La avenida es larga, ancha y arbolada. Paco la camina de un extremo al otro en 45 minutos. Le han salido ampollas en los pies de tanto transitarla. En algunos tramos el camellón tiene palmeras y está bordeado de bancas. Bajo la difusa luz amarillenta de las luminarias, alcanza a distinguir en una de las jardineras una bolsa de plástico negro amarrada por la boca. Sabe que la dejaron para él. Adentro hay dos tamales y un atole, todo ya descompuesto: la encontró tarde. Pero tiene hambre. Se come un tamal pero le resulta imposible tomarse el atole. Ahí mismo vomita lo que comió. Camina hasta la fuente y hace unos buches de agua para quitarse el mal sabor de boca y toma un par de tragos para paliar la sed.
A la altura de la terminal de autobuses se sienta en una banca y limosnea: una moneda, un cigarro, lo que sea su voluntad. Hoy no fue un buen día y la noche no promete nada mejor. Regresa al baldío con el estómago aún revuelto. Siente que lleva años viviendo en la casa abandonada. El chamaquito del Kevin y la Leidi no debe tener más de tres meses y llora todo el tiempo. De hambre tal vez. Así es que cuando el niño chilla –como ahora-, Paco saca sus cartones al patio y se acuesta bajo las estrellas, pero los zancudos se ensañan con su cuerpo anestesiado.