-Ya he albergado a otros egresados de la
Academia de Policía; son buena paga-, dijo doña Alicia cuando aceptó a Abel
como pensionado. Era una mujer que rondaba o superaba los sesenta años, pero
coqueta: bien maquillada, vestido su cuerpo arrugado con un pullover color
ladrillo y unos pantalones negros, ropas que en algún momento había sido
elegantes, pero que ahora lucían algo raídas, con un remiendo visible en uno de
los hombros, costurón hecho con torpeza de mujer mayor. Era la beneficiaria
–Abel nunca lo supo con exactitud- de tres o cuatro departamentos de renta
congelada en el centro de la ciudad, cuyas habitaciones ella subarrendaba preferentemente
a hombres solteros que pagaban precios altos por vivir en un cuarto solo. Los
baños eran compartidos.
Algunas veces ella se quedaba a dormir
–a vigilar- en el departamento donde Abel alquilaba su cuarto. En otras
ocasiones ella se iba a alguno de sus otros inmuebles, y entonces quien tomaba
su lugar era su hijo único, un cuarentón divorciado que se trasladaba en
bicicleta hasta los talleres de prensa de un periódico céntrico, en el que
trabajaba hasta la madrugada. Abel sentía grima al imaginar a ese hombre mayor desplazándose
en bici por las madrugadas de la ciudad. Era alcohólico. Pasaba a dejar su bicicleta
al departamento y se iba a tomar a alguna cantinita cercana. No entendió
entonces el porqué de esa antipatía.
En sus días libres Abel remoloneaba
entre las sábanas y se levantaba muy tarde. Mejor dicho, lo levantaba el
hambre. Una mañana, en sus vagabundeos por el centro histórico, Abel se
encontró a Amparo haciendo vialidad en el primer cuadro de la ciudad. La
carihombre. Su cuerpo y su rostro eran muy masculinos y se había ganado, junto
con su fama de lesbiana, el puesto de capitana del batallón femenil de cadetes
en la Academia de Policía de la Ciudad de México y era de la misma generación
que Abel.
Platicaron cinco minutos. Ella y su
compañera, María, estaban buscando alojamiento. Abel sabía que había cuartos
disponibles en el departamento en el que él vivía y se comprometió a averiguar.
Tal vez podría conseguirles un cuarto. Total, nomás eran ellas dos.
-No-, dijo en redondo doña Alicia. –No
alojo mujeres. Son muy problemáticas.
-Pero ellas no son así, doña Alicia, las
conozco bien; son mis amigas desde que estábamos en la Academia-, mintió Abel,
porque en la institución estaba prohibida la interacción entre los cadetes
varones y las cadetes mujeres. -María incluso tiene estudios de enfermería. Son
bien portadas-, añadió. La casera dudó unos momentos, pero al fin aceptó: - Les
voy a dar el cuartito de arriba. Pero tú me respondes por ellas-. Al tercer día,
Amparo y María eran ya vecinas de Abel y éste tuvo con quien ir a platicar
algunas noches.
–Estás muy delgado. Cómprate tu parrilla,
nosotras te enseñamos a cocinar-. Lo cierto es que Abel cuando podía, a
mediodía, hacía “la choclaya” en el batallón, pero ésta nunca le sentó del todo
bien. Sus desayunos y cenas consistían en tortas -de tamal, de milanesa,
cubanas, de lo que fuera-, quesadillas de todo, tacos de todo. A veces, cenaba
simplemente dos o tres piezas de pan con uno o dos vasos de leche.
Sin embargo, lo que sorprendió a Abel de
Amparo y María no fue su parrilla eléctrica ni sus habilidades culinarias. Sino
su sencillo librero de pino blanco con alrededor de unos 200 volúmenes. Los
había técnicos, de enfermería, por los estudios inconclusos de María, que
aspiraba a cambiarse de adscripción: al escuadrón de Urgencias Médicas; pero también
había en el librerito mucha ficción: novela y cuento. - ¡Les gusta leer! -,
dijo sorprendido, al tiempo que se inclinaba o se agachaba casi a ras del suelo
para revisar los títulos expuestos en los lomos de los libros en la parte
inferior. Comenzaron a intercambiar lecturas.
También bebían mucho. Ron blanco por lo
general, el más barato. Lo hacían en las noches libres en que coincidían. Las
monumentales crudas se las curaban con un endulzadísimo arroz con leche.
- ¿Por qué tan dulce? -, le preguntó Abel
a María.
-Porque lo que hace el alcohol, y
mientras más bebas es peor, es bajarte drásticamente los niveles de azúcar en
la sangre. Lo primero que se afecta es el cerebro, de ahí la incoherencia
expresiva, más notoria en el habla, y la pérdida de la consciencia.
Normalmente, los teporochos que amanecen muertos en las calles mueren por shock
hipoglucémico. Porque beben de forma continuada y casi no se alimentan.
A raíz de esa información, Abel decidió,
aunque no lo cumplió, comenzar a beber menos. Dedujo que María había
aprovechado bien sus estudios truncos de enfermería.
Cambiando de tema, María dijo, cuba en
mano:
-Amparo está escribiendo un libro.
- ¿Sí? -, preguntó Abel buscando la
mirada de la aludida mientras daba un sorbo a su bebida.
-Lo que estoy haciendo es una adaptación
Abel. Pienso que los 12 pasos de los doble AA sirven también para curar el
alcoholismo y las adicciones de los homosexuales y las lesbianas. Pero hay
muchos problemas de aceptación de los miembros no heteros en esos grupos de doble
AA. En ocasiones los toleran, otras los hostilizan abiertamente. Pero si
formamos nuestras propias agrupaciones podremos ayudar a nuestra comunidad-,
contestó Amparo
Interrumpió su discurso para dar
sensuales mordiditas en la cintura de María, que reía con suavidad y se
esforzaba por bajarse otra vez la blusa que Amparo intentaba subirle. Los tres
estaban ya completamente ebrios. Ellas bebían recostadas en la breve cama
individual. Abel lo hacía sentado en una silla de plástico blanco con descansabrazos.
Miraba con sorpresa que ellas no se
cohibían frente a él en sus escarceos que, después de todo, tampoco iban tan
lejos. En esa pequeña habitación había recitación en prosa de sus autores
favoritos, poemas y alcohol. Una grabadora reproducía la Suite para cello no. 1
de Bach. ¿Intérprete? El hijo de Amparo, que por esas fechas ya tenía 10 años,
que vivía con sus suegros y su padre, que le habían ganado a Amparo la patria
potestad por razones económicas. Las circunstancias la habían conducido a hacer
su vida de pareja con María. Sus ojos se humedecían cuando escuchaba las
interpretaciones de su hijo. Y entonces bebía más rápido y Abel y María
intentaban seguirle el ritmo.
Amparo era una gran conversadora cuando
estaba bajo los efectos del alcohol. Desgranaba con sentimiento, pero sin
histrionismo ni lágrimas su historia. Segunda de solo dos hermanas, había
salido medio marimacha. A sus 13 años no lo tenía claro todavía, pero sus
padres sí. A esa edad, allá en su pueblo de Chiapas, Amparo fue vendida a un trailero.
Ella nunca supo el precio. Probablemente un par de cartones de cerveza. Tal vez
el trailero le quitaría lo marimacha, habría pensado su progenitor.
Una terrible oscuridad se apoderó de
ella cuando fue desflorada: el dolor y el trauma de verse sometida de esa
manera le ocasionaron un piadoso desmayo. La segunda oscuridad, tan terrible
como la primera, era que no tenía palabras para describir lo que le había
sucedido: violación, desvirgamiento. Con su corta edad y experiencia de vida,
no podía explicarse ni a sí misma lo que le estaba pasando. Ella, que casi no
hablaba español, aprendió a hablarlo con él, en los largos e interminables
recorridos por carretera.
El trailero abusó de ella cuanto quiso,
por seis largos años. Era de carácter disparejo. En ocasiones hasta llegaba a
ser tierno. Ella se acostumbró a él, que la enseñó a manejar tráileres y algo
de mecánica. A los 19 años, Amparo ya conducía hábilmente en la carretera y en
las ciudades. En un último viaje a México decidió quedarse. El trailero la dejó
ir. Ya había tomado de ella todo lo que quería y podía tomarse.
Amparo encontró trabajo como chofer de
peseras. Como eran rutas fijas, se adaptó rápido a la capital del país. Hizo la
secundaria nocturna y, para completar su educación, se había vuelto asidua a
las bibliotecas. Se preparaba a conciencia. Comenzó a acudir a un taller de
literatura creativa en su delegación. Deseaba fervientemente aprender a
escribir bien para contar su drama. Alguien le había dicho que eso era
curativo. Fue ahí donde creyó enamorarse de un muchacho “que escribía bonito”,
padre de su hijo. Con su terrible historial de vida, Amparo se había vuelto
alcohólica. A su expareja le resultó fácil quitarle la custodia del pequeño.
Para pelearla se necesitaba un abogado y ella no tenía dinero para pagarlo.
Por su larga y ambivalente relación con
el trailero y el affaire con el padre de su hijo, Amparo ya no estaba tan
segura de lo que era. Nunca había verbalizado en voz alta - ¿con quién? - la
atracción culpable que sentía por las representantes de su propio género. No
fue sino hasta la ruptura con el papá del niño, y la pérdida de la custodia de
éste, que había asumido conscientemente su homosexualidad. Por primera vez se
vio al espejo como realmente era: de rostro cuadrado y macizo, acentuados los
rasgos masculinos por su pelo corto; miró su cuerpo igualmente sólido y sin
curvas, rectangular. Se tiró en la cama y lloró como nunca antes en su vida. Y
no es que antes le hubieran faltado motivos para hacerlo. Así es que lo lloró
todo junto. La vida de miseria que había llevado con su familia, la manera
sórdida en que había sido vendida al trailero. El aislamiento social al que la
condenaba su preferencia sexual. La pérdida de su hijo. Lo que le esperaba
todavía. Lloró hasta el cansancio, hasta quedarse seca. Se durmió.
Cuando despertó estaba más calmada, desguanzada,
pero con algo resuelto en el sueño. Permaneció recostada, muda y vacía en el
camastro, sin pensar ya en nada. No estaba vencida. Se levantó, volvió a
colocarse frente al espejo e, inesperadamente, sonrió y sintió alivio. Su
aspecto viril en realidad era una ventaja. Así, no tenía que explicarle nada a
nadie. Lo que ella era resultaba obvio. Dijo en voz alta, retadoramente: -¡Sí,
soy marimacha y qué!-. Y entonces llegó primero una tímida sonrisa que se
convirtió pronto en carcajadas, imparables carcajadas. Era el principio de su
aceptación de todo aquello que era y que no había elegido.
Unos años después conoció a María, una
joven vestida de uniforme blanco, de la carrera de Enfermería, que tomaba con
frecuencia la pesera ya muy adelantada la ruta, cuando la unidad iba llena, y
que por esa razón se sentaba en el asiento del copiloto. La plática surgió
natural - ¡Qué raro ver a una chofer de pesera! -, dijo María. –Es más raro ver
a una muchacha tan bonita como tú saliendo tan tarde de la escuela. No deja de
tener sus riesgos-, advirtió Amparo. Las cosas estaban claras. La invitó a
salir un día cualquiera. No tardó en darse el romance.
Cuando por cuestiones económicas María
tuvo que renunciar a la Escuela de Enfermería, habló con Amparo y optaron por
entrar juntas a la Academia de Policía para sobrevivir “temporalmente”. Fue ahí
donde se conocieron “de vista” con Abel.
Esa era, en corto, la historia de Amparo
hasta ese día.
Una de esas noches, totalmente
alcoholizados los tres, Amparo intentó arrojarse por la ventana. Fornida y
cuadrada, Abel y María apenas si tuvieron fuerzas y tiempo para derribarla al
piso y montarla entre los dos para mantenerla quieta, mientras ella se retorcía
tratando de liberarse, gritando que no quería vivir, que no quería esa vida de
mierda a la que estaba condenada. María le sorrajaba unas bofetadas en el
rostro con todas sus fuerzas y le gritaba trémula:
- ¡Ya acéptate, pendeja!, ¡Eres lo que
eres y no vas a cambiar!
Poco a poco Amparo fue quedándose quieta e inconsciente en el suelo. Lo
que hizo maría fue poner una almohada bajo la cabeza y echarle una cobija
encima. Abel aprovechó para bajar al baño. Y es lo último que recuerda de esa
noche. Al día siguiente amaneció en su cuarto.
Lo despertaron las voces alteradas que provenían de la planta baja del
departamento. Cuando bajó encontró a Amparo y María, vestidas y mochila al hombro,
como dispuestas a irse a su batallón. Enfrente, en la línea enemiga, estaban
doña Alicia y su hijo. En medio, estampada contra la pared, con las ruedas
dobladas y el manubrio torcido, estaba la bicicleta del prensista.
Doña Alicia, sintiéndose apoyada por su
hijo, dijo en tono histérico: - ¡Se me van, ustedes tres se me van, ahorita
mismo!
- ¡Pero si yo me acabo de despertar, no
sé ni de qué se trata! -, replicó Abel.
Tras un breve titubeo, doña Alicia,
luego de mirarlo a él y a ellas alternadamente, enfocó entonces sus baterías
contra las dos mujeres:
- ¡Se me van!, ¡Ustedes dos se me van!
Amparo y María le dirigieron una rápida
mirada de soslayo a Abel. Tras unos segundos de tensa duda, Amparo se rehízo y
se lanzó a la carga contra la casera.
- ¡Señora, nosotras pagamos el doble por
un cuartito que es la mitad del de Abel!
- ¡Esto es una pensión, cobramos por persona!
-, contestó doña Alicia. - ¡Además, Abel es hombre!
Amparo pareció desconcertada con la
explicación misógina de doña Alicia y no supo qué responder; entonces intervino
María, dirigiéndose conciliadora al prensista:
-Mire señor, incluso en la madrugada
tenemos que bañarnos con agua fría porque su mamá no nos deja ni prender el
boiler.
El prensista, que sorprendentemente
resultó más comprensivo que doña Alicia, se volvió hacia ésta: -Mamá, los
muchachos tienen que asearse para ir a trabajar. No puedes dejarles el agua
fría; estamos en diciembre. Olvídate ya de la bicicleta, solo son dos ruedas
dobladas y un manubrio torcido, puede repararse. Que paguen los daños y punto.
- ¡Pues si a ti no te importa, a mí sí!
-, siguió airada doña Alicia. - ¡Estas dos se me van!, ¡que no me paguen ya
nada pero que se vayan! -. Ahí se terminó la discusión. Amparo y María subieron
a hacer sus preparativos para irse de la pensión, mientras que Abel, él sí con
agua tibia, se bañó para dirigirse a su sector. No tenía ya tiempo de subir a
despedirse de ellas. Además, no habría sabido qué decirles.
En las oficinas administrativas del
batallón los grados no contaban mucho, y por encima de otros elementos de mayor
grado -gracias a sus estudios truncos de contabilidad-, Abel había obtenido el
aprecio casi inmediato de la jefa de área. En sólo dos meses se había
convertido en la mano derecha de la jefa del departamento, y departía con ella
en términos de confianza. Doña Caro, aunque sin olvidarse del “usted”, porque
en las oficinas a nadie se le llamaba por su apellido o rango, sino por sus
nombres de pila. Algo muy distinto al trato que recibía, en la planta baja, el
personal operativo.
Hasta esa oficina llegaban a buscarlo a
veces sus excompañeros de la Academia de Policía cuando se enteraban que estaba
bien posicionado y suponían que por ello tenía una cierta influencia. Y la
tenía, pero no tanta como ellos creían. Abel notaba a sus ex condiscípulos
visiblemente cambiados: rostros y miradas fijas y endurecidas, bocas difíciles
para la sonrisa. ¿Qué habían visto o qué habían vivido esos jóvenes policías
para tornarse así en tan poco tiempo? El servicio de calle era la cabeza de
Medusa: los volvía de piedra.
- ¿Tal vez tú podrías…? -. –Discúlpame,
de verdad lo siento, pero aquí soy sólo un escribiente. No tengo las
influencias que crees-. Lo que buscaban por lo general era un palancazo para un
cambio de adscripción. Cambiar de batallón para estar más cerca de sus familias,
de sus casas, para no perder tanto tiempo ni dinero para transportarse de un
extremo al otro de la ciudad. O para hacer valer sus estudios: -Tengo estudios
inconclusos de aviación. Tantas horas de práctica de vuelo. Me gustaría
cambiarme al grupo Cóndor (los helicópteros). Otros estaban en malos términos
con un superior que los hacía cubrir los peores servicios y no veían más opción
para eludir las arremetidas que un cambio de sector.
Entre esas visitas llegó desde otro
batallón, dos meses después que fuera corrida de la pensión, María. Era
temprano. Se abrazaron y se besaron en las mejillas. Ella aún buscaba su cambio
al Escuadrón de Urgencias Médicas, las ambulancias, la aplicación de los
primeros auxilios, los traslados de heridos y enfermos, las emergencias médicas
en una palabra. - ¿Podía él hacer algo?
No, no podía, no se atrevía a molestar
al jefe del Sector policiaco por terceras personas. Bastante trabajo le había
costado obtener el primer lugar de su generación en la Academia de Policía,
cuya única prerrogativa real era la posibilidad de elegir el área y el lugar
donde quería trabajar. Y él había elegido ser escribiente. El trato con el jefe
del Sector se limitaba a lo estrictamente laboral. Éste guardaba las
distancias, mientras que a Abel le bastaba ver el estado de sus ex compañeros
para sentirse contento con haber eludido el servicio de calle.
–No te preocupes, manito-, dijo María, restándole
importancia al asunto. -Voy a seguir buscándole por otro lado.
Platicaron todavía otros minutos. –Oye y,
por cierto, qué pasó esa madrugada. ¿Fue Amparo la que madreó la bicicleta?-,
preguntó Abel. María lo miró con algo de sorpresa y curiosidad. Después le
preguntó mirándolo a los ojos: - ¿De verdad no te acuerdas?
- ¿De qué? -, preguntó Abel con una
nueva inquietud en la mirada.
-Fuiste tú, Abel-, dijo María sonriente,
como festejando la travesura de un niño.
-Mientras Amparo estaba inconsciente en el
cuarto tú bajaste al baño. Cuando escuché el estruendo bajé a ver qué pasaba.
Eras tú aporreando la bicicleta contra la pared. Gritabas que no querías esa
porquería de bici recogida de la basura. Que querías una nueva como la de tu
hermano. Estabas más flaquito que ahora. Pude controlarte y subirte a tu
cuarto. Te dormiste llorando.
Abel se quedó frikeado. Sólo alcanzó a
preguntar:
- ¿Por qué no lo dijeron entonces?
-No lo sé Abel. Tal vez porque fuiste tú
quien nos consiguió ese cuarto. Y nos hubiéramos sentido mal de quedarnos
nosotras y que tú te fueras. Pero no te preocupes, conseguimos un cuartito de
azotea en la San Rafael. Estamos cómodas, no tenemos vecinos y nadie nos
molesta. Además, todos teníamos muchos pedos entonces. No se trata de culpar a
nadie. Ahora todos estamos un poco mejor que antes ¿no crees?
Cuando María se marchó, Abel se quedó
con un fuerte remordimiento. Así es que esas jóvenes mujeres se habían negado a
delatarlo, a dejarlo en la calle con su mochila al hombro buscando de última
hora otra pensión. Ellas habían asumido el costo de su desmadre sin reclamar
siquiera reconocimiento por su acto generoso. Simplemente habían subido a
empacar sus tiliches, buscar un camión de mudanzas e irse, de improviso, a otra
parte. ¿Cuánto trabajo les costó?, ¿cuánto dinero? Cuatro meses después Abel se
enteraba del inadvertido favor que había recibido. Y él ahora sentía que les
debía algo. Todo el día pensó en lo que le había dicho María.
Pensando, recuperó un recuerdo antiguo. Ya
para entonces él y su familia se habían cambiado de vecindad, dos manzanas
adelante, luego de un pleito de su mamá con la casera: los cuartos del nuevo
vecindario eran de material con techo de asbesto, más calurosos, si cabe, que
su anterior cuarto de lámina de cartón. Fue entonces que su hermano mayor tuvo
su primera bicicleta. Una rodada 28. Abel ya tenía para entonces once años y su
hermano mayor casi trece.
Abel estaba enojado. Igual que antes
había exigido inútilmente uniformes nuevos, ropa nueva, juguetes propios,
exigió su bicicleta, la suya. Pero sus padres dijeron que no había dinero
suficiente, que la bici sería de los dos. Sus cortas piernas –siempre fue más
chaparro que su hermano mayor- le impedían alcanzar, al mismo tiempo, el sillín
y los pedales. El caso es que la bicicleta no pudo ser de los dos. Sus padres
buscaron una “solución”. Unos días antes uno de los muchachos del vecindario
había desechado su vieja bicicleta, esa sí rodada 26. En esa colonia marginada
el camión recolector de basura no pasaba muy seguido. Los padres de Abel la
recogieron y la llevaron al taller del tío Martín, que hizo lo que pudo y, al
final, la pintó de un brillante y oscuro color azul metálico que no lograba ocultar
la herrumbre de los tubos de la estructura.
Abel recibió su bicicleta remozada tal
vez cuatro o cinco días después que su hermano mayor recibiera la suya. Sólo
que la de él ni siquiera alcanzó a salir del patio. La cadena que hacía girar
la rueda trasera no funcionaba, se salía cada uno, cada dos giros.
Definitivamente no sirvió pese a su reluciente pintura nueva. Él sintió una
extraña opresión en el pecho. No pudo definir lo que sintió, pero tal vez sólo
era tristeza. Una bicicleta recogida de la basura. Eso era lo que sus padres
tenían para él. Eso era lo que él valía para ellos. Resolvió desde el fondo de
su corazón no volver a pedirles nada. Lloró a escondidas.
-Sí- pensó-, tenía sentido. No había
duda: él había desmadrado la bicicleta del prensista. Comprendió entonces de dónde
venía su aversión contra el prensista y se apenó por la injusta antipatía que
había sentido por él.
Al día siguiente hizo acopio de valor y
le pidió una entrevista al siempre ocupado jefe de Sector, que se la agendó al final
del turno. No importaba, esperaría lo que tuviera que esperar. Gracias. Era
importante. Cerca de las 11:00 de la noche lo recibió el teniente coronel. Abel
pidió desde el fondo de su corazón al numen del verbo que lo ayudara a
encontrar las palabras apropiadas para ser convincente.
El jefe de Sector, sentado en su cómodo
sillón, detrás de su escritorio, estaba tomándose una copita de coñac.
"Acompáñame con una", le dijo a Abel y le sirvió. Escuchó con
atención. Abel, tras dar un sorbo, se soltó contándolo todo: su amistad
imprevista con ellas, la vida común en la pensión, los muchos libros
intercambiados, autores que citó quizás inútilmente, sin saber si el jefe los
conocía; contó la historia dramática de Amparo, incluyendo la pérdida de la
custodia de su hijo, sus intentos de suicidio, su vida de pareja con María. Las
borracheras nocturnas. Abel contó su adolescencia sin bicicleta y lo de la
bicicleta desmadrada del prensista. La salida imprevista de las dos mujeres de
la pensión. El silencio de ellas, aún a costa de su propia estabilidad, todo
para no delatarlo.
Eran alcohólicas y lesbianas, sí. Pero no eran “chivas”. Abel intuyó que
tal vez fue ese “pero no eran chivas” lo que finalmente tocó el corazón del
viejo policía, tal vez fue otra cosa, tal vez fue toda la historia en conjunto.
El jefe del Sector que hacía ya tanto tiempo había sido militar tenía sus
valores bien arraigados; el espíritu de cuerpo, el honor, la lealtad. Dio un
par de tragos a su copa, una calada a su puro importado. Sus ojos ya no miraban
a Abel, sino a algún punto de sus muchas vivencias, su experiencia de más de 55
años, aunque pareciera mirar a la pared.
-Veré qué puede hacerse Abel. Pero te
advierto que, aun si se logra, no será rápido-. Abel agradeció que escuchara su
petición, dio el último trago a su copa y se retiró dando las gracias. Al día
siguiente, doña Caro le pidió los datos de María, su nombre completo, en qué
sector estaba, si tenía algún grado, sus estudios, etc. Abel no lo supo, pero
por arriba, a nivel jefaturas, se intercambiaron telefonazos, primero, y
después vino el papeleo burocrático solicitando un cambio de adscripción en las
oficinas centrales de la Secretaría de Seguridad Pública. Nada estaba
asegurado. Pero el trámite se hizo.
El tiempo pasaba y tenía que ocuparse de
su propio trabajo. Casi lo había olvidado cuando, dos meses después, le llegó
al batallón un sorpresivo regalo rectangular, con cierto peso, coronado con un
moño azul. Adentro había una caja de madera que contenía una botella de
tequila. Y una nota de agradecimiento:
“Abel:
No es que el ron sea malo, pero por esta
vez, creo que puedo obsequiarte este tequila, que alguna vez me dijiste que te
gustaba mucho, pero que rara vez podías pagartelo. Ya es oficial: me cambiaron
de adscripción. De momento soy camillera y puedo aplicar primeros auxilios.
Pero me dieron un horario que me permitirá reanudar y concluir mis estudios de
enfermería –sólo me faltan dos semestres- y podré aspirar al puesto de
rescatista de pleno derecho. Pero eso ya me toca hacerlo a mí. Todo termina por
saberse. Y sé que algo tuviste que ver con mi nueva situación. Creo intuir qué
lo hiciste a raíz de la visita que hice a tu batallón y de lo que hablamos; no
me debías ningún favor Abel, somos amigos, pero tal “favor” me lo devolviste
centuplicado. Y te lo agradezco infinitamente. También Amparo te manda saludos
-aún no termina su libro-. No sé qué más decirte, salvo darte una vez más las
gracias. Sabes que siempre puedes contar con nosotras cuando lo necesites. Disfruta
tu tequila. ¡Salud!
Besos y abrazos, María.”
Cuando Abel terminó de leer la nota se
sintió liberado y reconfortado: feliz por sus amigas, por su botella de
tequila; sonrió complacido, aliviado, libre de su remordimiento. Se sentía
mejor consigo mismo. Aunque, por supuesto, también había adquirido una nueva
deuda, aunque no tan difícil de saldar. Claro, tendría que hacer algunas
economías. El coñac que tomaba el jefe del Sector, como todo auténtico coñac,
se importaba de Francia. Y no era nada barato. Por lo menos para su salario.