sábado, 10 de septiembre de 2022

Miradas

 En última instancia, el cristal que me resguarda no es protección sino ofrecimiento. Y yo, aunque para eso estoy, padezco las miradas. Y las recibo de todo tipo. Miradas estúpidas, como de vaca que ignora el matadero, o la rapaz mirada del halcón que lo consuma. Miradas frontales, de reojo, en escorzo. Miradas que son fulgurantes escaneos de segundos o lentas y escrutadoras, con morosidades que parecen durar siglos. Miradas esperanzadas, de ambición, de codicia, de falsa indiferencia. Miradas soñadoras, ansiosas, desesperadas, reposadas, inquietas, sosegadas. Miradas de ‘sólo por no dejar’.

Me ausculta con meticulosidad el médico, pero no soy un enfermo. Los periodistas me ansían más que una nota de ocho columnas, los abogados esperan litigar conmigo su último juicio, los contadores me codician más que al dinero ajeno que pasa por sus manos, los obreros, conmigo, esperan dejar de serlo, los ingenieros, los escritores, artistas, gente del común, como las amas de casa, todos ambicionan y esperan de mí, como de un dios, salvación en este mundo; no hay profesional, proletario o lumpen que no fantasee conmigo. Hombres y mujeres, sanos y enfermos, locos y cuerdos, no se pueden liberar de la fascinación que despierto en ellos. Incluso hay quienes, pensando en quién sabe qué, me miran con lascivia, pero no soy puta ni gigoló. Sólo los muy hermosos o los contrahechos reciben tanta atención como yo. Miradas que van y vuelven obsesivas.

Miradas inquisitivas que esperan de mí una respuesta positiva que finalmente sólo daré a un muy escaso número de afortunados. Y aunque la mayoría de mis adeptos salen casi siempre defraudados, por lo general vuelven a mí con desesperación de adictos. Pocos pueden tenerme por entero. El resto se conforma con uno o algunos de mis pedazos. Peor es nada, dicen, y algo de razón llevan.

En un descuido, mi respuesta podría ser la por todos esperada, hacerlos estallar de alegría hasta el paroxismo y llevarlos casi al borde del colapso. Sólo le advierto que, sin excepciones, sus expectativas sobre mí tienen fecha de caducidad. Tiente su suerte y lléveme consigo. Contra todo pronóstico, yo mantengo viva su esperanza.

viernes, 9 de septiembre de 2022

De lealtades

-Ya he albergado a otros egresados de la Academia de Policía; son buena paga-, dijo doña Alicia cuando aceptó a Abel como pensionado. Era una mujer que rondaba o superaba los sesenta años, pero coqueta: bien maquillada, vestido su cuerpo arrugado con un pullover color ladrillo y unos pantalones negros, ropas que en algún momento había sido elegantes, pero que ahora lucían algo raídas, con un remiendo visible en uno de los hombros, costurón hecho con torpeza de mujer mayor. Era la beneficiaria –Abel nunca lo supo con exactitud- de tres o cuatro departamentos de renta congelada en el centro de la ciudad, cuyas habitaciones ella subarrendaba preferentemente a hombres solteros que pagaban precios altos por vivir en un cuarto solo. Los baños eran compartidos.

Algunas veces ella se quedaba a dormir –a vigilar- en el departamento donde Abel alquilaba su cuarto. En otras ocasiones ella se iba a alguno de sus otros inmuebles, y entonces quien tomaba su lugar era su hijo único, un cuarentón divorciado que se trasladaba en bicicleta hasta los talleres de prensa de un periódico céntrico, en el que trabajaba hasta la madrugada. Abel sentía grima al imaginar a ese hombre mayor desplazándose en bici por las madrugadas de la ciudad. Era alcohólico. Pasaba a dejar su bicicleta al departamento y se iba a tomar a alguna cantinita cercana. No entendió entonces el porqué de esa antipatía.

En sus días libres Abel remoloneaba entre las sábanas y se levantaba muy tarde. Mejor dicho, lo levantaba el hambre. Una mañana, en sus vagabundeos por el centro histórico, Abel se encontró a Amparo haciendo vialidad en el primer cuadro de la ciudad. La carihombre. Su cuerpo y su rostro eran muy masculinos y se había ganado, junto con su fama de lesbiana, el puesto de capitana del batallón femenil de cadetes en la Academia de Policía de la Ciudad de México y era de la misma generación que Abel.

Platicaron cinco minutos. Ella y su compañera, María, estaban buscando alojamiento. Abel sabía que había cuartos disponibles en el departamento en el que él vivía y se comprometió a averiguar. Tal vez podría conseguirles un cuarto. Total, nomás eran ellas dos.

-No-, dijo en redondo doña Alicia. –No alojo mujeres. Son muy problemáticas.

-Pero ellas no son así, doña Alicia, las conozco bien; son mis amigas desde que estábamos en la Academia-, mintió Abel, porque en la institución estaba prohibida la interacción entre los cadetes varones y las cadetes mujeres. -María incluso tiene estudios de enfermería. Son bien portadas-, añadió. La casera dudó unos momentos, pero al fin aceptó: - Les voy a dar el cuartito de arriba. Pero tú me respondes por ellas-. Al tercer día, Amparo y María eran ya vecinas de Abel y éste tuvo con quien ir a platicar algunas noches.

 –Estás muy delgado. Cómprate tu parrilla, nosotras te enseñamos a cocinar-. Lo cierto es que Abel cuando podía, a mediodía, hacía “la choclaya” en el batallón, pero ésta nunca le sentó del todo bien. Sus desayunos y cenas consistían en tortas -de tamal, de milanesa, cubanas, de lo que fuera-, quesadillas de todo, tacos de todo. A veces, cenaba simplemente dos o tres piezas de pan con uno o dos vasos de leche.

Sin embargo, lo que sorprendió a Abel de Amparo y María no fue su parrilla eléctrica ni sus habilidades culinarias. Sino su sencillo librero de pino blanco con alrededor de unos 200 volúmenes. Los había técnicos, de enfermería, por los estudios inconclusos de María, que aspiraba a cambiarse de adscripción: al escuadrón de Urgencias Médicas; pero también había en el librerito mucha ficción: novela y cuento. - ¡Les gusta leer! -, dijo sorprendido, al tiempo que se inclinaba o se agachaba casi a ras del suelo para revisar los títulos expuestos en los lomos de los libros en la parte inferior. Comenzaron a intercambiar lecturas.

También bebían mucho. Ron blanco por lo general, el más barato. Lo hacían en las noches libres en que coincidían. Las monumentales crudas se las curaban con un endulzadísimo arroz con leche.

- ¿Por qué tan dulce? -, le preguntó Abel a María.

-Porque lo que hace el alcohol, y mientras más bebas es peor, es bajarte drásticamente los niveles de azúcar en la sangre. Lo primero que se afecta es el cerebro, de ahí la incoherencia expresiva, más notoria en el habla, y la pérdida de la consciencia. Normalmente, los teporochos que amanecen muertos en las calles mueren por shock hipoglucémico. Porque beben de forma continuada y casi no se alimentan.

A raíz de esa información, Abel decidió, aunque no lo cumplió, comenzar a beber menos. Dedujo que María había aprovechado bien sus estudios truncos de enfermería.

Cambiando de tema, María dijo, cuba en mano:

-Amparo está escribiendo un libro.

- ¿Sí? -, preguntó Abel buscando la mirada de la aludida mientras daba un sorbo a su bebida.

-Lo que estoy haciendo es una adaptación Abel. Pienso que los 12 pasos de los doble AA sirven también para curar el alcoholismo y las adicciones de los homosexuales y las lesbianas. Pero hay muchos problemas de aceptación de los miembros no heteros en esos grupos de doble AA. En ocasiones los toleran, otras los hostilizan abiertamente. Pero si formamos nuestras propias agrupaciones podremos ayudar a nuestra comunidad-, contestó Amparo

Interrumpió su discurso para dar sensuales mordiditas en la cintura de María, que reía con suavidad y se esforzaba por bajarse otra vez la blusa que Amparo intentaba subirle. Los tres estaban ya completamente ebrios. Ellas bebían recostadas en la breve cama individual. Abel lo hacía sentado en una silla de plástico blanco con descansabrazos.

Miraba con sorpresa que ellas no se cohibían frente a él en sus escarceos que, después de todo, tampoco iban tan lejos. En esa pequeña habitación había recitación en prosa de sus autores favoritos, poemas y alcohol. Una grabadora reproducía la Suite para cello no. 1 de Bach. ¿Intérprete? El hijo de Amparo, que por esas fechas ya tenía 10 años, que vivía con sus suegros y su padre, que le habían ganado a Amparo la patria potestad por razones económicas. Las circunstancias la habían conducido a hacer su vida de pareja con María. Sus ojos se humedecían cuando escuchaba las interpretaciones de su hijo. Y entonces bebía más rápido y Abel y María intentaban seguirle el ritmo.

Amparo era una gran conversadora cuando estaba bajo los efectos del alcohol. Desgranaba con sentimiento, pero sin histrionismo ni lágrimas su historia. Segunda de solo dos hermanas, había salido medio marimacha. A sus 13 años no lo tenía claro todavía, pero sus padres sí. A esa edad, allá en su pueblo de Chiapas, Amparo fue vendida a un trailero. Ella nunca supo el precio. Probablemente un par de cartones de cerveza. Tal vez el trailero le quitaría lo marimacha, habría pensado su progenitor.

Una terrible oscuridad se apoderó de ella cuando fue desflorada: el dolor y el trauma de verse sometida de esa manera le ocasionaron un piadoso desmayo. La segunda oscuridad, tan terrible como la primera, era que no tenía palabras para describir lo que le había sucedido: violación, desvirgamiento. Con su corta edad y experiencia de vida, no podía explicarse ni a sí misma lo que le estaba pasando. Ella, que casi no hablaba español, aprendió a hablarlo con él, en los largos e interminables recorridos por carretera.

El trailero abusó de ella cuanto quiso, por seis largos años. Era de carácter disparejo. En ocasiones hasta llegaba a ser tierno. Ella se acostumbró a él, que la enseñó a manejar tráileres y algo de mecánica. A los 19 años, Amparo ya conducía hábilmente en la carretera y en las ciudades. En un último viaje a México decidió quedarse. El trailero la dejó ir. Ya había tomado de ella todo lo que quería y podía tomarse.

Amparo encontró trabajo como chofer de peseras. Como eran rutas fijas, se adaptó rápido a la capital del país. Hizo la secundaria nocturna y, para completar su educación, se había vuelto asidua a las bibliotecas. Se preparaba a conciencia. Comenzó a acudir a un taller de literatura creativa en su delegación. Deseaba fervientemente aprender a escribir bien para contar su drama. Alguien le había dicho que eso era curativo. Fue ahí donde creyó enamorarse de un muchacho “que escribía bonito”, padre de su hijo. Con su terrible historial de vida, Amparo se había vuelto alcohólica. A su expareja le resultó fácil quitarle la custodia del pequeño. Para pelearla se necesitaba un abogado y ella no tenía dinero para pagarlo.

Por su larga y ambivalente relación con el trailero y el affaire con el padre de su hijo, Amparo ya no estaba tan segura de lo que era. Nunca había verbalizado en voz alta - ¿con quién? - la atracción culpable que sentía por las representantes de su propio género. No fue sino hasta la ruptura con el papá del niño, y la pérdida de la custodia de éste, que había asumido conscientemente su homosexualidad. Por primera vez se vio al espejo como realmente era: de rostro cuadrado y macizo, acentuados los rasgos masculinos por su pelo corto; miró su cuerpo igualmente sólido y sin curvas, rectangular. Se tiró en la cama y lloró como nunca antes en su vida. Y no es que antes le hubieran faltado motivos para hacerlo. Así es que lo lloró todo junto. La vida de miseria que había llevado con su familia, la manera sórdida en que había sido vendida al trailero. El aislamiento social al que la condenaba su preferencia sexual. La pérdida de su hijo. Lo que le esperaba todavía. Lloró hasta el cansancio, hasta quedarse seca. Se durmió.

Cuando despertó estaba más calmada, desguanzada, pero con algo resuelto en el sueño. Permaneció recostada, muda y vacía en el camastro, sin pensar ya en nada. No estaba vencida. Se levantó, volvió a colocarse frente al espejo e, inesperadamente, sonrió y sintió alivio. Su aspecto viril en realidad era una ventaja. Así, no tenía que explicarle nada a nadie. Lo que ella era resultaba obvio. Dijo en voz alta, retadoramente: -¡Sí, soy marimacha y qué!-. Y entonces llegó primero una tímida sonrisa que se convirtió pronto en carcajadas, imparables carcajadas. Era el principio de su aceptación de todo aquello que era y que no había elegido.

Unos años después conoció a María, una joven vestida de uniforme blanco, de la carrera de Enfermería, que tomaba con frecuencia la pesera ya muy adelantada la ruta, cuando la unidad iba llena, y que por esa razón se sentaba en el asiento del copiloto. La plática surgió natural - ¡Qué raro ver a una chofer de pesera! -, dijo María. –Es más raro ver a una muchacha tan bonita como tú saliendo tan tarde de la escuela. No deja de tener sus riesgos-, advirtió Amparo. Las cosas estaban claras. La invitó a salir un día cualquiera. No tardó en darse el romance.

Cuando por cuestiones económicas María tuvo que renunciar a la Escuela de Enfermería, habló con Amparo y optaron por entrar juntas a la Academia de Policía para sobrevivir “temporalmente”. Fue ahí donde se conocieron “de vista” con Abel.

Esa era, en corto, la historia de Amparo hasta ese día.

Una de esas noches, totalmente alcoholizados los tres, Amparo intentó arrojarse por la ventana. Fornida y cuadrada, Abel y María apenas si tuvieron fuerzas y tiempo para derribarla al piso y montarla entre los dos para mantenerla quieta, mientras ella se retorcía tratando de liberarse, gritando que no quería vivir, que no quería esa vida de mierda a la que estaba condenada. María le sorrajaba unas bofetadas en el rostro con todas sus fuerzas y le gritaba trémula:

- ¡Ya acéptate, pendeja!, ¡Eres lo que eres y no vas a cambiar!

     Poco a poco Amparo fue quedándose quieta e inconsciente en el suelo. Lo que hizo maría fue poner una almohada bajo la cabeza y echarle una cobija encima. Abel aprovechó para bajar al baño. Y es lo último que recuerda de esa noche. Al día siguiente amaneció en su cuarto.

     Lo despertaron las voces alteradas que provenían de la planta baja del departamento. Cuando bajó encontró a Amparo y María, vestidas y mochila al hombro, como dispuestas a irse a su batallón. Enfrente, en la línea enemiga, estaban doña Alicia y su hijo. En medio, estampada contra la pared, con las ruedas dobladas y el manubrio torcido, estaba la bicicleta del prensista.

Doña Alicia, sintiéndose apoyada por su hijo, dijo en tono histérico: - ¡Se me van, ustedes tres se me van, ahorita mismo!

- ¡Pero si yo me acabo de despertar, no sé ni de qué se trata! -, replicó Abel.

Tras un breve titubeo, doña Alicia, luego de mirarlo a él y a ellas alternadamente, enfocó entonces sus baterías contra las dos mujeres:

- ¡Se me van!, ¡Ustedes dos se me van!

Amparo y María le dirigieron una rápida mirada de soslayo a Abel. Tras unos segundos de tensa duda, Amparo se rehízo y se lanzó a la carga contra la casera.

- ¡Señora, nosotras pagamos el doble por un cuartito que es la mitad del de Abel!

- ¡Esto es una pensión, cobramos por persona! -, contestó doña Alicia. - ¡Además, Abel es hombre!

Amparo pareció desconcertada con la explicación misógina de doña Alicia y no supo qué responder; entonces intervino María, dirigiéndose conciliadora al prensista:

-Mire señor, incluso en la madrugada tenemos que bañarnos con agua fría porque su mamá no nos deja ni prender el boiler.

El prensista, que sorprendentemente resultó más comprensivo que doña Alicia, se volvió hacia ésta: -Mamá, los muchachos tienen que asearse para ir a trabajar. No puedes dejarles el agua fría; estamos en diciembre. Olvídate ya de la bicicleta, solo son dos ruedas dobladas y un manubrio torcido, puede repararse. Que paguen los daños y punto.

- ¡Pues si a ti no te importa, a mí sí! -, siguió airada doña Alicia. - ¡Estas dos se me van!, ¡que no me paguen ya nada pero que se vayan! -. Ahí se terminó la discusión. Amparo y María subieron a hacer sus preparativos para irse de la pensión, mientras que Abel, él sí con agua tibia, se bañó para dirigirse a su sector. No tenía ya tiempo de subir a despedirse de ellas. Además, no habría sabido qué decirles.

En las oficinas administrativas del batallón los grados no contaban mucho, y por encima de otros elementos de mayor grado -gracias a sus estudios truncos de contabilidad-, Abel había obtenido el aprecio casi inmediato de la jefa de área. En sólo dos meses se había convertido en la mano derecha de la jefa del departamento, y departía con ella en términos de confianza. Doña Caro, aunque sin olvidarse del “usted”, porque en las oficinas a nadie se le llamaba por su apellido o rango, sino por sus nombres de pila. Algo muy distinto al trato que recibía, en la planta baja, el personal operativo.

Hasta esa oficina llegaban a buscarlo a veces sus excompañeros de la Academia de Policía cuando se enteraban que estaba bien posicionado y suponían que por ello tenía una cierta influencia. Y la tenía, pero no tanta como ellos creían. Abel notaba a sus ex condiscípulos visiblemente cambiados: rostros y miradas fijas y endurecidas, bocas difíciles para la sonrisa. ¿Qué habían visto o qué habían vivido esos jóvenes policías para tornarse así en tan poco tiempo? El servicio de calle era la cabeza de Medusa: los volvía de piedra.

- ¿Tal vez tú podrías…? -. –Discúlpame, de verdad lo siento, pero aquí soy sólo un escribiente. No tengo las influencias que crees-. Lo que buscaban por lo general era un palancazo para un cambio de adscripción. Cambiar de batallón para estar más cerca de sus familias, de sus casas, para no perder tanto tiempo ni dinero para transportarse de un extremo al otro de la ciudad. O para hacer valer sus estudios: -Tengo estudios inconclusos de aviación. Tantas horas de práctica de vuelo. Me gustaría cambiarme al grupo Cóndor (los helicópteros). Otros estaban en malos términos con un superior que los hacía cubrir los peores servicios y no veían más opción para eludir las arremetidas que un cambio de sector.

Entre esas visitas llegó desde otro batallón, dos meses después que fuera corrida de la pensión, María. Era temprano. Se abrazaron y se besaron en las mejillas. Ella aún buscaba su cambio al Escuadrón de Urgencias Médicas, las ambulancias, la aplicación de los primeros auxilios, los traslados de heridos y enfermos, las emergencias médicas en una palabra. - ¿Podía él hacer algo?

No, no podía, no se atrevía a molestar al jefe del Sector policiaco por terceras personas. Bastante trabajo le había costado obtener el primer lugar de su generación en la Academia de Policía, cuya única prerrogativa real era la posibilidad de elegir el área y el lugar donde quería trabajar. Y él había elegido ser escribiente. El trato con el jefe del Sector se limitaba a lo estrictamente laboral. Éste guardaba las distancias, mientras que a Abel le bastaba ver el estado de sus ex compañeros para sentirse contento con haber eludido el servicio de calle.

 –No te preocupes, manito-, dijo María, restándole importancia al asunto. -Voy a seguir buscándole por otro lado.

Platicaron todavía otros minutos. –Oye y, por cierto, qué pasó esa madrugada. ¿Fue Amparo la que madreó la bicicleta?-, preguntó Abel. María lo miró con algo de sorpresa y curiosidad. Después le preguntó mirándolo a los ojos: - ¿De verdad no te acuerdas?

- ¿De qué? -, preguntó Abel con una nueva inquietud en la mirada.

-Fuiste tú, Abel-, dijo María sonriente, como festejando la travesura de un niño.

 -Mientras Amparo estaba inconsciente en el cuarto tú bajaste al baño. Cuando escuché el estruendo bajé a ver qué pasaba. Eras tú aporreando la bicicleta contra la pared. Gritabas que no querías esa porquería de bici recogida de la basura. Que querías una nueva como la de tu hermano. Estabas más flaquito que ahora. Pude controlarte y subirte a tu cuarto. Te dormiste llorando.

Abel se quedó frikeado. Sólo alcanzó a preguntar:

- ¿Por qué no lo dijeron entonces?

-No lo sé Abel. Tal vez porque fuiste tú quien nos consiguió ese cuarto. Y nos hubiéramos sentido mal de quedarnos nosotras y que tú te fueras. Pero no te preocupes, conseguimos un cuartito de azotea en la San Rafael. Estamos cómodas, no tenemos vecinos y nadie nos molesta. Además, todos teníamos muchos pedos entonces. No se trata de culpar a nadie. Ahora todos estamos un poco mejor que antes ¿no crees?

Cuando María se marchó, Abel se quedó con un fuerte remordimiento. Así es que esas jóvenes mujeres se habían negado a delatarlo, a dejarlo en la calle con su mochila al hombro buscando de última hora otra pensión. Ellas habían asumido el costo de su desmadre sin reclamar siquiera reconocimiento por su acto generoso. Simplemente habían subido a empacar sus tiliches, buscar un camión de mudanzas e irse, de improviso, a otra parte. ¿Cuánto trabajo les costó?, ¿cuánto dinero? Cuatro meses después Abel se enteraba del inadvertido favor que había recibido. Y él ahora sentía que les debía algo. Todo el día pensó en lo que le había dicho María.

Pensando, recuperó un recuerdo antiguo. Ya para entonces él y su familia se habían cambiado de vecindad, dos manzanas adelante, luego de un pleito de su mamá con la casera: los cuartos del nuevo vecindario eran de material con techo de asbesto, más calurosos, si cabe, que su anterior cuarto de lámina de cartón. Fue entonces que su hermano mayor tuvo su primera bicicleta. Una rodada 28. Abel ya tenía para entonces once años y su hermano mayor casi trece.

Abel estaba enojado. Igual que antes había exigido inútilmente uniformes nuevos, ropa nueva, juguetes propios, exigió su bicicleta, la suya. Pero sus padres dijeron que no había dinero suficiente, que la bici sería de los dos. Sus cortas piernas –siempre fue más chaparro que su hermano mayor- le impedían alcanzar, al mismo tiempo, el sillín y los pedales. El caso es que la bicicleta no pudo ser de los dos. Sus padres buscaron una “solución”. Unos días antes uno de los muchachos del vecindario había desechado su vieja bicicleta, esa sí rodada 26. En esa colonia marginada el camión recolector de basura no pasaba muy seguido. Los padres de Abel la recogieron y la llevaron al taller del tío Martín, que hizo lo que pudo y, al final, la pintó de un brillante y oscuro color azul metálico que no lograba ocultar la herrumbre de los tubos de la estructura.

Abel recibió su bicicleta remozada tal vez cuatro o cinco días después que su hermano mayor recibiera la suya. Sólo que la de él ni siquiera alcanzó a salir del patio. La cadena que hacía girar la rueda trasera no funcionaba, se salía cada uno, cada dos giros. Definitivamente no sirvió pese a su reluciente pintura nueva. Él sintió una extraña opresión en el pecho. No pudo definir lo que sintió, pero tal vez sólo era tristeza. Una bicicleta recogida de la basura. Eso era lo que sus padres tenían para él. Eso era lo que él valía para ellos. Resolvió desde el fondo de su corazón no volver a pedirles nada. Lloró a escondidas.

-Sí- pensó-, tenía sentido. No había duda: él había desmadrado la bicicleta del prensista. Comprendió entonces de dónde venía su aversión contra el prensista y se apenó por la injusta antipatía que había sentido por él.

Al día siguiente hizo acopio de valor y le pidió una entrevista al siempre ocupado jefe de Sector, que se la agendó al final del turno. No importaba, esperaría lo que tuviera que esperar. Gracias. Era importante. Cerca de las 11:00 de la noche lo recibió el teniente coronel. Abel pidió desde el fondo de su corazón al numen del verbo que lo ayudara a encontrar las palabras apropiadas para ser convincente.

El jefe de Sector, sentado en su cómodo sillón, detrás de su escritorio, estaba tomándose una copita de coñac. "Acompáñame con una", le dijo a Abel y le sirvió. Escuchó con atención. Abel, tras dar un sorbo, se soltó contándolo todo: su amistad imprevista con ellas, la vida común en la pensión, los muchos libros intercambiados, autores que citó quizás inútilmente, sin saber si el jefe los conocía; contó la historia dramática de Amparo, incluyendo la pérdida de la custodia de su hijo, sus intentos de suicidio, su vida de pareja con María. Las borracheras nocturnas. Abel contó su adolescencia sin bicicleta y lo de la bicicleta desmadrada del prensista. La salida imprevista de las dos mujeres de la pensión. El silencio de ellas, aún a costa de su propia estabilidad, todo para no delatarlo.

     Eran alcohólicas y lesbianas, sí. Pero no eran “chivas”. Abel intuyó que tal vez fue ese “pero no eran chivas” lo que finalmente tocó el corazón del viejo policía, tal vez fue otra cosa, tal vez fue toda la historia en conjunto. El jefe del Sector que hacía ya tanto tiempo había sido militar tenía sus valores bien arraigados; el espíritu de cuerpo, el honor, la lealtad. Dio un par de tragos a su copa, una calada a su puro importado. Sus ojos ya no miraban a Abel, sino a algún punto de sus muchas vivencias, su experiencia de más de 55 años, aunque pareciera mirar a la pared.

-Veré qué puede hacerse Abel. Pero te advierto que, aun si se logra, no será rápido-. Abel agradeció que escuchara su petición, dio el último trago a su copa y se retiró dando las gracias. Al día siguiente, doña Caro le pidió los datos de María, su nombre completo, en qué sector estaba, si tenía algún grado, sus estudios, etc. Abel no lo supo, pero por arriba, a nivel jefaturas, se intercambiaron telefonazos, primero, y después vino el papeleo burocrático solicitando un cambio de adscripción en las oficinas centrales de la Secretaría de Seguridad Pública. Nada estaba asegurado. Pero el trámite se hizo.

El tiempo pasaba y tenía que ocuparse de su propio trabajo. Casi lo había olvidado cuando, dos meses después, le llegó al batallón un sorpresivo regalo rectangular, con cierto peso, coronado con un moño azul. Adentro había una caja de madera que contenía una botella de tequila. Y una nota de agradecimiento:

“Abel:

No es que el ron sea malo, pero por esta vez, creo que puedo obsequiarte este tequila, que alguna vez me dijiste que te gustaba mucho, pero que rara vez podías pagartelo. Ya es oficial: me cambiaron de adscripción. De momento soy camillera y puedo aplicar primeros auxilios. Pero me dieron un horario que me permitirá reanudar y concluir mis estudios de enfermería –sólo me faltan dos semestres- y podré aspirar al puesto de rescatista de pleno derecho. Pero eso ya me toca hacerlo a mí. Todo termina por saberse. Y sé que algo tuviste que ver con mi nueva situación. Creo intuir qué lo hiciste a raíz de la visita que hice a tu batallón y de lo que hablamos; no me debías ningún favor Abel, somos amigos, pero tal “favor” me lo devolviste centuplicado. Y te lo agradezco infinitamente. También Amparo te manda saludos -aún no termina su libro-. No sé qué más decirte, salvo darte una vez más las gracias. Sabes que siempre puedes contar con nosotras cuando lo necesites. Disfruta tu tequila. ¡Salud!

Besos y abrazos, María.”

Cuando Abel terminó de leer la nota se sintió liberado y reconfortado: feliz por sus amigas, por su botella de tequila; sonrió complacido, aliviado, libre de su remordimiento. Se sentía mejor consigo mismo. Aunque, por supuesto, también había adquirido una nueva deuda, aunque no tan difícil de saldar. Claro, tendría que hacer algunas economías. El coñac que tomaba el jefe del Sector, como todo auténtico coñac, se importaba de Francia. Y no era nada barato. Por lo menos para su salario.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...