voy en paz y sin resentimiento, ¿no ves que te sonrío?
Por favor, madre, no postergues el momento. Es fácil, sencillo. Sólo abre los brazos y
déjame caer al abismo. Y permíteme recibir en la frente, como último regalo de la
vida, el beso seco de la roca inerte.

La apoteosis de un héroe

Su guarida era perfecta: sin ser vista, ella podía ver hasta el más lejano grano de
arena, la más ínfima brizna de hierba que creciera en las lindes de la pavorosa
llanura de Cistene, su dominio.
A diferencia de los otros, él llegó por los aires, pero su intención era la misma:
matarla. Vio cada centímetro de su piel de blanco mármol palpitante, cada negro
vello de su torso semidesnudo, cada rizo oscuro de su cabello, la armonía perfecta
de su rostro y de su cuerpo, blanco y rosa.
Nunca antes había sentido esa rara opresión en el pecho. Lo supo entonces.
No, a él no lo convertiría en una escultura más de su jardín secreto. No sería ella la
que diera fin a esa divina belleza. Longividente, escudriñaba también en el
futuro: vio su propia y horrida testa pendiente de la égida de la diosa. Lo vio a él,
héroe triunfante por haber matado al monstruo elevado a la categoría de los dioses.
Y todo gracias a ella, a su sacrificio.
Rápidamente y en silencio urdió la trama. Lo vio descender sigilosamente desde los
aires, lo vio llegar, acercarse, introducirse a la cueva. Ella fingió dormir, fingió la
modorra de quien acaba de despertar, atolondrada. No, no lo miraría a los ojos pues
lo mataría. Se fingió aturdida por el mezquino e inútil brillo del escudo.
Por último, Medusa estiró su largo cuello, permitiendo que éste fuera cercenado por
la espada blandida por la mano de Perseo.

Infieles difuntos

Eran los lluviosos días de otoño. El frío nocturno, que siempre había disfrutado, ahora tenía un efecto extraño en Isabel: le dejaba la sensación de no alcanzar el sueño profundo. Se pasaba las horas en duermevela y andaba toda la jornada diurna como si no tocara suelo. La noche anterior había sido así.

Durante el día se atareó en sus quehaceres domésticos y, ya cerca de la medianoche, se acostó en la cama y comenzó a hojear distraídamente el periódico. Una inmensa foto en la portada mostraba en primer plano los macizos de flores de los vendedores a la entrada del panteón. Era 2 de noviembre, Día de Muertos.

Se abstrajo tanto en el amarillo, el naranja, el rojo, el verde de las plantas, que de repente le llegó al olfato el olor penetrante de los cempasúchiles y, un poco más tenue, el de la Mano de León. Le sorprendió el hecho, pero lo minimizó, pensando que era una ilusión de su cerebro insomne.

Siguió leyendo. Unas 60 mil personas visitarían durante el día los camposantos locales. No estaría entre ellas. Pensó vagamente en su matrimonio sin hijos, en Abel, su esposo muerto muy joven en servicio, hacía ya casi 25 años. No recordaba ni el sitio de la tumba. La última vez que fue se perdió entre los vericuetos del cementerio y dio por concluido el asunto.

Hizo a un lado sus pensamientos sacudiendo la cabeza y volvió a la lectura del diario. Pasó una página y otra página, pero nada de lo que leía le interesaba. En cambio, le llamaron la atención algunos anuncios. Vio el de una zapatería y, con mayor intensidad que antes, le llegó a la nariz el tufo a calzado nuevo.

-¡Bueno!- se dijo- esto ya es inaceptable-. Seguramente era su mal dormir, su falta de sueño. Aun así, quiso probar. Cerró los ojos y pasó los dedos sobre la imagen del par de zapatos masculinos. Lenta, pero claramente, fue sintiendo el aterciopelado de la gamuza, nuevamente el olor a cuero.Inquieta y no, dio vuelta a la página. El desplegado a doble plana de una mueblería inundó la habitación con olor a caoba, cedro, pino. Pasó los dedos sobre las páginas lustrosas, los retiró, los frotó unos contra otros y los encontró pegajosos; se los llevó a la nariz y corroboró: era resina. ¡No lo podía creer!

-¡Hacía ya tanto tiempo…!

Al aventar el periódico sobre la cama vio desprenderse de la portada algunas olorosas hojitas de cempasúchil. Las recogió, las estrujó, las olió y tomó su decisión. Se acomodó la bata, se atusó el pelo, se dio un vistazo rápido en el espejo –se encontró pasablemente guapa a sus 50-, abandonó la recámara y se dirigió a la sala, donde tenía su altar de muertos.

Desde una foto antigua –sepia por el tiempo–, la miraba de cuerpo entero el joven militar que había sido su marido. A la débil cintilación de la luz de las veladoras tomó el retrato, se acomodó en el sofá y cerró los ojos. Acarició sutilmente la superficie de la imagen y, poco a poco, muy tenuemente al principio, le fue llegando el olor a la colonia del extinto. Comenzó a percibir en las yemas de los dedos la suavidad del rostro, la sedosidad del cabello, las callosidades de las manos.

Palpó la urdimbre del uniforme al extender sus exploraciones por el tórax, los brazos y las piernas; se demoró en la palpitante tibieza de la ingle… Súbitamente, una garra se apoderó de su pecho.

Sorprendida, abrió los ojos y rompió el hechizo: para ella y para él. Aunque reconocible, Abel encontró a su exmujer vieja y ajada, sin encantos. Retiró lentamente la mano de su seno, lanzó una mirada de circunstancia a la sala, al altar de muertos, a la foto que sostenía la mujer y comprendió de golpe.

Una frase alcanzó a escupir el miliciano:

-Igualita a tu madre. ¡Bruja!

Ella, iracunda, rompió el retrato.

Y Abel se disipó en el aire.

 

Encriptado en sangre

Hacía tres noches que su insomnio lo había detectado. Mientras escuchaba desde la cama las delicadas composiciones de Chopin que reproducía la computadora, la lámpara del techo comenzó a encenderse y apagarse con tímidas intermitencias de luces navideñas.

   “Un falso contacto o un fallo en el suministro de energía”, pensó él, levantándose y yendo a verificar si en las otras habitaciones del departamento ocurría lo mismo. No, sólo en su recámara sucedía. No tendría que cambiar toda la instalación sino solo algún contacto en su cuarto. El intermitentemente parpadeo alternaba golpes de luz y oscuridad.

    Él, que no viajaba para no tener que escuchar el inconfundible ajetreo nocturno de los hoteles que no lo dejaba dormir; él, que solo podía dormir en su recámara, y él que, inútilmente, tomaba pastillas para rendirse al sueño, ahora tenía que soportar estas intermitencias en su propio cuarto. Siempre había sido de dormir ligero, pero su insomnio se había agudizado a raíz de la enfermedad de su hijo.

Frida en Coatza

Mi amigo alemán de intercambio, Hans, me pidió que lo llevara a la Casa Azul, el
museo de la celebérrima Frida Kahlo. ¿La razón? Un par de meses atrás, cuando
recién llegó al Colegio Alemán de la Ciudad de México, nos hicimos grandes amigos
al descubrir que teníamos una común afición por el dibujo y la pintura. De inmediato
le platiqué de mi admiración por Frida. Al principio, él se interesó en ella intrigado por
el nombre germánico de una pintora tan definitivamente mexicana. Pronto la apreció
por la singularidad de su vida y de su obra.
Aunque no era, ni de lejos, la primera vez que yo iba a ese museo, ahora me
acompañaba alguien que compartía mi entusiasmo.
Llegamos a Coyoacán en pesero. Tras caminar un sudado par de cuadras
arribamos a la institución. Hacía calor. Corría 1986 y teníamos 14 años. El país era
otro. Era menos inseguro y se vivía de diferente manera.
En la sala principal del museo, casi a un lado de la puerta de entrada, se hallaba
entonces un mostradorcillo donde se resguardaba el solitario vigilante. Pero cuando
digo vigilante no estoy hablando de un fortachón uniformado con un arma, sino de un
señor que era más bien como el encargado del lugar.
Pues bien, todavía no pasábamos de esta sala cuando con la mayor discreción
posible, el guardia se dirigió a mí:
-¡Oye muchacho! ¡Ven!-, murmuró.

Los olvidos

Su memoria fue siempre excepcional, rayando en lo prodigioso. Recordaba al dedillo
los pormenores de sus más tiernos años de infancia, las complicaciones de su
adolescencia, sus inquietudes de joven adulto. Como estudiante ocupó siempre, sin
excepción, el primer lugar  en el cuadro de honor, así es que pasó con éxito de la
escuela al desempeño laboral. Luego de unos años de trabajo y esfuerzo, a los 28 ya
era editor en un diario de circulación nacional.
De familiares, amigos y colegas recordaba teléfonos, direcciones, cumpleaños,
gustos. En las fiestas, cuando se lo permitían, recitaba capítulos enteros de sus
libros favoritos, extensos poemas. Su favorito era Muerte sin fin, de Gorostiza. A
saber por qué. Rememoraba conversaciones completas y eso facilitaba su trabajo
periodístico.
En su cerebro, sin embargo, extraños y desconocidos procesos neuronales fueron
produciendo lenta, casi inadvertidamente, inconsistencias que se tradujeron, al
principio, en pequeños e inocuos olvidos. Evocaba un libro pero se le escapaba el
nombre del autor, una película y olvidaba el nombre del protagonista; la información
se le quedaba “en la punta de la lengua”. Tenía algunos desconcertantes despistes:
olvidaba el maletín, su libreta de notas, dónde había dejado la pluma, el nombre de
un colega.

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Nac1ó c0m0 ca51 70d05. P0r par70 na7ura1. Fuera ya de1 vien7re ma7ern0, de5pué5 de 1a na16ada, 3esp1ró, c0m0 3esp1ran pr0fundamen7e 105 rec1én nac12. 5010 9ue en 1u6ar de un gr170, o un 11an70, pr0nunc1ó un númer0. E1 un0. Y 5e 516u1ó de 1ar60: d05, 7re5, cua7r0, c1nc0, 5e15, 51e7e, e7c., e7c. 105 méd1c05 e57aban a50mbra2.  31 n1ñ0 9ue nac1era ha61and0 ya ha6ría 51d0 5uf1c1en7e marav111a. Per0 é57e nac1ó c0n7and0. N0 h1570r1a5, 51n0 númer05. 1a madr3, h0rr0r1zada, 5e ne6ó a dar1e e1 pech0.  1a5 enfermera5 1e d1er0n 5u pr1mer mam11a.

Mamó con naturalidad, con las inevitables pausas que, mientras mama, hace un niño para respirar. El cuerpo médico estaba tan abrumado que no sabía que pensar. Mientras cortaron el cordón umbilical, mientras lo lavaron, midieron, pesaron, revisaron físicamente –todo aparentemente bien, incluyendo su precoz aparato foniátrico- envolvieron en mantas, el recién nacido no paraba de contar. Sólo sustituyó la numeración por el suave y tierno chasquido que hacen todos los bebés mientras maman. Lo sorprendente fue cuando se terminó la mamila. No faltó el cauto enfermero que había anotado el número en que se quedó cuando se prendió al biberón. Cuando lo soltó, el mismo enfermero se percató asombrado que el niño, mientras mamaba, había seguido contando mentalmente. Así es que cuando recomenzó su numerorragia, la recomenzó donde se había quedado al terminarse su mamila.

Miradas cifradas

Padezco las miradas. Y las recibo de todo tipo. Lánguidas miradas de vaca o
reconcentradas miradas de halcón. Miradas frontales y miradas de reojo. Miradas en
escorzo. Miradas que son fulgurantes escaneos de segundos o lentas y morosas
miradas que parecen durar siglos. Miradas de esperanza, de ambición, de codicia, de
falsa indiferencia. Miradas soñadoras, ansiosas, desesperadas, reposadas, miradas
de “sólo por no dejar”.
Me ausculta con meticulosidad el médico, pero no soy un enfermo. Periodistas,
abogados, obreros, amas de casas; hombres y mujeres, sanos y enfermos, no
escapan a mi atracción. Incluso hay quienes me miran con lascivia, pero no soy ni
una puta ni un gigoló. Sólo los muy hermosos o los contrahechos reciben tanta atención
como yo. Miradas que se van y que regresan obsesivas.
Miradas inquisitivas que esperan de mí una respuesta positiva, que finalmente sólo
daré a los muy afortunados. Y aunque la mayoría de mis
adeptos sale defraudado, casi siempre vuelven a mí. No todos pueden llevarme
entero. La mayoría se conforma con algunos de mis pedazos.
Finalmente, el cristal que me resguarda no es protección sino ofrecimiento. El último
cliente ha pedido en ventanilla tres cachitos del 26631. Tiente a su suerte y lléveme.
Conmigo, su esperanza se mantendrá viva.

Sabios, hermanos, enemigos

Dos sabios magos sostenían el reino. Algunos años se llevaban, no eran pocos, no
eran muchos. Pero esos años vividos por el mayor y omisos en el menor
determinaban entre ambos diferencias mayúsculas, enfrentadas, irreconciliables. Por
la necesidad de su consejo y por el afecto que les tenía, el Maharajá los alojaba en
habitaciones contiguas a la suya en el edificio principal de palacio: la astucia y la
diplomacia eran indispensables en esa región siempre convulsa. Pactar, prometer,
diferir o suspender una acción, hacer un regalo preciso en el momento indicado, el
matrimonio arreglado de un príncipe o una princesa sellaba una alianza y cancelaba
un enfrentamiento.
Tampoco el Maharajá era estúpido: luego de escuchar las opiniones casi siempre
contrapuestas de sus consejeros, se aislaba para meditar el tiempo necesario los
argumentos vertidos por los sabios sobre el asunto capital que había puesto a su
consideración. A veces seguía el consejo de uno, a veces el del otro; a veces los
aplicaba tal cual, otras los modificaba a conveniencia, corriéndose un poco más
hacia una u otra opinión, según hubiera sido argumentada. Frecuentemente, lo sabía
bien, los conocía tan bien, optaba por sacar una media proporcional entre las
dispares posturas y, casi siempre, acertaba en sus decisiones. Lo tenía claro:
necesitaba de ambos.

El chaneque

Un chaneque rondaba los alrededores. Pablo lo supo de la peor manera: su hijo Manuel, de 8 años de edad, fue hallado muerto cerca de la poza, en las afueras del pueblo, arañado y roto de la ropa, reventado por dentro de tanto “caballito” que le habían hecho. El cuerpo presentaba mordeduras de animales y síntomas de descomposición. El dolor de la madre duraría para siempre. El del padre sólo los 9 días del novenario. Después se transformaría en un ferviente deseo de venganza.

El odio lo sostenía. Se levantaba muy temprano para ir a laborear a la milpa, ahora vacía de niños. Al caer la tarde, terminado su trabajo, se iba a la poza y buscaba incansablemente en las inmediaciones. Algún día encontraría al chaneque, y sabía cómo acabar con él. No se cansaría de buscar, el torturador recuerdo de su hijo alimentaba su deseo de venganza.

Una noche que se había tomado una anforita de caña, a la cuarta semana de su búsqueda, lo encontró: desnudo, oscuro, pequeñajo, con su rostro monstruoso huyendo en la oscuridad. Era ágil. Comenzó a perseguirlo. Lo siguió entre el monte por espacio de media hora. Supo que era él por sus extraños gruñidos y porque con la carrera, Pablo sabía, el chaneque intentaba perderlo. No podía negar que sentía miedo pero se contenía al recordar que llevaba la camisa puesta al revés y suficiente jolosín como para amarrarlo.

La palapa

Last thing I remember, I was
Running for the door
I had to find the passage back
To the place I was before
’relax,’ said the night man,
We are programmed to receive.
You can checkout any time you like,
But you can never leave!

Hotel California
The Eagles

-Creámelo amigo: el diablo es rápido para tomarle la palabra a uno…
Así empezó su extraña conversación el taciturno joven –no le calculé más de 28 años- con
quien compartí unas cervezas en esta misma palapa. Él estaba solo y yo también, así que le
dije que se pasara a mi mesa. Yo invitaba, acoté. Al principio me miró con sorpresa; luego
con cierta reserva, como sopesando la situación.
-¿Por qué la desconfianza, amigo?-, le pregunté intentando romper el hielo cuando se
instaló junto a mí, ofreciéndome un perfil más bien ordinario, aunque algo cabizbajo.
-Créame lo que le voy a contar-, aseveró inmediatamente después del extraño comentario
inicial, sin cumplir con el requisito obligado de presentarse o agradecer la invitación. Pese a
su juventud, emanaba de él un aire de devastación absoluta. En la cantina semivacía su voz
sonaba clara, concisa; y su discurso era fluido, como si estuviera contando una historia
muchas veces repetida. Sin embargo, hablaba de forma ladeada, hacia el bar, en vez de
verme de frente. Entre cerveza y cerveza escuché con atención su sorprendente relato.
“Tenía yo tres meses sin trabajar, pero aún me quedaba algo de la liquidación. Era una
lluviosa noche de mediados de julio. Había bochorno. Tendido en mi cama, pensaba que
esa misma semana me iban a resolver en un almacén de telas donde había solicitado el
puesto de encargado. Yo había trabajado en otra empresa del ramo y esperaba que me
resolvieran positivamente. En un momento que escampó la lluvia decidí venir aquí a
tomarme unas cervezas –para refrescarme un poco-.Mi casa está a sólo cinco cuadras de
esta palapa, hacia abajo.

No, no hay

No hay un tú que lamentar
No hay un tú del cual congratularse
No hay un tú que extrañar o recordar
No hay un tú donde acurrucarse
No hay un tú que me acompañe
No habiendo un tú que me ancle, no hay partida ni regreso, ni despedida ni bienvenida.
Pues no hay nombre no hay pronombre, sólo quedo yo sin predicado
y así mi nombre también pierde sentido pues no hay nadie que me llame.
Queda sólo mi yo con puntos suspensivos...
No es que te hayas marchado.
Es que nunca llegaste.

viernes, 3 de abril de 2020

Gadgets

En la membrana cuántica un desgarro
una cicatriz plena de negrura
de una produndidad y una espesura
donde asoma la punta de un cigarro.

Y en la otra mano, de cerveza un tarro;
el soliloquio del borracho es cura
de una tan honda soledad que oscura
se le troquela como insecto en barro.

No ha de fugarse, no, de su locura
mientras aliente vida todavía;
absurdo esta corteza que supura

cuerpos cual números de lotería,
negros gadgets que el azar supura
hasta vaciarlos de su batería.

Diáspora

No puedes perder lo que no es tuyo.
En el Paraíso también fuimos migrantes.
Por eso nuestra errancia eterna.
Por eso la saña en la espada de los ángeles.
Nuestro pie no encuentra asilo sino en la carrera de relevos.
Sólo el camino es interminable.
En él caemos para ya no levantarnos.
El destino, una ilusión.
No hay tierra prometida para nadie.
El árbol de las genealogías se ha podrido.
Dejamos de ser parientes en el hambre.
Luego el saqueo, la mortandad, los desastres naturales.
No ser de ningún lado no es ser libres. Es indigencia.
No hay razón de empecinarse.
También la cabeza de la tribu se equivoca.
Tampoco él sabe a dónde vamos.
Es mi turno. Debo detenerme.
El lugar es como cualquier otro, como todos.
Nada hay para nadie.
Ni siquiera la tierra donde caigo es mía.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...