La física española Sonia Fernández-Vega, en entrevista disponible en YouTube, dice, entre otras cosas, que una persona promedio está compuesta -si no recuerdo mal- de unos 7 mil 400 millones de átomos. Van las dos cifras que maneja: 99.9999 o 99.99999 por ciento de cada átomo es vacío. Entre el núcleo de éste y las subpartículas que lo circundan hay distancias abismales a nivel subatómico. Deduzco, por lo que dice la científica ibérica que, si eliminamos el vacío de cada átomo, somos prácticamente inexistentes, meros hologramas. La investigadora lo ilustra con un dato que puede resultar sobrecogedor: eliminado el “vacío atómico”, la “materialidad total” de la humanidad entera -unos 7 mil 300 millones de personas- no superaría el tamaño de un terrón de azúcar.
Por otra parte, en El error de Descartes, el neurocientífico
Antonio Damasio nos dice que la conciencia, nuestra propiocepción, es una
actualización constante, de ida y vuelta, entre nuestro cerebro y el resto del
cuerpo, cubierto de parte a parte, de una red neuronal -nuestro sistema
nervioso- que está rindiendo constantemente un “informe” del estado del cuerpo
al cerebro que, dependiendo de ese informe continuo, se traduce ya sea en
cambios de estados de ánimo, sentimientos, emociones e incluso disfunciones o
mejoras orgánicas.
Aunque la información de Fernández-Vega yo la hice
consciente a partir de un video, sí he vivido, antes de conocer lo anterior,
mis correspondientes, casi diría recurrentes, crisis existenciales, de las que
pocos adolescentes y adultos escapamos en algún momento de nuestras vidas. Y es
aquí donde aventuro -sin mayor rigor científico ni más información que los
datos mencionados- mi hipótesis: ¿cabría la posibilidad que el sistema nervioso
se “percatara”, “percibiera” de alguna manera hasta ahora desconocida, ese
vacío esencial en nuestro organismo, en nuestra materialidad y rindiera el
correspondiente “informe” -que imagino confuso, “preocupado”- al cerebro, y
este tradujera ese informe de vacío en “angustia existencial”, a la que, a
posteriori, daríamos razones y sinrazones que resultarían no ser más que
meras racionalizaciones de dicho informe
corporal?
Yo, que ni soy físico ni neurocientífico, sino sólo un
lector curioso, aventuro esta hipótesis, que es más bien una pregunta al colectivo
de investigadores de la neurociencia, la filosofía y la psicología.
Pero aún la información más descorazonadora puede ser
paliada y afrontada desde un razonado positivismo, según la respuesta que se da
a sí mismo Anil K. Seth, estudioso e investigador de la conciencia humana y la
Inteligencia Artificial -parafraseo-: Sin importar cuál sea la verdadera
naturaleza de la realidad -de la que formamos parte-, existe el hecho
ineludible de que nosotros nos percibimos como reales. Un apretón de manos, una
palmada en la espalda, un abrazo, una caricia o una lesión, un beso, una
relación amorosa, con orgasmo o sin él, los vivimos como auténticos. Si esta
calidez de nuestros cuerpos, esta afectividad, podemos comunicarlas, entonces
vale la pena experimentarlas, vivirlas, compartirlas.
Con esta última actitud vital y vitalista me quedo, así sea
por mera conveniencia. Pero la respuesta a la hipótesis sobre el posible origen
fisicalista de la angustia existencial, queda encomendada al colectivo
científico y académico. Por descontado.