miércoles, 14 de junio de 2023

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas.

Alrededor del mediodía desperté.

Un silencio que no dice nada.

En la lengua nicotina y cafeína.

En cuerpo y piel calor de junio.

En el estómago un licuado de frutas.

En la conciencia un no saber qué sigue,

sin saber si esto es ventaja o desventaja.

Una parte de mí prevé carencias

y a la otra parte no le importa.

Todo apocalipsis es privado.

Una lata de cerveza en el refrigerador

pero estoy casi en ayunas.

No se me antoja.

De hecho ya nada se me antoja.

El cigarro no es adicción, es hábito.

Sólo una manera de pasar el tiempo.

Quizás viajar, si tuviera el dinero.

Quizás el amor, si tuviera la edad y el dinero.

Quizás la comida, si sintiera el hambre.

Quizás el sueño, si tuviera sueños.

Elegiría un camino si al final alguien me esperara.

Anclado en mí, preso en mi cuarto,

me digo que quizás a mi edad es natural quedarse quieto,

mecerse en el vaivén rítmico del sillón o de la hamaca,

mientras escuchas a Yiruma al piano: Spring Waltz.

sábado, 10 de septiembre de 2022

Miradas

 En última instancia, el cristal que me resguarda no es protección sino ofrecimiento. Y yo, aunque para eso estoy, padezco las miradas. Y las recibo de todo tipo. Miradas estúpidas, como de vaca que ignora el matadero, o la rapaz mirada del halcón que lo consuma. Miradas frontales, de reojo, en escorzo. Miradas que son fulgurantes escaneos de segundos o lentas y escrutadoras, con morosidades que parecen durar siglos. Miradas esperanzadas, de ambición, de codicia, de falsa indiferencia. Miradas soñadoras, ansiosas, desesperadas, reposadas, inquietas, sosegadas. Miradas de ‘sólo por no dejar’.

Me ausculta con meticulosidad el médico, pero no soy un enfermo. Los periodistas me ansían más que una nota de ocho columnas, los abogados esperan litigar conmigo su último juicio, los contadores me codician más que al dinero ajeno que pasa por sus manos, los obreros, conmigo, esperan dejar de serlo, los ingenieros, los escritores, artistas, gente del común, como las amas de casa, todos ambicionan y esperan de mí, como de un dios, salvación en este mundo; no hay profesional, proletario o lumpen que no fantasee conmigo. Hombres y mujeres, sanos y enfermos, locos y cuerdos, no se pueden liberar de la fascinación que despierto en ellos. Incluso hay quienes, pensando en quién sabe qué, me miran con lascivia, pero no soy puta ni gigoló. Sólo los muy hermosos o los contrahechos reciben tanta atención como yo. Miradas que van y vuelven obsesivas.

Miradas inquisitivas que esperan de mí una respuesta positiva que finalmente sólo daré a un muy escaso número de afortunados. Y aunque la mayoría de mis adeptos salen casi siempre defraudados, por lo general vuelven a mí con desesperación de adictos. Pocos pueden tenerme por entero. El resto se conforma con uno o algunos de mis pedazos. Peor es nada, dicen, y algo de razón llevan.

En un descuido, mi respuesta podría ser la por todos esperada, hacerlos estallar de alegría hasta el paroxismo y llevarlos casi al borde del colapso. Sólo le advierto que, sin excepciones, sus expectativas sobre mí tienen fecha de caducidad. Tiente su suerte y lléveme consigo. Contra todo pronóstico, yo mantengo viva su esperanza.

viernes, 9 de septiembre de 2022

De lealtades

-Ya he albergado a otros egresados de la Academia de Policía; son buena paga-, dijo doña Alicia cuando aceptó a Abel como pensionado. Era una mujer que rondaba o superaba los sesenta años, pero coqueta: bien maquillada, vestido su cuerpo arrugado con un pullover color ladrillo y unos pantalones negros, ropas que en algún momento había sido elegantes, pero que ahora lucían algo raídas, con un remiendo visible en uno de los hombros, costurón hecho con torpeza de mujer mayor. Era la beneficiaria –Abel nunca lo supo con exactitud- de tres o cuatro departamentos de renta congelada en el centro de la ciudad, cuyas habitaciones ella subarrendaba preferentemente a hombres solteros que pagaban precios altos por vivir en un cuarto solo. Los baños eran compartidos.

Algunas veces ella se quedaba a dormir –a vigilar- en el departamento donde Abel alquilaba su cuarto. En otras ocasiones ella se iba a alguno de sus otros inmuebles, y entonces quien tomaba su lugar era su hijo único, un cuarentón divorciado que se trasladaba en bicicleta hasta los talleres de prensa de un periódico céntrico, en el que trabajaba hasta la madrugada. Abel sentía grima al imaginar a ese hombre mayor desplazándose en bici por las madrugadas de la ciudad. Era alcohólico. Pasaba a dejar su bicicleta al departamento y se iba a tomar a alguna cantinita cercana. No entendió entonces el porqué de esa antipatía.

En sus días libres Abel remoloneaba entre las sábanas y se levantaba muy tarde. Mejor dicho, lo levantaba el hambre. Una mañana, en sus vagabundeos por el centro histórico, Abel se encontró a Amparo haciendo vialidad en el primer cuadro de la ciudad. La carihombre. Su cuerpo y su rostro eran muy masculinos y se había ganado, junto con su fama de lesbiana, el puesto de capitana del batallón femenil de cadetes en la Academia de Policía de la Ciudad de México y era de la misma generación que Abel.

Platicaron cinco minutos. Ella y su compañera, María, estaban buscando alojamiento. Abel sabía que había cuartos disponibles en el departamento en el que él vivía y se comprometió a averiguar. Tal vez podría conseguirles un cuarto. Total, nomás eran ellas dos.

-No-, dijo en redondo doña Alicia. –No alojo mujeres. Son muy problemáticas.

-Pero ellas no son así, doña Alicia, las conozco bien; son mis amigas desde que estábamos en la Academia-, mintió Abel, porque en la institución estaba prohibida la interacción entre los cadetes varones y las cadetes mujeres. -María incluso tiene estudios de enfermería. Son bien portadas-, añadió. La casera dudó unos momentos, pero al fin aceptó: - Les voy a dar el cuartito de arriba. Pero tú me respondes por ellas-. Al tercer día, Amparo y María eran ya vecinas de Abel y éste tuvo con quien ir a platicar algunas noches.

 –Estás muy delgado. Cómprate tu parrilla, nosotras te enseñamos a cocinar-. Lo cierto es que Abel cuando podía, a mediodía, hacía “la choclaya” en el batallón, pero ésta nunca le sentó del todo bien. Sus desayunos y cenas consistían en tortas -de tamal, de milanesa, cubanas, de lo que fuera-, quesadillas de todo, tacos de todo. A veces, cenaba simplemente dos o tres piezas de pan con uno o dos vasos de leche.

Sin embargo, lo que sorprendió a Abel de Amparo y María no fue su parrilla eléctrica ni sus habilidades culinarias. Sino su sencillo librero de pino blanco con alrededor de unos 200 volúmenes. Los había técnicos, de enfermería, por los estudios inconclusos de María, que aspiraba a cambiarse de adscripción: al escuadrón de Urgencias Médicas; pero también había en el librerito mucha ficción: novela y cuento. - ¡Les gusta leer! -, dijo sorprendido, al tiempo que se inclinaba o se agachaba casi a ras del suelo para revisar los títulos expuestos en los lomos de los libros en la parte inferior. Comenzaron a intercambiar lecturas.

También bebían mucho. Ron blanco por lo general, el más barato. Lo hacían en las noches libres en que coincidían. Las monumentales crudas se las curaban con un endulzadísimo arroz con leche.

- ¿Por qué tan dulce? -, le preguntó Abel a María.

-Porque lo que hace el alcohol, y mientras más bebas es peor, es bajarte drásticamente los niveles de azúcar en la sangre. Lo primero que se afecta es el cerebro, de ahí la incoherencia expresiva, más notoria en el habla, y la pérdida de la consciencia. Normalmente, los teporochos que amanecen muertos en las calles mueren por shock hipoglucémico. Porque beben de forma continuada y casi no se alimentan.

A raíz de esa información, Abel decidió, aunque no lo cumplió, comenzar a beber menos. Dedujo que María había aprovechado bien sus estudios truncos de enfermería.

Cambiando de tema, María dijo, cuba en mano:

-Amparo está escribiendo un libro.

- ¿Sí? -, preguntó Abel buscando la mirada de la aludida mientras daba un sorbo a su bebida.

-Lo que estoy haciendo es una adaptación Abel. Pienso que los 12 pasos de los doble AA sirven también para curar el alcoholismo y las adicciones de los homosexuales y las lesbianas. Pero hay muchos problemas de aceptación de los miembros no heteros en esos grupos de doble AA. En ocasiones los toleran, otras los hostilizan abiertamente. Pero si formamos nuestras propias agrupaciones podremos ayudar a nuestra comunidad-, contestó Amparo

Interrumpió su discurso para dar sensuales mordiditas en la cintura de María, que reía con suavidad y se esforzaba por bajarse otra vez la blusa que Amparo intentaba subirle. Los tres estaban ya completamente ebrios. Ellas bebían recostadas en la breve cama individual. Abel lo hacía sentado en una silla de plástico blanco con descansabrazos.

Miraba con sorpresa que ellas no se cohibían frente a él en sus escarceos que, después de todo, tampoco iban tan lejos. En esa pequeña habitación había recitación en prosa de sus autores favoritos, poemas y alcohol. Una grabadora reproducía la Suite para cello no. 1 de Bach. ¿Intérprete? El hijo de Amparo, que por esas fechas ya tenía 10 años, que vivía con sus suegros y su padre, que le habían ganado a Amparo la patria potestad por razones económicas. Las circunstancias la habían conducido a hacer su vida de pareja con María. Sus ojos se humedecían cuando escuchaba las interpretaciones de su hijo. Y entonces bebía más rápido y Abel y María intentaban seguirle el ritmo.

Amparo era una gran conversadora cuando estaba bajo los efectos del alcohol. Desgranaba con sentimiento, pero sin histrionismo ni lágrimas su historia. Segunda de solo dos hermanas, había salido medio marimacha. A sus 13 años no lo tenía claro todavía, pero sus padres sí. A esa edad, allá en su pueblo de Chiapas, Amparo fue vendida a un trailero. Ella nunca supo el precio. Probablemente un par de cartones de cerveza. Tal vez el trailero le quitaría lo marimacha, habría pensado su progenitor.

Una terrible oscuridad se apoderó de ella cuando fue desflorada: el dolor y el trauma de verse sometida de esa manera le ocasionaron un piadoso desmayo. La segunda oscuridad, tan terrible como la primera, era que no tenía palabras para describir lo que le había sucedido: violación, desvirgamiento. Con su corta edad y experiencia de vida, no podía explicarse ni a sí misma lo que le estaba pasando. Ella, que casi no hablaba español, aprendió a hablarlo con él, en los largos e interminables recorridos por carretera.

El trailero abusó de ella cuanto quiso, por seis largos años. Era de carácter disparejo. En ocasiones hasta llegaba a ser tierno. Ella se acostumbró a él, que la enseñó a manejar tráileres y algo de mecánica. A los 19 años, Amparo ya conducía hábilmente en la carretera y en las ciudades. En un último viaje a México decidió quedarse. El trailero la dejó ir. Ya había tomado de ella todo lo que quería y podía tomarse.

Amparo encontró trabajo como chofer de peseras. Como eran rutas fijas, se adaptó rápido a la capital del país. Hizo la secundaria nocturna y, para completar su educación, se había vuelto asidua a las bibliotecas. Se preparaba a conciencia. Comenzó a acudir a un taller de literatura creativa en su delegación. Deseaba fervientemente aprender a escribir bien para contar su drama. Alguien le había dicho que eso era curativo. Fue ahí donde creyó enamorarse de un muchacho “que escribía bonito”, padre de su hijo. Con su terrible historial de vida, Amparo se había vuelto alcohólica. A su expareja le resultó fácil quitarle la custodia del pequeño. Para pelearla se necesitaba un abogado y ella no tenía dinero para pagarlo.

Por su larga y ambivalente relación con el trailero y el affaire con el padre de su hijo, Amparo ya no estaba tan segura de lo que era. Nunca había verbalizado en voz alta - ¿con quién? - la atracción culpable que sentía por las representantes de su propio género. No fue sino hasta la ruptura con el papá del niño, y la pérdida de la custodia de éste, que había asumido conscientemente su homosexualidad. Por primera vez se vio al espejo como realmente era: de rostro cuadrado y macizo, acentuados los rasgos masculinos por su pelo corto; miró su cuerpo igualmente sólido y sin curvas, rectangular. Se tiró en la cama y lloró como nunca antes en su vida. Y no es que antes le hubieran faltado motivos para hacerlo. Así es que lo lloró todo junto. La vida de miseria que había llevado con su familia, la manera sórdida en que había sido vendida al trailero. El aislamiento social al que la condenaba su preferencia sexual. La pérdida de su hijo. Lo que le esperaba todavía. Lloró hasta el cansancio, hasta quedarse seca. Se durmió.

Cuando despertó estaba más calmada, desguanzada, pero con algo resuelto en el sueño. Permaneció recostada, muda y vacía en el camastro, sin pensar ya en nada. No estaba vencida. Se levantó, volvió a colocarse frente al espejo e, inesperadamente, sonrió y sintió alivio. Su aspecto viril en realidad era una ventaja. Así, no tenía que explicarle nada a nadie. Lo que ella era resultaba obvio. Dijo en voz alta, retadoramente: -¡Sí, soy marimacha y qué!-. Y entonces llegó primero una tímida sonrisa que se convirtió pronto en carcajadas, imparables carcajadas. Era el principio de su aceptación de todo aquello que era y que no había elegido.

Unos años después conoció a María, una joven vestida de uniforme blanco, de la carrera de Enfermería, que tomaba con frecuencia la pesera ya muy adelantada la ruta, cuando la unidad iba llena, y que por esa razón se sentaba en el asiento del copiloto. La plática surgió natural - ¡Qué raro ver a una chofer de pesera! -, dijo María. –Es más raro ver a una muchacha tan bonita como tú saliendo tan tarde de la escuela. No deja de tener sus riesgos-, advirtió Amparo. Las cosas estaban claras. La invitó a salir un día cualquiera. No tardó en darse el romance.

Cuando por cuestiones económicas María tuvo que renunciar a la Escuela de Enfermería, habló con Amparo y optaron por entrar juntas a la Academia de Policía para sobrevivir “temporalmente”. Fue ahí donde se conocieron “de vista” con Abel.

Esa era, en corto, la historia de Amparo hasta ese día.

Una de esas noches, totalmente alcoholizados los tres, Amparo intentó arrojarse por la ventana. Fornida y cuadrada, Abel y María apenas si tuvieron fuerzas y tiempo para derribarla al piso y montarla entre los dos para mantenerla quieta, mientras ella se retorcía tratando de liberarse, gritando que no quería vivir, que no quería esa vida de mierda a la que estaba condenada. María le sorrajaba unas bofetadas en el rostro con todas sus fuerzas y le gritaba trémula:

- ¡Ya acéptate, pendeja!, ¡Eres lo que eres y no vas a cambiar!

     Poco a poco Amparo fue quedándose quieta e inconsciente en el suelo. Lo que hizo maría fue poner una almohada bajo la cabeza y echarle una cobija encima. Abel aprovechó para bajar al baño. Y es lo último que recuerda de esa noche. Al día siguiente amaneció en su cuarto.

     Lo despertaron las voces alteradas que provenían de la planta baja del departamento. Cuando bajó encontró a Amparo y María, vestidas y mochila al hombro, como dispuestas a irse a su batallón. Enfrente, en la línea enemiga, estaban doña Alicia y su hijo. En medio, estampada contra la pared, con las ruedas dobladas y el manubrio torcido, estaba la bicicleta del prensista.

Doña Alicia, sintiéndose apoyada por su hijo, dijo en tono histérico: - ¡Se me van, ustedes tres se me van, ahorita mismo!

- ¡Pero si yo me acabo de despertar, no sé ni de qué se trata! -, replicó Abel.

Tras un breve titubeo, doña Alicia, luego de mirarlo a él y a ellas alternadamente, enfocó entonces sus baterías contra las dos mujeres:

- ¡Se me van!, ¡Ustedes dos se me van!

Amparo y María le dirigieron una rápida mirada de soslayo a Abel. Tras unos segundos de tensa duda, Amparo se rehízo y se lanzó a la carga contra la casera.

- ¡Señora, nosotras pagamos el doble por un cuartito que es la mitad del de Abel!

- ¡Esto es una pensión, cobramos por persona! -, contestó doña Alicia. - ¡Además, Abel es hombre!

Amparo pareció desconcertada con la explicación misógina de doña Alicia y no supo qué responder; entonces intervino María, dirigiéndose conciliadora al prensista:

-Mire señor, incluso en la madrugada tenemos que bañarnos con agua fría porque su mamá no nos deja ni prender el boiler.

El prensista, que sorprendentemente resultó más comprensivo que doña Alicia, se volvió hacia ésta: -Mamá, los muchachos tienen que asearse para ir a trabajar. No puedes dejarles el agua fría; estamos en diciembre. Olvídate ya de la bicicleta, solo son dos ruedas dobladas y un manubrio torcido, puede repararse. Que paguen los daños y punto.

- ¡Pues si a ti no te importa, a mí sí! -, siguió airada doña Alicia. - ¡Estas dos se me van!, ¡que no me paguen ya nada pero que se vayan! -. Ahí se terminó la discusión. Amparo y María subieron a hacer sus preparativos para irse de la pensión, mientras que Abel, él sí con agua tibia, se bañó para dirigirse a su sector. No tenía ya tiempo de subir a despedirse de ellas. Además, no habría sabido qué decirles.

En las oficinas administrativas del batallón los grados no contaban mucho, y por encima de otros elementos de mayor grado -gracias a sus estudios truncos de contabilidad-, Abel había obtenido el aprecio casi inmediato de la jefa de área. En sólo dos meses se había convertido en la mano derecha de la jefa del departamento, y departía con ella en términos de confianza. Doña Caro, aunque sin olvidarse del “usted”, porque en las oficinas a nadie se le llamaba por su apellido o rango, sino por sus nombres de pila. Algo muy distinto al trato que recibía, en la planta baja, el personal operativo.

Hasta esa oficina llegaban a buscarlo a veces sus excompañeros de la Academia de Policía cuando se enteraban que estaba bien posicionado y suponían que por ello tenía una cierta influencia. Y la tenía, pero no tanta como ellos creían. Abel notaba a sus ex condiscípulos visiblemente cambiados: rostros y miradas fijas y endurecidas, bocas difíciles para la sonrisa. ¿Qué habían visto o qué habían vivido esos jóvenes policías para tornarse así en tan poco tiempo? El servicio de calle era la cabeza de Medusa: los volvía de piedra.

- ¿Tal vez tú podrías…? -. –Discúlpame, de verdad lo siento, pero aquí soy sólo un escribiente. No tengo las influencias que crees-. Lo que buscaban por lo general era un palancazo para un cambio de adscripción. Cambiar de batallón para estar más cerca de sus familias, de sus casas, para no perder tanto tiempo ni dinero para transportarse de un extremo al otro de la ciudad. O para hacer valer sus estudios: -Tengo estudios inconclusos de aviación. Tantas horas de práctica de vuelo. Me gustaría cambiarme al grupo Cóndor (los helicópteros). Otros estaban en malos términos con un superior que los hacía cubrir los peores servicios y no veían más opción para eludir las arremetidas que un cambio de sector.

Entre esas visitas llegó desde otro batallón, dos meses después que fuera corrida de la pensión, María. Era temprano. Se abrazaron y se besaron en las mejillas. Ella aún buscaba su cambio al Escuadrón de Urgencias Médicas, las ambulancias, la aplicación de los primeros auxilios, los traslados de heridos y enfermos, las emergencias médicas en una palabra. - ¿Podía él hacer algo?

No, no podía, no se atrevía a molestar al jefe del Sector policiaco por terceras personas. Bastante trabajo le había costado obtener el primer lugar de su generación en la Academia de Policía, cuya única prerrogativa real era la posibilidad de elegir el área y el lugar donde quería trabajar. Y él había elegido ser escribiente. El trato con el jefe del Sector se limitaba a lo estrictamente laboral. Éste guardaba las distancias, mientras que a Abel le bastaba ver el estado de sus ex compañeros para sentirse contento con haber eludido el servicio de calle.

 –No te preocupes, manito-, dijo María, restándole importancia al asunto. -Voy a seguir buscándole por otro lado.

Platicaron todavía otros minutos. –Oye y, por cierto, qué pasó esa madrugada. ¿Fue Amparo la que madreó la bicicleta?-, preguntó Abel. María lo miró con algo de sorpresa y curiosidad. Después le preguntó mirándolo a los ojos: - ¿De verdad no te acuerdas?

- ¿De qué? -, preguntó Abel con una nueva inquietud en la mirada.

-Fuiste tú, Abel-, dijo María sonriente, como festejando la travesura de un niño.

 -Mientras Amparo estaba inconsciente en el cuarto tú bajaste al baño. Cuando escuché el estruendo bajé a ver qué pasaba. Eras tú aporreando la bicicleta contra la pared. Gritabas que no querías esa porquería de bici recogida de la basura. Que querías una nueva como la de tu hermano. Estabas más flaquito que ahora. Pude controlarte y subirte a tu cuarto. Te dormiste llorando.

Abel se quedó frikeado. Sólo alcanzó a preguntar:

- ¿Por qué no lo dijeron entonces?

-No lo sé Abel. Tal vez porque fuiste tú quien nos consiguió ese cuarto. Y nos hubiéramos sentido mal de quedarnos nosotras y que tú te fueras. Pero no te preocupes, conseguimos un cuartito de azotea en la San Rafael. Estamos cómodas, no tenemos vecinos y nadie nos molesta. Además, todos teníamos muchos pedos entonces. No se trata de culpar a nadie. Ahora todos estamos un poco mejor que antes ¿no crees?

Cuando María se marchó, Abel se quedó con un fuerte remordimiento. Así es que esas jóvenes mujeres se habían negado a delatarlo, a dejarlo en la calle con su mochila al hombro buscando de última hora otra pensión. Ellas habían asumido el costo de su desmadre sin reclamar siquiera reconocimiento por su acto generoso. Simplemente habían subido a empacar sus tiliches, buscar un camión de mudanzas e irse, de improviso, a otra parte. ¿Cuánto trabajo les costó?, ¿cuánto dinero? Cuatro meses después Abel se enteraba del inadvertido favor que había recibido. Y él ahora sentía que les debía algo. Todo el día pensó en lo que le había dicho María.

Pensando, recuperó un recuerdo antiguo. Ya para entonces él y su familia se habían cambiado de vecindad, dos manzanas adelante, luego de un pleito de su mamá con la casera: los cuartos del nuevo vecindario eran de material con techo de asbesto, más calurosos, si cabe, que su anterior cuarto de lámina de cartón. Fue entonces que su hermano mayor tuvo su primera bicicleta. Una rodada 28. Abel ya tenía para entonces once años y su hermano mayor casi trece.

Abel estaba enojado. Igual que antes había exigido inútilmente uniformes nuevos, ropa nueva, juguetes propios, exigió su bicicleta, la suya. Pero sus padres dijeron que no había dinero suficiente, que la bici sería de los dos. Sus cortas piernas –siempre fue más chaparro que su hermano mayor- le impedían alcanzar, al mismo tiempo, el sillín y los pedales. El caso es que la bicicleta no pudo ser de los dos. Sus padres buscaron una “solución”. Unos días antes uno de los muchachos del vecindario había desechado su vieja bicicleta, esa sí rodada 26. En esa colonia marginada el camión recolector de basura no pasaba muy seguido. Los padres de Abel la recogieron y la llevaron al taller del tío Martín, que hizo lo que pudo y, al final, la pintó de un brillante y oscuro color azul metálico que no lograba ocultar la herrumbre de los tubos de la estructura.

Abel recibió su bicicleta remozada tal vez cuatro o cinco días después que su hermano mayor recibiera la suya. Sólo que la de él ni siquiera alcanzó a salir del patio. La cadena que hacía girar la rueda trasera no funcionaba, se salía cada uno, cada dos giros. Definitivamente no sirvió pese a su reluciente pintura nueva. Él sintió una extraña opresión en el pecho. No pudo definir lo que sintió, pero tal vez sólo era tristeza. Una bicicleta recogida de la basura. Eso era lo que sus padres tenían para él. Eso era lo que él valía para ellos. Resolvió desde el fondo de su corazón no volver a pedirles nada. Lloró a escondidas.

-Sí- pensó-, tenía sentido. No había duda: él había desmadrado la bicicleta del prensista. Comprendió entonces de dónde venía su aversión contra el prensista y se apenó por la injusta antipatía que había sentido por él.

Al día siguiente hizo acopio de valor y le pidió una entrevista al siempre ocupado jefe de Sector, que se la agendó al final del turno. No importaba, esperaría lo que tuviera que esperar. Gracias. Era importante. Cerca de las 11:00 de la noche lo recibió el teniente coronel. Abel pidió desde el fondo de su corazón al numen del verbo que lo ayudara a encontrar las palabras apropiadas para ser convincente.

El jefe de Sector, sentado en su cómodo sillón, detrás de su escritorio, estaba tomándose una copita de coñac. "Acompáñame con una", le dijo a Abel y le sirvió. Escuchó con atención. Abel, tras dar un sorbo, se soltó contándolo todo: su amistad imprevista con ellas, la vida común en la pensión, los muchos libros intercambiados, autores que citó quizás inútilmente, sin saber si el jefe los conocía; contó la historia dramática de Amparo, incluyendo la pérdida de la custodia de su hijo, sus intentos de suicidio, su vida de pareja con María. Las borracheras nocturnas. Abel contó su adolescencia sin bicicleta y lo de la bicicleta desmadrada del prensista. La salida imprevista de las dos mujeres de la pensión. El silencio de ellas, aún a costa de su propia estabilidad, todo para no delatarlo.

     Eran alcohólicas y lesbianas, sí. Pero no eran “chivas”. Abel intuyó que tal vez fue ese “pero no eran chivas” lo que finalmente tocó el corazón del viejo policía, tal vez fue otra cosa, tal vez fue toda la historia en conjunto. El jefe del Sector que hacía ya tanto tiempo había sido militar tenía sus valores bien arraigados; el espíritu de cuerpo, el honor, la lealtad. Dio un par de tragos a su copa, una calada a su puro importado. Sus ojos ya no miraban a Abel, sino a algún punto de sus muchas vivencias, su experiencia de más de 55 años, aunque pareciera mirar a la pared.

-Veré qué puede hacerse Abel. Pero te advierto que, aun si se logra, no será rápido-. Abel agradeció que escuchara su petición, dio el último trago a su copa y se retiró dando las gracias. Al día siguiente, doña Caro le pidió los datos de María, su nombre completo, en qué sector estaba, si tenía algún grado, sus estudios, etc. Abel no lo supo, pero por arriba, a nivel jefaturas, se intercambiaron telefonazos, primero, y después vino el papeleo burocrático solicitando un cambio de adscripción en las oficinas centrales de la Secretaría de Seguridad Pública. Nada estaba asegurado. Pero el trámite se hizo.

El tiempo pasaba y tenía que ocuparse de su propio trabajo. Casi lo había olvidado cuando, dos meses después, le llegó al batallón un sorpresivo regalo rectangular, con cierto peso, coronado con un moño azul. Adentro había una caja de madera que contenía una botella de tequila. Y una nota de agradecimiento:

“Abel:

No es que el ron sea malo, pero por esta vez, creo que puedo obsequiarte este tequila, que alguna vez me dijiste que te gustaba mucho, pero que rara vez podías pagartelo. Ya es oficial: me cambiaron de adscripción. De momento soy camillera y puedo aplicar primeros auxilios. Pero me dieron un horario que me permitirá reanudar y concluir mis estudios de enfermería –sólo me faltan dos semestres- y podré aspirar al puesto de rescatista de pleno derecho. Pero eso ya me toca hacerlo a mí. Todo termina por saberse. Y sé que algo tuviste que ver con mi nueva situación. Creo intuir qué lo hiciste a raíz de la visita que hice a tu batallón y de lo que hablamos; no me debías ningún favor Abel, somos amigos, pero tal “favor” me lo devolviste centuplicado. Y te lo agradezco infinitamente. También Amparo te manda saludos -aún no termina su libro-. No sé qué más decirte, salvo darte una vez más las gracias. Sabes que siempre puedes contar con nosotras cuando lo necesites. Disfruta tu tequila. ¡Salud!

Besos y abrazos, María.”

Cuando Abel terminó de leer la nota se sintió liberado y reconfortado: feliz por sus amigas, por su botella de tequila; sonrió complacido, aliviado, libre de su remordimiento. Se sentía mejor consigo mismo. Aunque, por supuesto, también había adquirido una nueva deuda, aunque no tan difícil de saldar. Claro, tendría que hacer algunas economías. El coñac que tomaba el jefe del Sector, como todo auténtico coñac, se importaba de Francia. Y no era nada barato. Por lo menos para su salario.

sábado, 20 de agosto de 2022

Ataraxia


La paz de la pastilla ha vuelto a mí. No es que no haya cosas por las qué protestar, pero yo ya no me sublevo. Dejar hacer, dejar pasar hasta que yo sea el arrollado. No me importa: es la paz de la pastilla, la ataraxia inducida que calma mi cerebro y mi conciencia. Las cosas no están bien, lo sé. Yo no estoy bien, también lo sé. Sólo es que ya no importa. Ladren, maten, mutilen, asesinen, roben, incendien, corrómpanse, prostitúyanse, ocúltense o dispárense que a mí eso no me afecta. ¡Ah, se siente uno tan bien con la pastilla!, ¡Se resigna uno tan fácil al generalizado desmadre de la ciudad y el mundo! Ambos podrían desaparecer, junto con uno, y sería algo tan sin importancia como el estallido de una estrella a millones de años luz. No es que los laboratorios no lucren con las pastillas, es que no importa. Todo el que puede lucra y yo pago mi cuota. Mis ojos son ya como los de los muertos: están abiertos, pero no ven. Mis oídos no oyen, mi piel no siente, el agua no me sabe, mi nariz es indiferente a los olores. Se acabó el juicio moral. Ya no señalo a nadie, ni a mí mismo. Es la paz de la pastilla que me reduce a mis funciones básicas. Mientras mis necesidades estén cubiertas ¡que arda el mundo!, no es mi asunto. Pensándolo bien, cualquier historiador puede decirlo, siempre ha sido así. O peor. Esta paz, en medio del pandemónium, bien vale el precio de la pastilla. Otro lo dijo antes que yo: abandonar el mundo a sus disputas. Y él no tenía la pastilla. Lo único malo es que lo dijo antes de morir. O alguien lo dijo por él, ya estando muerto. La pastilla quita el miedo tanto a la vida como a la muerte, quita el miedo a los otros y a uno mismo. ¿Cuándo no ha sido así? Todo el que puede se hace a un lado. El médico fue claro: si las crisis no remiten, hay que duplicar la dosis. Y eso es lo que hago. Doblo la dosis y duermo como un santo. Y nada sobresalta mi vigilia. Ni siquiera las noticias del mediodía o de la noche. No quería hacer una loa de la pastilla, pero se siente uno tan bien… deveras bien. Una vez que se la prueba… ya no se puede prescindir de ella.

jueves, 18 de agosto de 2022

La respuesta a la adicción

 



Puede parecer inviable pero no lo es. El único argumento lo suficientemente fuerte para convertir a un adicto es el amor incondicional y sostenido. La palabra respaldada por los hechos.

miércoles, 17 de agosto de 2022

Escalas y proporciones

 



No importa la inconmensurabilidad del universo, nuestra pequeñez, nuestra insignificancia cósmica; nuestros problemas son a escala humana, hechos a nuestra medida, y nos corresponde atenderlos, independientemente de los resultados.




lunes, 1 de agosto de 2022

Hay maneras y maneras

 


Los ricos no sé, que lo digan ellos. Pero los pobres, entre los que me cuento y siempre he vivido, son un horror. Tengo cien ejemplos, pero basta con contar la amenaza presente. Apenas el sábado pasado, es decir, antier, unos fuertes e insistentes golpes en la reja a mediodía me sacaron de mi cuarto. Desde medio patio vi la figura del hombre que golpeaba mi reja, llamando. Le pregunté qué quería, pero no entendí lo que dijo. A mis espaldas mi madre me decía en voz alta: “no le des nada”. Supuse que ya lo conocía. Yo proseguí y me acerqué a la reja. Repetí la pregunta. Me dijo: “Yo chapeo”. Llevaba en la mano izquierda un machete cuyo filo estaba apenas envuelto en un trapo. Le dije que ya teníamos una persona para eso y a mis espaldas estaba el patio medio ajardinado, medio salvaje, con algunas plantas rastreras crecidas cuyos nombres desconozco. Sin mediar más, el hombre soltó a bocajarro, con voz demandante, sin humildad, una exigencia: “Dame 10 pesos”. No estoy seguro si fue el tono de voz, el machete amenazante o no sé que el caso es que respondí, también con brusquedad: “Espérate”. Tengo un bol de plástico donde guardo la morralla. Hacía tiempo, no recuerdo quién, me dio envueltas en cintas de aislar un paquetito de diez moneditas de 50 centavos. Dado su escaso uso y valor no había yo, hasta entonces, sabido que hacer con ellas. Así que ese mediodía, sin saber por qué, tomé la torrecilla de monedas y volví a salir, llegué hasta la reja y se la di al hombre pasándosela entre los barrotes de la reja. El miró el paquete, supongo que lo sopesó y preguntó con voz ronca: “¿son diez pesos?”. Tras darle el paquetito, yo ya me había dado la vuelta y emprendido el camino de regreso a la casa. Lo escuché, pero no le contesté. Ya en la puerta volteé a ver y constaté que ya se había ido. No, no le dije que sólo eran cinco y que si se los di fue sólo para deshacerme del inútil paquetito, más estorboso que valioso. Otros indigentes pasan por mi reja para pedir una ayuda, pero piden con humildad y se despiden bendiciendo. No fue el caso de este hombre que, quizás amparado en el valor que le da su machete, no pide, exige. Y dicen, y dicen bien, que en la forma de pedir está el dar.

lunes, 25 de julio de 2022

Cuenta regresiva












Siempre estamos en el cero
de la cuenta regresiva.
En el cero alguien nace a la vida
y alguien deja de ser definitivamente.
En el curso del día
el tulipán se abre y se cierra.
No es más larga la vida de la mosca.
En el cero inicia la carrera
o despega el cohete.
En el cero se asesina,
se viola, se mutila, se secuestra.
Se hace la aprehensión
y se dicta la sentencia.
En el cero alguien enferma o se cura.
Estertor de orgasmo o estertor de muerte.
Alguien encuentra el amor y alguien lo pierde.
Siempre en el cero, en el cero siempre
algo empieza o algo termina.
10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1… 0.
Algo ocurrió en alguna parte.
Muchas cosas ocurren simultáneamente.
Siempre estamos en el cero
de la cuenta regresiva
aunque no lo sepamos.
Algunos tienen el ¿privilegio?
de saber que están muriendo.
Nadie el de saber que está naciendo.
¿Qué está naciendo?
¿Qué está muriendo?
¿Es uno, es otro, es el mundo entero?
No lo sabemos.
Sólo sabemos que siempre estamos
en el cero de la cuenta regresiva.
Siempre estamos en el momento decisivo.

viernes, 15 de julio de 2022

El primer hombre


Albert Camus

Tusquets editores

Las vacaciones también devolvían a Jacques a su familia, por lo menos los primeros años. Ninguno de ellos tenía asueto, los hombres trabajaban sin tregua a lo largo de todo el año. Sólo un accidente de trabajo, cuando eran empleados por empresas que los aseguraban contra ese tipo de riesgos, les daba derecho al ocio, y sus vacaciones pasaban por el hospital o el médico. El tío Ernest, por ejemplo, en un momento en que se sintió agotado, “se puso”, como él mismo decía, “en el seguro”, sacándose voluntariamente con la garlopa una espesa viruta de carne de la palma de la mano. En cuanto a las mujeres, éstas, incluida Catherine Cormery, trabajaban sin descanso por la sencilla razón de que el descanso significaba para todos ellos comidas más frugales. El desempleo, para el que no había seguro, era el mal más temido. Ello explicaba que esos obreros, tanto en casa de Pierre como en la de Jacques, que en la vida cotidiana eran siempre los más tolerantes de los hombres, fuesen siempre xenófobos en cuestiones de trabajo, acusando sucesivamente a los italianos, los españoles, los judíos, los árabes y, finalmente a la tierra entera, de robarles su empleo -actitud sin duda desconcertante para los intelectuales que escriben sobre la teoría del proletariado, y sin embargo muy humana y muy excusable-. Lo que esos nacionalistas inesperados disputaban a las otras nacionalidades no eran el dominio del mundo o los privilegios del dinero y del ocio, sino el privilegio de la servidumbre. El trabajo en aquel barrio no era una virtud, sino una necesidad que, para asegurar la vida, conducía a la muerte.

En todo caso, y por duro que fuera el verano de Argelia, cuando los barcos sobrecargados se llevaban a funcionarios y a gentes pudientes ( que volvían con fabulosas e increíbles descripciones de prados feraces donde el agua corría en pleno mes de agosto) a recuperarse de los buenos "aires de Francia", la vida en los barrios pobres no cambiaba absolutamente nada y, lejos de vaciarse a medias como los del centro, parecía que, por el contrario, aumentaban su población por los innumerables niños que se volcaban en las calles.

Págs. 239,240.

viernes, 8 de julio de 2022

Inaugurando el negocio


La violencia está imparable. Ahora están de moda los asaltos armados a casa-habitación. Las noticias dan cuenta de ello todos los días. Temí por mi familia y me puse en contacto con un ex policía para hacerme de una pistola. Por suerte, tenía disponible una reglamentaria. Un revólver Smith&Wesson calibre 38, especial. Él mismo me proveyó de las municiones. No fue poco ni mucho lo que pagué, apenas lo suficiente para sentir que tenía con qué protegerme a mí y a los míos.

Como en el país es ilegal la posesión de armas por parte de civiles, a menos que la Sedena te expida un permiso, no hay donde hacer prácticas de tiro. No aspiraba yo ha tanto. Se manejar armas. Sólo quería comprobar que la pistola funcionara. Así que me dirigí al malecón costero y enfilé hacia su término, donde se ubicaba el último hotel de la Costera, el Marisol. Aparqué mi coche y me interné, por una escalinata, a la arenosa playa. Adelanté el inmueble y avancé, según calculé a ojo de buen cubero, un par de cuadras sobre la playa, en despoblado. El calor hizo la caminata insoportable, sin contar la arena suelta de la playa. De un lado el mar, del otro los lomeríos recubiertos de hierba que resiste estas condiciones de salinidad.

Con el cuerpo y la cabeza calientes por el sol, dudé brevemente entre disparar contra las dunas o contra el mar. Aunque las lomas estaban más próximas, opté por el mar. Casi sin apuntar, calculando que las balas alcanzaran unos 60 o 70 metros, disparé una, dos, tres veces, sintiendo el contragolpe de la pistola contra mi brazo extendido. Funcionaba bien. Las balas no estaban caducadas. Me di por bien servido y retomé el camino de regreso hacia el malecón, la misma asoleada continuada, donde había dejado el coche. Cuando llegué guardé el arma en la guantera y me dirigí a la casa, donde la puse en la recámara que comparto con mi mujer, lejos del alcance de los niños.

Consideré mi día de descanso bien aprovechado y al día siguiente cumplí mi rutinario día de trabajo. Al salir me dirigí a la casa y encendí el radio en las noticias de la noche. Ahí fue que me enteré. A unos 200 metros del Hotel Marisol, el último del Malecón Costero, había aparecido en la playa, arrastrado por la marea y el oleaje, el cuerpo de un buzo con dos orificios de bala en el costado izquierdo, en el torso para ser más precisos. Los pelos se me pusieron de punta; tuve que orillarme sobre la cuneta y respirar profundamente. ¿Sería posible? Aún faltaba el peritaje del Semefo, que determinaría el calibre de las balas. Recé porque el Marisol no contara con cámaras de vigilancia. Porque si era así no tardarían en reconocerme.

Al día siguiente el peritaje estaba completo. Efectivamente, las balas que acabaron con la vida del buzo eran calibre 38. Se hospedaba en el Marisol. Era una viajante de negocios que había visto una oportunidad en la violenta ciudad. Ultimaba, según dijeron los entrevistados, detalles de un servicio funerario con crematorio en la ciudad. Lo que no se imaginó es que él mismo iba a inaugurarlo. No sé por qué, pero eso me hizo sentir menos culpable. Todos sabemos lo que cuesta una tumba en los panteones de la ciudad, una cremación, un féretro, una urna, unos servicios velatorios. Es gente que lucra desmedidamente con la desgracia ajena. Yo sigo rezando para que el Marisol carezca de cámaras de vigilancia.

domingo, 3 de julio de 2022

Tratado de ateología


Michel Onfray

 

II. AL SERVICIO DE LA PULSIÓN DE MUERTE

1. LAS INDIGNACIONES SELECTIVAS

La posibilidad de seleccionar citas a discreción en los tres libros del monoteísmo hubiese podido dar buenos resultados: bastaba con transformar la prohibición deuteronómica de matar en un absoluto universal sin tolerar ninguna excepción, con poner de relieve la teoría evangélica del amor al prójimo, prohibiendo todo lo que contradijera aquel imperativo categórico y con apoyarse por entero en el sura coránico según el cual asesinar a un hombre es equivalente a eliminar a la humanidad entera, para que de pronto las religiones del Libro se volvieran recomendables, benévolas y deseables.

Si los rabinos prohibiesen que se pueda ser judío y asesinar, colonizar y desterrar a pueblos enteros en el nombre de la religión; si los curas condenaran a quien quitase la vida a su prójimo; si el Papa, el primer cristiano, tomase siempre partido por las víctimas, los débiles, los indigentes, los desempleados, los excluidos, los descendientes de la pequeña comunidad de fieles  de Cristo; si los califas, los imanes, los ayatolás, los muías y  otros dignatarios musulmanes cubrieran de oprobio a los fanáticos de las armas y a los asesinos de judíos, cristianos e infieles; si todos los representantes del Dios único en la Tierra optasen por la paz, el amor y la tolerancia: en primer lugar, lo hubiésemos visto y sabido enseguida, y entonces hubiésemos podido sostener a las religiones en sus premisas, luego contentarnos con condenar el uso que hicieran de ella los malos y los malvados. En lugar de eso, las practican a la inversa, eligen lo peor, y salvo rarísimas excepciones puntuales, singulares y personales, favorecen siempre en la historia a los jefes militares, los soldados brutales, los ejércitos, los guerreros, los violadores, los saqueadores, los criminales de guerra, los torturadores, los genocidas y los dictadores -excepto los comunistas...-, lo más vil y despreciable de la humanidad.

Pues el monoteísmo se inclina por la pulsión de muerte, ama la muerte, quiere la muerte, goza de la muerte y está fascinado con ella. La da, la distribuye masivamente, amenaza con ella y pasa al acto: desde la espada sanguinaria de los judíos que exterminaban a los cananeos hasta la utilización de aviones de línea como proyectiles voladores en Nueva York, pasando por el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, todo se hace en nombre de Dios, con su bendición, pero sobre todo con la bendición de los que lo invocan.

Hoy en día, el gran rabinato de Jerusalén fustiga al terrorista palestino cargado de explosivos en las calles de Jaffa, pero guarda silencio sobre el asesinato de los habitantes de un barrio de Cisjordania destruido por los misiles de Tsahal. El Papa desaprueba la píldora como responsable del mayor genocidio de todos los tiempos, pero defiende abiertamente la masacre de cientos de miles de tutsis por los hutus católicos de Ruanda; los más altos tribunales del islam mundial denuncian los crímenes del colonialismo, la humillación y la explotación a la que los ha sometido y somete el mundo occidental, pero se alegran de la jihad mundial llevada a cabo bajo los auspicios de Al-Qaeda. Fascinados por la muerte de goys, impíos e infieles, los tres, por otra parte, consideran al ateo como el único enemigo en común.

Las indignaciones monoteístas son selectivas: el espíritu corporativo funciona de lleno. Los judíos tienen su Alianza, los cristianos, su Iglesia, y los musulmanes, su Umma. Los tres tiempos escapan a la Ley y disfrutan de una extraterritorialidad ontológica y metafísica. Todo se defiende y justifica entre los miembros de la misma comunidad. Un judío, Ariel Sharon, puede (mandar) exterminar a un palestino -el poco defendible jeque Yassin...-, y no  ofende a Yahvé, porque el asesinato se lleva a cabo en su nombre; un cristiano. Pío XII, tiene el derecho de justificar a un genocida que asesina judíos -Eichmann pudo salir de Europa gracias al Vaticano—, no disgusta al Señor, porque el genocida venga el deicidio atribuido al pueblo judío; un musulmán -el muía Ornar- puede (mandar) arrestar a mujeres acusadas de adulterio y complace a Alá, puesto que el cadalso se levanta en su Nombre... Detrás de todas esas abominaciones, versículos de la Tora, pasajes de los Evangelios, suras del Corán que legitiman y bendicen....

En cuanto la religión empieza a tener resonancias públicas y políticas, aumenta en forma considerable su poder de causar daño. Cuando nos basamos en un fragmento de uno u otro de los tres libros para explicar lo bien fundado y la legitimidad del crimen perpetrado, la fechoría se vuelve inatacable: ¿podemos ir en contra de la palabra revelada, del dicho de Dios o de la exhortación divina? Pues Dios no habla, excepto con el pueblo judío y con unos cuantos iluminados a los que envía a veces un mensajero, una virgen por ejemplo, pero el clero lo hace hablar con facilidad. Cuando se expresa un miembro de la Iglesia, y cita los pasajes de su libro, oponerse a él es igual que decirle no a Dios en persona. ¿Quién cuenta con suficiente fuerza moral y convicción para rechazar la palabra (de un hombre) de Dios? La teocracia vuelve imposible la democracia. Mejor aún: la sospecha de teocracia impide la existencia misma de la democracia.

 

domingo, 26 de junio de 2022

Entre amigos

Anda, bebamos.
Tú que siempre tienes algo que decir
y yo nada por callar.
Bebamos, anda,
suelta la lengua,
inunda mis tímpanos,
colma mi sed de escuchar.
No te cohíbas, no te intimides,
no esperes las preguntas
que no siempre tengo algo qué preguntar.
No tenemos que ser inteligentes,
ni siquiera tiene que ser una conversación,
sólo hablar y escuchar al cadáver exquisito
que en cada encuentro improvisamos.
Hablo, hablas, nada que escondernos.
Te escucho y me escuchas sin tapujos.
La ebriedad no es ebriedad, es otra cosa.
Para nosotros es terapia
sin medición (ni cobro) del tiempo.
(…)
¿Lo ves? No había qué preocuparse.
Llegamos juntos al silencio sin incomodidad.
No es el lugar terrible que temíamos.
La noche sabe de estas cosas.
Hora de despedirse. Fin del ritual.
Cuando llegues a tu chante me hablas.
Nos vemos la próxima, bye.

viernes, 17 de junio de 2022

La experiencia culinaria más exquisita de mi vida


Mi amigo inglés había organizado para ambos, él y yo, un fin de semana en Tlaxcala. Nos albergamos en la Mansión Nezahualcóyotl, si no recuerdo mal. Era casi casi una pensión, tan económica que, por cinco pesos más, te ponían un televisor portátil en la habitación. Por supuesto, nosotros tuvimos TV. Hablo de fines de los 80’s. De la ciudad recuerdo el precioso ex convento y templo de San Francisco, edificado en un montículo, su hermoso techado de maderas barnizadas y cruzadas, formando rombos, tachonadas artísticamente en sus conjunciones con remates de bronce que, contrastantes con las maderas oscuras, fingían estrellas en la penumbra del templo, todo el conjunto de una belleza impresionante; la capilla de indios, por supuesto, la elegante torre exenta de tres cuerpos, separada del templo por unos cuantos metros, desde donde podíamos ver, en un plano inferior, la totalidad de la plaza de toros. También visitamos el Palacio de Gobierno con los impresionantes murales de Desiderio Hernández Xochitiotzin que nos ilustraban sobre la historia de Tlaxcala.

Pero el objetivo culminante del viaje era una visita a las ruinas de Cacaxtla y sus justamente prestigiados murales prehispánicos, probablemente los más hermosos y mejor conservados de todo el país, para mi gusto, aunque tampoco soy tan viajado como para asegurarlo. La luz diáfana de toda Tlaxcala no excluía el poblado de San Miguel del Milagro, en cuyas inmediaciones se ubican las ruinas que íbamos a visitar. Llegamos a Cacaxtla en autobús. El sol estaba a todo lo que daba… e iniciamos el recorrido que habrá durado aproximadamente una hora y media.

Mi primera sorpresa fue el tamaño de los murales, casi tanto como su abundancia y extensión. Los guerreros alados, cubiertos de suntuosos ropajes plagados de símbolos y sosteniendo un hato de flechas entre sus brazos y manos morenas -significando jerarquía y mando-. El extenso Mural de la Guerra, indescriptible por barroco, otra de las maravillas del lugar, la escalinata adosada a un muro también pintado e ilustrado con altas y estilizadas plantas de maíz, una rana gigante, un ave mítica y, como personaje central, un pochteca o comerciante, con su carga a corta distancia de su espalda, todo ello rodeado de una primorosa cenefa ornada con garzas y caracoles entre otras curiosidades. Luego de inhalar tanto saludable aire bien oxigenado, contrastándolo con el que se respiraba en la contaminada CDMX, nos faltaba todavía conocer el contenido maravilloso del Museo de Sitio, con piezas inigualables, irrepetibles. Sólo Yucatán, Oaxaca y Chiapas, en mi opinión, pueden competir con el esplendor de este sorprendente patrimonio precolombino de Tlaxcala.

Aunque estábamos extasiados y exhaustos con el recorrido y el calor reinante, el camino descendente por la calle de terracería lo hicimos a pie bajo un sol de justicia. A medio tramo nos encontramos con un letrero que, a la letra, decía: Pulque blanco. No lo dudamos, cruzamos el umbral y pedimos sendos jarros del licor de origen precolombino. Pero entonces ocurrió aquello que marcó de manera definitiva el viaje en mi memoria, al menos para mí, no sé si para mi amigo.

Ocurría que el dueño de la casa, campesino, comía entonces en el patio atendido por su mujer, sentada a los pies de un modesto fogón casi a ras de suelo: un gran comal asentado sobre piedras brutas bajo el cual ardía la leña. Sobre el comal, la olla de frijoles en bola y las tortillas de maíz nixtamalizado, recién hechas. Con su sencilla habla campesina, el hombre me invitó un taco:

-Échese uno-, dijo con sencillez y yo, sediento, hambriento, alucinado todavía, me acerqué al modesto fogón. Otra cosa no me ofreció la señora que un taco con una tortilla recién hecha, frijoles negros y una salsa ranchera de tomate y chile. Ignoro si la salsa llevaba algo más. Si lo tenía yo no alcancé a detectarlo. ¿Sería el hambre, el cansancio por la caminata, el pulque, en maridaje perfecto con el taco, las maravillas que habíamos visto, saturado yo de vida, juventud, aire y sol? No lo sé. Pero nunca, ni antes ni después, un taco, de lo que sea, una comida, la que sea, me ha sabido tan rico como ese único y gran taco.

-Dígale a su amigo gringo que también venga a echarse uno-, dijo el campesino.

No hubo necesidad que yo le dijera nada. El español de mi amigo era casi perfecto y entendió completamente lo que se dijo. Se acercó un poco picado en su orgullo, aclarando: -No soy gringo, señor, soy inglés.

-Son lo mismo-, contestó rápidamente el convidante, con un cierto retintín de hostilidad en la expresión. Mi amigo prefirió no entrar en discusiones y se comió su taco mientras yo daba cuenta del mío. No pasó a mayores. Cuando nos terminamos el pulque, a la sombra y al fresco del improvisado local, pagamos, agradecimos el servicio y el taco y volvimos a la soleada calle y a un vientecillo tímido que hacía en esas alturas, rumbo al poblado.

Ya en la capital estatal de Tlaxcala, nos dimos un baño y descansamos dos o tres horas; ya tarde salimos a cenar a un exclusivo restaurante, ubicado en el casco antiguo de la ciudad, en un inmueble colonial acondicionado con lujos concordantes. Un grupo de Jazz tocaba música viva en un estrado. ¿Qué cenaba yo, acompañadas de un buen vino? Codornices a la plancha. No recuerdo que pidió mi amigo. Estoy obligado a decir que todo este refinamiento de la cena en mi percepción de los hechos estaba muy por debajo de la experiencia culinaria que había sido el taco de frijoles con salsa ranchera del mediodía. No estoy del todo seguro del porqué.

A lo largo de mi vida he tenido oportunidad de comer, además de la comida casera usual, platillos tan reputados como el caviar, acompañado de su respectivo vino, en un evento público con un Procurador de Justicia y compañeros reporteros; ravioles en el restaurante del Sevilla Palace, sobre Paseo de la Reforma, espagueti a la boloñesa en otro no menos exclusivo restaurant de la Zona Rosa, en la esquina de Hamburgo y Niza, también con grupos de Jazz y mariachis incluidos, sin descartar unos sencillos huevos tirados y café en el Café La Parroquia del Puerto de Veracruz. Se nota, por supuesto, que no soy Anthony Bourdain -quien, por cierto, hace ya un buen que dejó de ser-, pero que sí, algunos gustos me he dado. Mole negro en Oaxaca y cangrejos azules en el sur de Veracruz.

Pero nada, absolutamente nada de lo que he consumido se compara en mi recuerdo a ese taco de frijoles con tortilla de maíz nixtamalizado y salsa ranchera en las inmediaciones de Cacaxtla. O no tengo educado el gusto o bien mi experiencia responde a algo más universal en el ser humano. ¿Quién no recuerda con cariño algún platillo especial que la madre o la abuela o la tía preparaban durante nuestra infancia? Me atrevería a decir que casi nadie y pondré un solo ejemplo de ello.

Hace algunos años, no recuerdo si en Nat Geo o en Discovery o en algún otro canal, vi un documental sobre un hombre y su familia, en La India, que se alimentaban exclusivamente con la caza de ratones de campo. Una rejilla de palitos sobre la entrada e insuflar humo al interior de la guarida del roedor hacía salir a éste, momento en que era atrapado. Recuerdo que el documentalista, en un momento dado, pregunta al paterfamilia si había comido otra cosa en su vida. Y con toda la naturalidad y la humildad del mundo, el hombre admitió haber comido pollo, pescado, res, puerco, cordero, etc. Lo esclarecedor fue, sin embargo, su comentario final. Ninguna carne le había parecido tan deliciosa como se lo parecía la del ratón de campo.

Quizás por la misma razón, ¿sólo yo o todos?, vuelvo a la comida de mi infancia, a lo que nos permitía el exiguo salario de mi padre en las épocas de mayor precariedad económica: gorditas con manteca, frijoles y salsa ranchera, que a mí me encantaban y aún me encantan. Para resumir, podría decir que, en cuanto al paladar se refiere, casi todos volvemos, siempre, y si es que somos honestos, a los gustos culinarios de nuestra infancia. Quizás eso explica por qué no recuerdo otro taco más sabroso que el que me comí en las proximidades de la zona arqueológica de Cacaxtla a fines de los 80’s. Yo no lo cambiaría por el mejor caviar. Si es que lee este post a la hora de alguna de sus comidas del día, Salud y Buen provecho. Sea lo que sea que usted prefiera.

Estrés, respuesta hormonal y enfermedad


Jorge Téllez-Vargas

 

El estrés es el precio
que paga el hombre por vivir
Hans Selye

 

“Todos conocemos por nuestra experiencia, por nuestras lecturas y a través de los programas de divulgación de las diferentes sociedades médicas que los principales factores de riesgo para sufrir un infarto cardiaco son la hipertensión arterial, el aumento de las cifras de colesterol, el consumo de cigarrillo, la vida sedentaria y la historia familiar de padecimientos cardíacos.

Es lógico esperar que estos cinco factores puntuaran muy alto en la encuesta realizada en Massachusetts por el departamento de Salud, Educación y Bienestar del estado, pero los investigadores se encontraron con una sorpresa: los dos factores de riesgo más importantes para la enfermedad coronaria son la insatisfacción laboral y la escasa felicidad personal.”

 

 Introducción

El vocablo estrés deriva del latín stringere, que significa "provocar tensión". Es un concepto tomado de la física por el endocrinólogo canadiense HANS SELYE (1954), para denominar la tensión que deben soportar los animales y el hombre en su proceso de adaptación.

Desde el punto de vista médico no existe, actualmente, una definición de estrés que sea universalmente aceptada. El término ha perdido su significado original y se ha convertido en sinónimo de las tensiones del diario vivir y de nuestros comportamientos frente a ellas. Con frecuencia tratamos de justificar nuestros enfados o nuestras crisis de explosividad emocional, con la manida frase:

 - Es el estrés. Estoy irritable por el estrés. El trabajo en la oficina es muy pesado.

En algunas oportunidades, después de examinar al paciente que ha consultado por diversas dolencias digestivas y un dolor de cabeza global y sordo, le hemos comunicado el diagnóstico:

 - Tienes estrés. Debes manejar el estrés y relajarte.

Todos conocemos por nuestra experiencia, por nuestras lecturas y a través de los programas de divulgación de las diferentes sociedades médicas que los principales factores de riesgo para sufrir un infarto cardiaco son la hipertensión arterial, el aumento de las cifras de colesterol, el consumo de cigarrillo, la vida sedentaria y la historia familiar de padecimientos cardíacos.

Es lógico esperar que estos cinco factores puntuaran muy alto en la encuesta realizada en Massachusetts por el departamento de Salud, Educación y Bienestar del estado, pero los investigadores se encontraron con una sorpresa: los dos factores de riesgo más importantes para la enfermedad coronaria son la insatisfacción laboral y la escasa felicidad personal.

Para el hombre de las post-modernidad las pérdidas afectivas, las crisis de valores, la pérdida de la autoestima, el temor a perder el amor de los demás, el miedo a ser abandonado por el grupo, se han convertido en estresores intensos.

El estrés psicológico es mediado por el hipotálamo, estructura encargada de coordinar las respuestas emocionales, las secreciones hormonales, la respuesta inmune y las funciones vitales y adaptativas como el sueño, el hambre, la sed, y la respuesta sexual y mantener estrechas conexiones con el lóbulo frontal y con la amígdala del hipocampo, estructura encargada de

almacenar nuestra memoria sensorial. El equipo biológico así conformado es perfecto y eficiente. El lóbulo frontal percibe el peligro, la amígdala coteja la información con su archivo emocional y el hipotálamo estimula secreciones hormonales, que en milésimas de segundo, originan una respuesta de adaptación integral, que será coordinada por el lóbulo frontal. A diferencia de la respuesta originada frente al estresor físico que es universal y autónoma, la respuesta frente al estrés psicológico es variable en duración y puede ser modificada e intensificada por nosotros mismos.

El hombre ha aprendido a amar y a temer al cambio. Cada nuevo cambio pone en juego su capacidad de adaptación y sus magníficos controles biológicos para mantener la homeostasis, para mantenerse en equilibrio consigo mismo y con el universo.

Trabajar o no trabajar son dos opciones igual de estresantes. Quienes tienen una ocupación experimentan estrés porque trabajan demasiado y no tienen tiempo para su familia o su crecimiento personal y quienes carecen de trabajo se encuentran estresados porque se sienten limitados, inútiles y sin futuro.

El cansancio en la labor de cada día está originado por diferentes causas: la rutina y exigencias de la tarea, el aislamiento del resto de los colegas o estar acompañado por grupos de personas desconocidas, el ambiente del trabajo, el ruido, el tipo de contrato, el salario, las presiones en el rendimiento diario, la convivencia humana heterogénea y conflictiva y la presión por la producción y cumplimiento de indicadores de gestión.

El trabajo desarrollado en casa por la mujer también origina estrés. Para ella constituyen factores de riesgo para su salud mental, el matrimonio tradicional, las labores de ama de casa, tener tres o más hijos bajo su cuidado, el cuidado de sus nietos, la falta de apoyo de su esposo y familiares y la falta de comunicación confidencial e íntima con su pareja. Por el contrario, actúan como factores protectores, el tener un trabajo fuera de casa que sea satisfactorio y adecuadamente remunerado y el pertenecer a grupos sociales, artísticos, políticos o religiosos.

Los métodos, procedimientos, normas y procesos de trabajo también son causas del cansancio laboral. Un estudio publicado por la Fundación Europea para el desarrollo de las condiciones de trabajo, revela que un 29% de los trabajadores españoles trabajan bajo la presión de las prisas, un 43% realizan tareas cortas y repetitivas y un 44% no puede cambiar las rutinas de sus métodos de trabajo.

La presión por producir, por competir, por conseguir nuevas metas, por ser mejores en ese afán de superarlos a todos, por sentirnos únicos, irrepetibles e irremplazables nos ha transformado en individuos con una gran carga de insatisfacción laboral y de efímeros instantes de felicidad personal. Nos ha aislado de nosotros mismos. Ha cambiado nuestro derrotero y nuestra historia genética.

Nos hemos acostumbrado a vagar tristes y solitarios en nuestros pensamientos, a soñar con un día de veintiocho horas para trabajar, a esperar que el internet y la televisión acojan y entretengan a nuestros hijos; a esperar el regreso a casa, no para descansar y recuperar las fuerzas al calor del afecto, sino para relajarnos con un buen trago y aguardar que las horas de insomnio sean suficientes para planear la dura jornada del próximo día.

Las investigaciones epidemiológicas muestran que la depresión origina igual frecuencia de arritmias cardiacas y de complicaciones después de un infarto de miocardio que el tabaquismo y que aumenta el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular.

La producción despiadada y la globalización del mercado han roto el equilibrio entre el cuerpo, la mente, el cerebro y el universo de los seres humanos y nos ha colocado frente a un futuro incierto y peligroso.

Para la Organización Mundial de Salud, en el año 2020 la enfermedad depresiva será la tercera dolencia en el mundo. Hoy la padecen cerca de 420 millones de personas de las cuales el 15%, en su mayoría jóvenes, en pleno vigor productivo, sucumben al suicidio y otro 12% lo hace frente a las drogas.

El Ministerio de Salud calcula que el 30% de los colombianos padecen hipertensión arterial. A nivel mundial los trabajos de investigación señalan que los lunes, en las mañanas, son los días de mayor número de infartos demiocardio. En el Japón, el karoshi o muerte por estrés, es más frecuente que en los otros países desarrollados y las cifras contrastan con las obtenidas antes de que el Japón se convirtiera en un país del primer mundo y dejara a un lado los elementos integradores de la cultura oriental, a la cual ha estado ligado ancestralmente.

Todos padecemos el estrés pero no estamos condenados a perecer frente al estrés crónico.

 

(…)


Estrés y depresión

 El estudio de KENDLER (1995) demostró la importancia de los factores genéticos en la génesis de los cuadros depresivos y la presencia de un evento desencadenante en el 75% de las crisis depresivas y la menor incidencia de síntomas depresivos en ausencia de estresores medioambientales o de crisis vitales.

Los individuos sometidos a un estrés prolongado e intenso con frecuencia presentan crisis de ansiedad y de depresión. El abuso sexual y el maltrato físico en la infancia muestran correlación con una mayor frecuencia de episodios depresivos en la edad adulta. De otra parte, los individuos con personalidad obsesiva o dependiente, que les limita el afrontamiento del estrés en forma exitosa, son más proclives a sucumbir a la enfermedad depresiva.

En la depresión por estrés prolongado y repetido se produce un fenómeno de hipo-regulación de los receptores de glucocorticoides en el hipocampo que disminuye la sensibilidad de los receptores a la retroalimentación negativa y merced a este mecanismo se prolonga la duración de la hipercortisolemia, que produce atrofia en las neuronas del hipocampo e hipersecreción de glucocorticoides cerebrales. Por esta razón, en los pacientes deprimidos se observa aumento del cortisol plasmático y alteración del ritmo de secreción circadiana de esta hormona, como se puede evidenciar en la prueba de supresión de la dexametasona.

Figura 7.6

Por otra parte, la acción de la CRH sobre el locus ceruleus origina un aumento en la actividad de la tirosina hidroxilasa la enzima reguladora de la síntesis de noradrenalina, cuya producción disminuye ostensiblemente en el estrés prolongado por agotamiento de la enzima reguladora y origina síntomas depresivos como consecuencia de la menor biodisponibilidad del neurotransmisor.

Los resultados de las investigaciones han puesto de manifiesto los aspectos neurobiológicos que nos permiten explicar la asociación frecuente entre estrés crónico, depresión e hipotiroidismo. El estrés prolongado suprime la actividad del tiroides, la secreción de la hormona de crecimiento e inhibe la respuesta sexual. En pacientes deprimidos es frecuente observar hipotiroidismo clínico y subclínico asociado a la presencia de estresores intensos y permanentes.

Las alteraciones de la actividad del eje HPA se observa también en los familiares en primer grado de los pacientes deprimidos, aun cuando no hayan experimentado depresión. Es posible que esta respuesta sea hereditaria y que se manifieste, como lo comentamos anteriormente, en rasgos como el neuroticismo en mujeres y tendencia al aislamiento en hombres, rasgos que indudablemente están relacionados con una mayor vulnerabilidad a padecer depresión.

Los cambios estructurales y funcionales que tienen lugar como consecuencia del estrés crónico son la reducción en volumen, tamaño neuronal y densidad, junto con alteraciones en el flujo sanguíneo cerebral y el metabolismo de la glucosa en corteza prefrontal, la amígdala y el hipocampo, zonas que juegan un papel crucial en el control de las emociones, la memoria y el aprendizaje.

Se ha observado reducción del volumen de la corteza medial subgenual hasta en un 40%, con reducción de las células gliales que juegan un papel importante en la remoción del glutamato en la sinapsis. Además hay disminución de la arborización y de las espinas dendríticas que sugieren alteración de la neuroplasticidad, que contribuye a su vez, en incrementar la pérdida del volumen neuronal y la duración y severidad de la depresión. Como lo señala GOLD (2015) los cambios cognitivos observados en la respuesta normal al estrés se exageran en la depresión y el paciente además de las alteraciones en la memoria de trabajo, evoca constantemente los recuerdos con significado negativo y mantiene el estado cognitivo en Hot Cognition, en un estado que algunos clínicos denominan “rumiación del pensamiento negativo”. El incremento en la internalización de los estímulos emocionales negativos influye en forma negativa en la autoimagen y la autoestima, incrementando la intensidad y duración del cuadro depresivo.

Asimismo, se ha registrado una menor densidad de las células gliales de soporte, consideradas fundamentales en la comunicación entre las células nerviosas, lo cual es especialmente relevante en la disminución del volumen de la corteza prefrontal y del hipocampo y que podría explicar algunos de los cambios emocionales que se observan en individuos con depresión.

La actividad del núcleo accumbens está disminuida en los pacientes deprimidos, así como el sistema de recompensa y aprendizaje, de tal manera que existe una correlación negativa entre la anhedonia (o incapacidad para sentir placer) y la falta de motivación con la respuesta del núcleo accumbens a las señales de recompensa. De esta manera a medida que se intensifica la depresión se incrementa la anhedonia y si la anhedonia se hace más intensa, también se intensifican los síntomas depresivos.

33 grados a la sombra

Casi las 14:00 horas. Alrededor del mediodía desperté. Un silencio que no dice nada. En la lengua nicotina y cafeína. En cuerpo y pi...