Hierro en la carne
del alambre de púas.
¡Fuga fallida!
lunes, 27 de junio de 2022
domingo, 26 de junio de 2022
Entre amigos
Anda, bebamos.
Tú que siempre tienes algo que decir
y yo nada por callar.
Bebamos, anda,
suelta la lengua,
inunda mis tímpanos,
colma mi sed de escuchar.
No te cohíbas, no te intimides,
no esperes las preguntas
que no siempre tengo algo qué preguntar.
No tenemos que ser inteligentes,
ni siquiera tiene que ser una conversación,
sólo hablar y escuchar al cadáver exquisito
que en cada encuentro improvisamos.
Hablo, hablas, nada que escondernos.
Te escucho y me escuchas sin tapujos.
La ebriedad no es ebriedad, es otra cosa.
Para nosotros es terapia
sin medición (ni cobro) del tiempo.
(…)
¿Lo ves? No había qué preocuparse.
Llegamos juntos al silencio sin incomodidad.
No es el lugar terrible que temíamos.
La noche sabe de estas cosas.
Hora de despedirse. Fin del ritual.
Cuando llegues a tu chante me hablas.
Nos vemos la próxima, bye.
viernes, 17 de junio de 2022
La experiencia culinaria más exquisita de mi vida
Mi amigo inglés había organizado para ambos, él y yo, un fin de semana en Tlaxcala. Nos albergamos en la Mansión Nezahualcóyotl, si no recuerdo mal. Era casi casi una pensión, tan económica que, por cinco pesos más, te ponían un televisor portátil en la habitación. Por supuesto, nosotros tuvimos TV. Hablo de fines de los 80’s. De la ciudad recuerdo el precioso ex convento y templo de San Francisco, edificado en un montículo, su hermoso techado de maderas barnizadas y cruzadas, formando rombos, tachonadas artísticamente en sus conjunciones con remates de bronce que, contrastantes con las maderas oscuras, fingían estrellas en la penumbra del templo, todo el conjunto de una belleza impresionante; la capilla de indios, por supuesto, la elegante torre exenta de tres cuerpos, separada del templo por unos cuantos metros, desde donde podíamos ver, en un plano inferior, la totalidad de la plaza de toros. También visitamos el Palacio de Gobierno con los impresionantes murales de Desiderio Hernández Xochitiotzin que nos ilustraban sobre la historia de Tlaxcala.
Pero el objetivo culminante del
viaje era una visita a las ruinas de Cacaxtla y sus justamente prestigiados
murales prehispánicos, probablemente los más hermosos y mejor conservados de
todo el país, para mi gusto, aunque tampoco soy tan viajado como para
asegurarlo. La luz diáfana de toda Tlaxcala no excluía el poblado de San Miguel
del Milagro, en cuyas inmediaciones se ubican las ruinas que íbamos a visitar.
Llegamos a Cacaxtla en autobús. El sol estaba a todo lo que daba… e iniciamos
el recorrido que habrá durado aproximadamente una hora y media.
Mi primera sorpresa fue el tamaño
de los murales, casi tanto como su abundancia y extensión. Los guerreros
alados, cubiertos de suntuosos ropajes plagados de símbolos y sosteniendo un
hato de flechas entre sus brazos y manos morenas -significando jerarquía y
mando-. El extenso Mural de la Guerra, indescriptible por barroco, otra de las
maravillas del lugar, la escalinata adosada a un muro también pintado e
ilustrado con altas y estilizadas plantas de maíz, una rana gigante, un ave
mítica y, como personaje central, un pochteca o comerciante, con su carga a
corta distancia de su espalda, todo ello rodeado de una primorosa cenefa ornada
con garzas y caracoles entre otras curiosidades. Luego de inhalar tanto
saludable aire bien oxigenado, contrastándolo con el que se respiraba en la
contaminada CDMX, nos faltaba todavía conocer el contenido maravilloso del
Museo de Sitio, con piezas inigualables, irrepetibles. Sólo Yucatán, Oaxaca y
Chiapas, en mi opinión, pueden competir con el esplendor de este sorprendente patrimonio
precolombino de Tlaxcala.
Aunque estábamos extasiados y
exhaustos con el recorrido y el calor reinante, el camino descendente por la
calle de terracería lo hicimos a pie bajo un sol de justicia. A medio tramo nos
encontramos con un letrero que, a la letra, decía: Pulque blanco. No lo
dudamos, cruzamos el umbral y pedimos sendos jarros del licor de origen precolombino.
Pero entonces ocurrió aquello que marcó de manera definitiva el viaje en mi
memoria, al menos para mí, no sé si para mi amigo.
Ocurría que el dueño de la casa,
campesino, comía entonces en el patio atendido por su mujer, sentada a los pies
de un modesto fogón casi a ras de suelo: un gran comal asentado sobre piedras
brutas bajo el cual ardía la leña. Sobre el comal, la olla de frijoles en bola
y las tortillas de maíz nixtamalizado, recién hechas. Con su sencilla habla campesina,
el hombre me invitó un taco:
-Échese uno-, dijo con sencillez
y yo, sediento, hambriento, alucinado todavía, me acerqué al modesto fogón.
Otra cosa no me ofreció la señora que un taco con una tortilla recién hecha,
frijoles negros y una salsa ranchera de tomate y chile. Ignoro si la salsa
llevaba algo más. Si lo tenía yo no alcancé a detectarlo. ¿Sería el hambre, el
cansancio por la caminata, el pulque, en maridaje perfecto con el taco, las
maravillas que habíamos visto, saturado yo de vida, juventud, aire y sol? No lo
sé. Pero nunca, ni antes ni después, un taco, de lo que sea, una comida, la que
sea, me ha sabido tan rico como ese único y gran taco.
-Dígale a su amigo gringo que
también venga a echarse uno-, dijo el campesino.
No hubo necesidad que yo le
dijera nada. El español de mi amigo era casi perfecto y entendió completamente
lo que se dijo. Se acercó un poco picado en su orgullo, aclarando: -No soy
gringo, señor, soy inglés.
-Son lo mismo-, contestó
rápidamente el convidante, con un cierto retintín de hostilidad en la
expresión. Mi amigo prefirió no entrar en discusiones y se comió su taco
mientras yo daba cuenta del mío. No pasó a mayores. Cuando nos terminamos el
pulque, a la sombra y al fresco del improvisado local, pagamos, agradecimos el
servicio y el taco y volvimos a la soleada calle y a un vientecillo tímido que
hacía en esas alturas, rumbo al poblado.
Ya en la capital estatal de
Tlaxcala, nos dimos un baño y descansamos dos o tres horas; ya tarde salimos a
cenar a un exclusivo restaurante, ubicado en el casco antiguo de la ciudad, en
un inmueble colonial acondicionado con lujos concordantes. Un grupo de Jazz
tocaba música viva en un estrado. ¿Qué cenaba yo, acompañadas de un buen vino?
Codornices a la plancha. No recuerdo que pidió mi amigo. Estoy obligado a decir
que todo este refinamiento de la cena en mi percepción de los hechos estaba muy
por debajo de la experiencia culinaria que había sido el taco de frijoles con
salsa ranchera del mediodía. No estoy del todo seguro del porqué.
A lo largo de mi vida he tenido
oportunidad de comer, además de la comida casera usual, platillos tan reputados
como el caviar, acompañado de su respectivo vino, en un evento público con un
Procurador de Justicia y compañeros reporteros; ravioles en el restaurante del
Sevilla Palace, sobre Paseo de la Reforma, espagueti a la boloñesa en otro no
menos exclusivo restaurant de la Zona Rosa, en la esquina de Hamburgo y Niza,
también con grupos de Jazz y mariachis incluidos, sin descartar unos sencillos
huevos tirados y café en el Café La Parroquia del Puerto de Veracruz. Se nota,
por supuesto, que no soy Anthony Bourdain -quien, por cierto, hace ya un buen
que dejó de ser-, pero que sí, algunos gustos me he dado. Mole negro en Oaxaca
y cangrejos azules en el sur de Veracruz.
Pero nada, absolutamente nada de
lo que he consumido se compara en mi recuerdo a ese taco de frijoles con tortilla
de maíz nixtamalizado y salsa ranchera en las inmediaciones de Cacaxtla. O no
tengo educado el gusto o bien mi experiencia responde a algo más universal en
el ser humano. ¿Quién no recuerda con cariño algún platillo especial que la
madre o la abuela o la tía preparaban durante nuestra infancia? Me atrevería a
decir que casi nadie y pondré un solo ejemplo de ello.
Hace algunos años, no recuerdo si
en Nat Geo o en Discovery o en algún otro canal, vi un documental sobre un
hombre y su familia, en La India, que se alimentaban exclusivamente con la caza
de ratones de campo. Una rejilla de palitos sobre la entrada e insuflar humo al
interior de la guarida del roedor hacía salir a éste, momento en que era
atrapado. Recuerdo que el documentalista, en un momento dado, pregunta al
paterfamilia si había comido otra cosa en su vida. Y con toda la naturalidad y la
humildad del mundo, el hombre admitió haber comido pollo, pescado, res, puerco,
cordero, etc. Lo esclarecedor fue, sin embargo, su comentario final. Ninguna
carne le había parecido tan deliciosa como se lo parecía la del ratón de campo.
Quizás por la misma razón, ¿sólo
yo o todos?, vuelvo a la comida de mi infancia, a lo que nos permitía el exiguo
salario de mi padre en las épocas de mayor precariedad económica: gorditas con
manteca, frijoles y salsa ranchera, que a mí me encantaban y aún me encantan. Para
resumir, podría decir que, en cuanto al paladar se refiere, casi todos volvemos,
siempre, y si es que somos honestos, a los gustos culinarios de nuestra
infancia. Quizás eso explica por qué no recuerdo otro taco más sabroso que el
que me comí en las proximidades de la zona arqueológica de Cacaxtla a fines de
los 80’s. Yo no lo cambiaría por el mejor caviar. Si es que lee este post a la
hora de alguna de sus comidas del día, Salud y Buen provecho. Sea lo que sea
que usted prefiera.
Estrés, respuesta hormonal y enfermedad
Jorge Téllez-Vargas
que paga el hombre por vivir
“Todos conocemos por nuestra experiencia, por nuestras
lecturas y a través de los programas de divulgación de las diferentes
sociedades médicas que los principales factores de riesgo para sufrir un
infarto cardiaco son la hipertensión arterial, el aumento de las cifras de
colesterol, el consumo de cigarrillo, la vida sedentaria y la historia familiar
de padecimientos cardíacos.
Es lógico esperar que estos cinco factores puntuaran muy
alto en la encuesta realizada en Massachusetts por el departamento de Salud,
Educación y Bienestar del estado, pero los investigadores se encontraron con
una sorpresa: los dos factores de riesgo más importantes para la enfermedad coronaria
son la insatisfacción laboral y la escasa felicidad personal.”
El vocablo estrés deriva del latín stringere, que significa
"provocar tensión". Es un concepto tomado de la física por el
endocrinólogo canadiense HANS SELYE (1954), para denominar la tensión que deben
soportar los animales y el hombre en su proceso de adaptación.
Desde el punto de vista médico no existe, actualmente, una
definición de estrés que sea universalmente aceptada. El término ha perdido su
significado original y se ha convertido en sinónimo de las tensiones del diario
vivir y de nuestros comportamientos frente a ellas. Con frecuencia tratamos de
justificar nuestros enfados o nuestras crisis de explosividad emocional, con la
manida frase:
- Es el estrés. Estoy
irritable por el estrés. El trabajo en la oficina es muy pesado.
En algunas oportunidades, después de examinar al paciente
que ha consultado por diversas dolencias digestivas y un dolor de cabeza global
y sordo, le hemos comunicado el diagnóstico:
- Tienes estrés.
Debes manejar el estrés y relajarte.
Todos conocemos por nuestra experiencia, por nuestras
lecturas y a través de los programas de divulgación de las diferentes
sociedades médicas que los principales factores de riesgo para sufrir un
infarto cardiaco son la hipertensión arterial, el aumento de las cifras de
colesterol, el consumo de cigarrillo, la vida sedentaria y la historia familiar
de padecimientos cardíacos.
Es lógico esperar que estos cinco factores puntuaran muy
alto en la encuesta realizada en Massachusetts por el departamento de Salud,
Educación y Bienestar del estado, pero los investigadores se encontraron con
una sorpresa: los dos factores de riesgo más importantes para la enfermedad coronaria
son la insatisfacción laboral y la escasa felicidad personal.
Para el hombre de las post-modernidad las pérdidas
afectivas, las crisis de valores, la pérdida de la autoestima, el temor a
perder el amor de los demás, el miedo a ser abandonado por el grupo, se han
convertido en estresores intensos.
El estrés psicológico es mediado por el hipotálamo, estructura
encargada de coordinar las respuestas emocionales, las secreciones hormonales,
la respuesta inmune y las funciones vitales y adaptativas como el sueño, el hambre,
la sed, y la respuesta sexual y mantener estrechas conexiones con el lóbulo
frontal y con la amígdala del hipocampo, estructura encargada de
almacenar nuestra memoria sensorial. El equipo biológico así
conformado es perfecto y eficiente. El lóbulo frontal percibe el peligro, la
amígdala coteja la información con su archivo emocional y el hipotálamo
estimula secreciones hormonales, que en milésimas de segundo, originan una
respuesta de adaptación integral, que será coordinada por el lóbulo frontal. A
diferencia de la respuesta originada frente al estresor físico que es universal
y autónoma, la respuesta frente al estrés psicológico es variable en duración y
puede ser modificada e intensificada por nosotros mismos.
El hombre ha aprendido a amar y a temer al cambio. Cada
nuevo cambio pone en juego su capacidad de adaptación y sus magníficos
controles biológicos para mantener la homeostasis, para mantenerse en
equilibrio consigo mismo y con el universo.
Trabajar o no trabajar son dos opciones igual de
estresantes. Quienes tienen una ocupación experimentan estrés porque trabajan demasiado
y no tienen tiempo para su familia o su crecimiento personal y quienes carecen
de trabajo se encuentran estresados porque se sienten limitados, inútiles y sin
futuro.
El cansancio en la labor de cada día está originado por
diferentes causas: la rutina y exigencias de la tarea, el aislamiento del resto
de los colegas o estar acompañado por grupos de personas desconocidas, el
ambiente del trabajo, el ruido, el tipo de contrato, el salario, las presiones
en el rendimiento diario, la convivencia humana heterogénea y conflictiva y la presión
por la producción y cumplimiento de indicadores de gestión.
El trabajo desarrollado en casa por la mujer también origina
estrés. Para ella constituyen factores de riesgo para su salud mental, el
matrimonio tradicional, las labores de ama de casa, tener tres o más hijos bajo
su cuidado, el cuidado de sus nietos, la falta de apoyo de su esposo y
familiares y la falta de comunicación confidencial e íntima con su pareja. Por
el contrario, actúan como factores protectores, el tener un trabajo fuera de
casa que sea satisfactorio y adecuadamente remunerado y el pertenecer a grupos
sociales, artísticos, políticos o religiosos.
Los métodos, procedimientos, normas y procesos de trabajo
también son causas del cansancio laboral. Un estudio publicado por la Fundación
Europea para el desarrollo de las condiciones de trabajo, revela que un 29% de
los trabajadores españoles trabajan bajo la presión de las prisas, un 43%
realizan tareas cortas y repetitivas y un 44% no puede cambiar las rutinas de
sus métodos de trabajo.
La presión por producir, por competir, por conseguir nuevas
metas, por ser mejores en ese afán de superarlos a todos, por sentirnos únicos,
irrepetibles e irremplazables nos ha transformado en individuos con una gran
carga de insatisfacción laboral y de efímeros instantes de felicidad personal.
Nos ha aislado de nosotros mismos. Ha cambiado nuestro derrotero y nuestra historia
genética.
Nos hemos acostumbrado a vagar tristes y solitarios en
nuestros pensamientos, a soñar con un día de veintiocho horas para trabajar, a
esperar que el internet y la televisión acojan y entretengan a nuestros hijos;
a esperar el regreso a casa, no para descansar y recuperar las fuerzas al calor
del afecto, sino para relajarnos con un buen trago y aguardar que las horas de insomnio
sean suficientes para planear la dura jornada del próximo día.
Las investigaciones epidemiológicas muestran que la
depresión origina igual frecuencia de arritmias cardiacas y de complicaciones
después de un infarto de miocardio que el tabaquismo y que aumenta el riesgo de
sufrir un accidente cerebrovascular.
La producción despiadada y la globalización del mercado han
roto el equilibrio entre el cuerpo, la mente, el cerebro y el universo de los
seres humanos y nos ha colocado frente a un futuro incierto y peligroso.
Para la Organización Mundial de Salud, en el año 2020 la
enfermedad depresiva será la tercera dolencia en el mundo. Hoy la padecen cerca
de 420 millones de personas de las cuales el 15%, en su mayoría jóvenes, en
pleno vigor productivo, sucumben al suicidio y otro 12% lo hace frente a las
drogas.
El Ministerio de Salud calcula que el 30% de los colombianos
padecen hipertensión arterial. A nivel mundial los trabajos de investigación
señalan que los lunes, en las mañanas, son los días de mayor número de infartos
demiocardio. En el Japón, el karoshi o muerte por estrés, es más frecuente que en
los otros países desarrollados y las cifras contrastan con las obtenidas antes
de que el Japón se convirtiera en un país del primer mundo y dejara a un lado
los elementos integradores de la cultura oriental, a la cual ha estado ligado
ancestralmente.
Todos padecemos el estrés pero no estamos condenados a
perecer frente al estrés crónico.
(…)
Estrés y depresión
Los individuos sometidos a un estrés prolongado e intenso
con frecuencia presentan crisis de ansiedad y de depresión. El abuso sexual y
el maltrato físico en la infancia muestran correlación con una mayor frecuencia
de episodios depresivos en la edad adulta. De otra parte, los individuos con personalidad
obsesiva o dependiente, que les limita el afrontamiento del estrés en forma
exitosa, son más proclives a sucumbir a la enfermedad depresiva.
En la depresión por estrés prolongado y repetido se produce
un fenómeno de hipo-regulación de los receptores de glucocorticoides en el
hipocampo que disminuye la sensibilidad de los receptores a la
retroalimentación negativa y merced a este mecanismo se prolonga la duración de
la hipercortisolemia, que produce atrofia en las neuronas del hipocampo e
hipersecreción de glucocorticoides cerebrales. Por esta razón, en los pacientes
deprimidos se observa aumento del cortisol plasmático y alteración del ritmo de
secreción circadiana de esta hormona, como se puede evidenciar en la prueba de supresión
de la dexametasona.
Figura 7.6
Por otra parte, la acción de la CRH sobre el locus ceruleus
origina un aumento en la actividad de la tirosina hidroxilasa la enzima
reguladora de la síntesis de noradrenalina, cuya producción disminuye
ostensiblemente en el estrés prolongado por agotamiento de la enzima reguladora
y origina síntomas depresivos como consecuencia de la menor biodisponibilidad
del neurotransmisor.
Los resultados de las investigaciones han puesto de
manifiesto los aspectos neurobiológicos que nos permiten explicar la asociación
frecuente entre estrés crónico, depresión e hipotiroidismo. El estrés
prolongado suprime la actividad del tiroides, la secreción de la hormona de
crecimiento e inhibe la respuesta sexual. En pacientes deprimidos es frecuente
observar hipotiroidismo clínico y subclínico asociado a la presencia de
estresores intensos y permanentes.
Las alteraciones de la actividad del eje HPA se observa
también en los familiares en primer grado de los pacientes deprimidos, aun
cuando no hayan experimentado depresión. Es posible que esta respuesta sea
hereditaria y que se manifieste, como lo comentamos anteriormente, en rasgos
como el neuroticismo en mujeres y tendencia al aislamiento en hombres, rasgos
que indudablemente están relacionados con una mayor vulnerabilidad a padecer depresión.
Los cambios estructurales y funcionales que tienen lugar
como consecuencia del estrés crónico son la reducción en volumen, tamaño neuronal
y densidad, junto con alteraciones en el flujo sanguíneo cerebral y el
metabolismo de la glucosa en corteza prefrontal, la amígdala y el hipocampo,
zonas que juegan un papel crucial en el control de las emociones, la memoria y
el aprendizaje.
Se ha observado reducción del volumen de la corteza medial
subgenual hasta en un 40%, con reducción de las células gliales que juegan un
papel importante en la remoción del glutamato en la sinapsis. Además hay disminución
de la arborización y de las espinas dendríticas que sugieren alteración de la
neuroplasticidad, que contribuye a su vez, en incrementar la pérdida del
volumen neuronal y la duración y severidad de la depresión. Como lo señala GOLD
(2015) los cambios cognitivos observados en la respuesta normal al estrés se
exageran en la depresión y el paciente además de las alteraciones en la memoria
de trabajo, evoca constantemente los recuerdos con significado negativo y
mantiene el estado cognitivo en Hot Cognition, en un estado que algunos
clínicos denominan “rumiación del pensamiento negativo”. El incremento en la internalización
de los estímulos emocionales negativos influye en forma negativa en la
autoimagen y la autoestima, incrementando la intensidad y duración del cuadro
depresivo.
Asimismo, se ha registrado una menor densidad de las células
gliales de soporte, consideradas fundamentales en la comunicación entre las
células nerviosas, lo cual es especialmente relevante en la disminución del
volumen de la corteza prefrontal y del hipocampo y que podría explicar algunos
de los cambios emocionales que se observan en individuos con depresión.
La actividad del núcleo accumbens está disminuida en los
pacientes deprimidos, así como el sistema de recompensa y aprendizaje, de tal manera
que existe una correlación negativa entre la anhedonia (o incapacidad para
sentir placer) y la falta de motivación con la respuesta del núcleo accumbens a
las señales de recompensa. De esta manera a medida que se intensifica la
depresión se incrementa la anhedonia y si la anhedonia se hace más intensa,
también se intensifican los síntomas depresivos.
miércoles, 15 de junio de 2022
Accesorios
Quizás es que como yo nunca he tolerado ser propiedad de nadie tampoco me habita ese deseo de poseer nada ni a nadie de manera exclusiva. Tengo lo indispensable, que muchos, si es que no la mayoría, considerarían escasez. Pero, antes y ahora, yo lo considero suficiente. Lo estrictamente necesario. No soporto lo accesorio del mismo modo que mi piel tolera difícilmente todo aquello que no sea algodón. Y es que todo aquello que entra en contacto con ella conserva o transfiere el calor o el frío a diferentes velocidades, con las que no coincide.
No recuerdo ya si, a temprana
edad, es decir, en mi preadolescencia, fue primero la cadena de oro, con el
dije de un colmillo embonado también en un casquillo de oro, o si fueron
primero los relojes. Todos ellos accesorios que, en su momento, me incomodaron.
La cadena, por ejemplo, la recuerdo como una línea de sudoroso calor alrededor
de mi cuello y, en parte, en mi pecho. Era una onda calorífera irradiando e
incordiándome la piel sobre la que descansaba y aún centímetros más allá. La rompí,
supongo que accidentalmente, mientras me bañaba. Mis dedos jabonosos se
trabaron en ella y el mecanismo de embone se rompió. No quise que la repararán.
En realidad, me sentí liberado de una incomodidad cuando me liberé de ella.
Dejé de padecerla y ser su esclavo.
El primer reloj de pulso, creo,
me lo regaló mi hermano. Era un elegante, aunque no caro, Casio. Tanto el reloj
en sí, como el extensible, eran negros, excepto un triángulo casi perfecto de
un rojo sólido, pero no reflejante, que ocupaba la parte de la negra carátula
que abarcaba de las 12:00 a las 14:00 Hrs., o las 02:00 de la madrugada, según
fuera el caso. No lo he dicho, pero era de material plástico. Y el extensible,
pronto, me dejó en la piel de mi muñeca izquierda una franja más clara que el
resto de la piel próxima, visiblemente más oscura. Esa parte de mi piel, cuando
me lo quitaba, estaba siempre húmeda, sudada. Era incómodo por eso. No recuerdo
qué pasó con él, así que supongo que sólo lo deseché.
Después vino el reloj que me
regaló mi padre, quizás un Timex, metálico plateado, y con extensible de gusano
y de broche a presión. Debo decir que soy velludo y mis muñecas no son la
excepción. Y con el vaivén de los brazos al caminar, ese extensible metálico de
gusano se abría y se cerraba “depilándome” de manera no solicitada la muñeca.
Dolía cada vello tironeado o arrancado. Con la pena, tuve que devolvérselo a mi
padre que, por el uso continuado de ese tipo de extensibles metálicos de gusano,
ya tenía la muñeca pelona y su contacto no lo molestaba.
No tuve mi tercer reloj sino
hasta mis primeros 20’s, cuando gané un primer lugar y el premio -además del
diploma- consistía ¡sorpresa! en un reloj de pulso metálico, con extensible de
gusano, Omega-Tissot, dorado, con el emblema de la Secretaría. Los relojes del
2do. y el 3er. lugar eran plateados, lo que no significaba que el dorado del
mío implicara un baño de oro. Era puro relumbrón, aunque de buena marca. Lo usé
contadas ocasiones porque el emblema indicaba posesión y adscripción, y yo,
entonces y ahora, abomino de ambas condiciones. En una ocasión que lo usé se le
cayó uno de los pernos que unían el reloj al extensible. Su reparación no fue
barata y tuve que desplazarme hasta un lugar de la capital donde lo que no eran
verdes prados eran rascacielos modestos, de veintitantos pisos cada uno, de la decena
que aproximadamente conformaban la gran plaza, cercana, creo, a Paseo de La Reforma.
Era el único de la oficina de
Redacción que ostentaba tal lujo, aunque de manera infrecuente. Ese reloj despertó
deseos ajenos y, en un momento de necesidad económica, un compañero reportero
me ofreció una cantidad nada despreciable por él. No dudé en venderlo y salir
del temporal aprieto. El compañero que me lo compró no tenía problemas con
lucir algo que representaba el primer lugar de otro -es decir, yo- y lo cargaba
orondo por todas partes. Nada que lamentar. Ambos salimos ganando.
No sé si tenga que ver mi
incapacidad de portar accesorios con otro hecho que bien pudiera estar
relacionado. Aunque en mi época de juventud no eran tan infrecuentes los
tatuajes, tampoco eran tan abundantes como lo son hoy día. Sin embargo, yo
nunca sentí esa tentación. Pese a mis ya considerables lecturas a esa edad, no
encontré ningún texto o frase - ¿verdad, dogma? - que deseara tatuarme de forma
definitiva, ni tampoco ninguna imagen o dibujo. Admito su belleza cuando los
veo en los otros, pero entiendo que no son para mí.
No, el terremoto del 19 de
septiembre del 85, que viví en la CDMX, me dejó en claro que la vida está
siempre en riesgo, hay una precariedad en todo, una incertidumbre que cancela
lo definitivo. Todo es transitorio, hasta nosotros, cuya fecha de caducidad es
cierta, pero desconocida. Quizás ese sea un don que no agradecemos lo suficiente.
Ignorar la fecha de nuestra muerte. Volviendo al tema, mi aversión a lo
accesorio, debo confesar que la primera vez que me puse una corbata me sentí casi
asfixiado. La usé quizás dos o tres veces más en mi vida, pero nunca aprendí a
hacerme el nudo. Alguien siempre tuvo que ayudarme en la tarea.
Por ello no deja de sorprenderme
la aparente facilidad con que los otros portan sus accesorios. Pero quienes más
me sorprenden son las mujeres. Tan
alhajadas algunas de ellas que no hay dedo de las manos que dejen sin anillos,
muñecas que carezcan de pulseras, cuellos cercados de collares y cadenas y
dijes, los aretes en las orejas y hasta cadenetas en los tobillos; y un
maquillaje que, supongo, tapa los poros de cara y cuello y dificulta la respiración
natural de la piel. Esta carga, para mí, sería intolerable. Sería la mujer mas
hippie y desaliñada si me hubiera tocado en suerte ser mujer. Por las razones antes
expuestas, agradezco no haberlo sido.
Razones similares me llevan a
cuestionarme el gusto actual de los jóvenes, hombres y mujeres, por el
piercing. Yo, que apenas si tolero la ropa sobre la piel, no me hago a la idea
de la tumba y las paladas de tierra encima. Lo tengo claro: los muertos ya no
sienten nada. Porque si sintieran aún estarían vivos. Aún así, no me hago a la
idea. Por dejo constancia en este texto que, a mi deceso, y de ser posible, mis
restos sean cremados y mis cenizas revueltas con tierra fértil en campo abierto
o bien arrojadas al mar, opciones ambas que me remiten a la idea de “respirar”
libremente. Que, después de muerto, a otra cosa no aspiro.
martes, 14 de junio de 2022
sábado, 11 de junio de 2022
viernes, 10 de junio de 2022
Primates castrados
A veces sí y a veces no.
Pero con frecuencia
sincronizado como
las campanas de los templos
a determinadas horas,
el mal halla oquedades
que hacen eco
en cabezas pútridas
de odio y vileza
volviéndose innombrable.
Es la barahúnda,
la boca abierta,
amenazante, del primate humano,
del que no se permite
lo que quiere
y “castiga”
a quienes sí se dieron chance.
Venganza de castrados
que nunca consumaron sus anhelos
y morirán así, amputados
de sus deseos más hondos.
Se dijeron que “no” a si mismos
y ese “no” se lo imponen a los otros,
a los libres, a los sueltos,
a los que no se tuvieron miedo
y se dijeron: Esto quiero.
El eco de ese mal rebota enloquecido
en las paredes de esos cráneos
nacidos para el látigo
del autoflagelo, de la camisa de fuerza
autoimpuesta que oprime libertades.
Tienen tanto miedo a su vergüenza
que se recubren de dientes
y así, amenazantes, transfieren
sus vergüenzas a los otros,
a los que ya la perdieron,
que son libres, libres, libres
manifestándose a si mismos
sus deseos y concretándolos
en actos que son blasfemia
para los rumiantes necios,
esclavos de sus propios miedos.
Tanta vida y tanto amor
no concretados, trasmutados
en odio de si mismos
y odio a los otros,
a los que se atrevieron
a decir: ¡Basta de castrados!
Embrutecidos como están,
piensan que el número les da la razón,
pero no: uno solo puede tener razón
y millones estar equivocados.
Esto pasa, pasó y seguirá pasando…
Cicatriz al fin
Vuelvo al alcohol
al agua oxigenada
a la sutura, a la gasa
al esparadrapo
hasta cicatrizar la herida.
Tu recuerdo vuelve
siempre vuelve
a remover la herida
abrirla, dejarla expuesta.
Y yo digo que ya basta:
o te cierras o te cierras.
Vuelvo al alcohol
al agua oxigenada
a la sutura, a la gasa
al esparadrapo.
De mi parte está la homeóstasis
la regeneración
la cicatriz que cobra forma ya
en los extremos y los bordes.
No insistas, herida,
que tres veces es más que suficiente
para que, por fin, te cierres definitivamente.
Hete aquí ya cicatrizada y seca,
no supurante, antaño herida.
Fuiste pero ya no eres.
Cicatriz, recuerdo del recuerdo.
Recuerdo que no duele.
Huella petrificada
para paleontólogos
de la psique.
Soy yo, era yo, seré yo,
cambio perpetuo,
dolencia, cura y convalecencia.
lunes, 6 de junio de 2022
Ante un sismo, entereza y cabeza fría
En nuestra tierra telúrica nadie, medianamente física y mentalmente sano, se habitúa a estas palpitaciones de la tierra. Las más violentas son siempre riesgosas para la vida humana. Pero en fin, que la república está atravesada de Sur a Norte por dos cadenas montañosas: la Sierra Madre Oriental y la Sierra madre Occidental. No ha habido, por estas fechas, nada que lamentar. Sin embargo, me viene a la mente un hecho que viví en CDMX en la segunda mitad de la década de los 80’s, pasado ya el brutal terremoto de Septiembre del 85 que dejó muchos muertos.
La Oficina de Prensa en la que
trabajaba estaba ubicada en el 4º. piso de un edificio de 14, aún en el Primer
Cuadro de la Capital. No recuerdo que horas eran, pero creo que era alrededor
del mediodía. Súbitamente -¿qué movimiento telúrico no es súbito?-, el edificio
comenzó a cimbrarse. Todo mundo corrió hacia las escaleras -los elevadores no
son recomendados en estos casos- buscando la calle.
Pero mi amigo tenía a su novia en
el Departamento de Enlace Radial, mientras que yo hacía mis intentos con la
amiga y compañera de ella. Para ir a buscarlas tuvimos que internarnos más en
el edificio, más lejos aún del escape. Cuando llegamos a su cubículo -la tierra
y el inmueble cimbrándose-, la novia de mi amigo, de pie, abrazaba a su amiga
acodada en un escritorio, el rostro contraído y las lágrimas brillando en sus
ojos ateridos de miedo.
-¡Vámonos, vámonos!-, las urgimos,
pero la muchacha que yo pretendía no respondió a nuestros llamados y permaneció
clavada, ahora con el rostro entre las manos, a su asiento. La novia de mi amigo
mantenía el control a pesar de la sismicidad reinante. Cuando se dio cuenta que
su amiga no iba a levantarse nos dijo con absoluta entereza: -No tiene caso que
nos quedemos los cuatro. Váyanse ustedes. Yo me quedo con ella-. Analizada la
situación en frío, y en segundos, atendimos su juiciosa indicación.
De dos en dos o de tres en tres
bajamos corriendo los escalones hasta dejar atrás los cuatro pisos que nos
separaban de la avenida y su camellón central. Echamos a correr hasta el
crucero y, para sorpresa nuestra, el Director de Comunicación Social, un señor
de unos 60 años, nos aventajaba en la carrera por considerable distancia, a
nosotros que andábamos a mediados de nuestros 20’s.
Cuando el sismo pasó, y pasó un
tiempo precautorio considerando las posibles réplicas, volvimos al frente de
nuestro edificio. Sobre la acera de toda la calle, aquí y allá, cristales
rotos, aunque ningún edificio caído. Las autoridades habrían sabido después si
alguno había quedado fracturado, inhabitable. Cuando volvimos a las oficinas,
ellas seguían ahí, inamovibles: una paralizada de miedo y la otra sosteniendo
el clima anímico con absoluta entereza.
Hoy reflexiono sobre ello y me
sorprendo pensando sobre las variadas reacciones posibles del ser humano ante
el peligro. Una, paralizada por el miedo. La otra, entera, solidaria con su
amiga. El resto, prófugos del peligro y del edificio, buscando amparo en el decampado
de la calle, evitando la proximidad de los edificios y los vidrios que caían
sobre las banquetas.
Una lección me quedó clara: de
ninguna manera debe uno paralizarse ante el miedo. Hay que prepararse para la
defensa, la huida o el ataque según sea el peligro que afrontemos. Nada atenta
más contra nosotros mismos que el miedo. Lo que hay que temer es al miedo
mismo, porque inmoviliza y nos convierte en posibles víctimas, cuando, la
experiencia lo demuestra, es posible ponerse a salvo.
Sé que en esta tierra
acalambrada, mientras las placas tectónicas no terminen de acomodarse definitivamente,
los temblores y los terremotos, de diversa intensidad, seguirán ocurriendo. Y
aunque aún no hay manera de predecirlos, nosotros sí que debemos tomar las
medidas que indican las autoridades para minimizar los riesgos. Hay cosas que
sí podemos hacer en caso de un sismo. “Testa y testículos” nos recomendaba
siempre uno de mis maestros. Y tenía razón. Entonces y ahora.
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