sábado, 2 de enero de 2021

Porque estaban pasando cosas

Al mes ya había recibido una respuesta positiva de una ciudad cercana, aunque no duró ni tres meses en ese periódico. Cuando solicitó el trabajo le dijeron que no tenían plaza de editor ni de reportero disponible, pero que, si sus conocimientos de programas de diseño editorial eran suficientes, en ese preciso momento estaban necesitando una persona. Pensando en un futuro reacomodo, Abel aceptó de inmediato, dado que por esas fechas no tenía muchas opciones: se le terminaban los últimos centavos de la liquidación de su empleo anterior.

El jefe de diseño, que se llamaba Bartolomé, le hizo una prueba de maquetación utilizando fotos de archivo y texto falso. Esto último era una novedad para Abel: los recientes programas de edición permitían abrir una caja de texto y darle un llenado automático con texto falso. El “texto falso”, así llamado en la jerga del diseño, no era tal, sino latín clásico. Abel supuso que se trataba de extractos de la Eneida, de Virgilio, o de algún otro autor latino que los programadores habrían cargado. Superó la prueba sin problemas: lo de siempre, cajitas de imagen y cajitas de texto. Bartolomé -así le pidió que lo llamara-, le dijo que iba a estar unos días a prueba; si todo salía bien, a la quincena estaría cobrando su salario.

Por precaución, Abel decidió no abandonar la pensión en la que estaba alojado. No era ni muy buena ni muy mala, aunque sí cara, considerando el dinero de que disponía. Quería tener la certeza de que iba a quedarse antes de buscar un departamentito modesto o incluso un cuarto. Lo primero que hizo en el trabajo fue imprimir las combinaciones de teclas de los comandos, los atajos del programa y memorizarlos: a la semana ya estaba trabajando casi al mismo ritmo que los otros diseñadores. “Sólo es cuestión de tiempo”, dijo solícito Bartolomé que, al parecer, no las tenía todas consigo. Con su llegada pensaba deshacerse de alguien que lo estaba incordiando.

Ocurrió como estaba previsto. Abel se quedó con la plaza y Matías fue despedido. No sintió pena por el  gordito, porque éste se había mostrado hostil con él desde el principio. Como si él tuviera la culpa de sus virulentas y viejas rencillas con Bartolomé. En cambio, Abel entabló una rápida y fácil amistad con Rubén, el diseñador que se sentaba a su derecha -a la izquierda estaba la amplia sala de redacción-: ambos eran fumadores compulsivos y lo eran a placer. Resultó también que la esposa de Bartolomé era una gran fumadora, y por eso el jefe del área “toleraba” las esporádicas escapadas de la pareja de diseñadores afuerita del periódico para fumarse un cigarrito.

Aunque el departamento estaba conformado por siete diseñadores, Abel sólo intimó con Rubén, que no paraba de darle consejos sobre diseño editorial: la aplicación en la práctica de la teoría del color, trucos de composición, la óptima utilización de las opciones del programa de diseño, impresionantes efectos especiales en el retoque de las fotografías. Rubén había estudiado en una prestigiada universidad del centro del país, mientras que Abel, ya se lo había dicho, era un lírico del diseño.

- “Ya sabes, te peleas con el jefe de redacción en turno y terminas haciendo diseñitos en el departamento de publicidad”-, le contaba Abel a Rubén, explicándole el por qué conocía algunos programas de diseño, siendo lo suyo el periodismo.

Se sintió aliviado al cobrar la primera quincena y quiso corresponder a las atenciones de Rubén invitándole unas cervezas. Le comentó de su estatus de pensionado. Pero como parecía que ya se había quedado, debía buscar un departamentito pequeño o incluso un cuarto, a condición de que éste último tuviera su baño adentro. Continuar en la pensión le costaría casi el 50 por ciento de su salario.

- ¡En el aviso oportuno, güey, salen un chingo! -, le dijo animado Rubén.

-Es cierto ¡qué pendejo soy! Desde mañana empiezo a buscar-, contestó Abel.

Lo encontró al día siguiente. Y no lo podía creer: era una casita sola -dos piezas de material con su baño adentro- a sólo tres cuadras del periódico; éste se localizaba casi en las afueras de la ciudad; Abel calculó que el costo estaba por arriba de su presupuesto, pero con lo que iba a ahorrarse en el transporte, le convenía ampliamente: una casa sola. Modesta, pero sola.

-Si se espera usted unos días, se la pintamos joven-, ofreció la casera.

-No hace falta señora, yo la veo perfecta así. De veras, para mí está bien-, dijo Abel, que no quería que se la fueran a ganar, ni pagar otra mensualidad en la pensión.

Detrás de la casa había algo que se podía llamar un jardín: estaba un tanto descuidado, pero había unos grandes árboles que daban amplia sombra y fresco, lo cual era de agradecerse en una ciudad costera y cálida. Pensó Abel que bastaría una silla para sentarse a leer bajo sus ramas. La casa estaba bien, aunque le causaba un poco de aprehensión el entorno: baldíos, vecindades, casas bajas, techos de lámina de cartón o de asbesto -como el suyo-. Pensó que el enmontado predio situado a la izquierda de su nueva casa estaba deshabitado. Más adelante comprobó que no era así: un payaso habitaba el solitario cuartito que estaba al centro del rústico terreno.

Su casera le dio todavía un par de alegrías: al saber que estaba solo en la ciudad y que no contaba más que con una mochila de ropa, una caja de libros y su laptop, le dejó un sofá de dos cuerpos -no tuvo que comprarse un catre-. También le dejó una mesa y dos sillas de madera. Todo estaba más que usado, pues era parte del mobiliario que habían dejado los estudiantes que por tres años habían ocupado la vivienda antes que él, pero aún eran útiles. La línea telefónica estaba operante y a nombre de la casera; sólo tendría que pagar las mensualidades subsiguientes. Por ello, Abel no tuvo problemas para contratar a los pocos días el servicio de internet.

Pero su modesto paraíso -trabajo, casa, computadora, cerveza el fin de quincena- ni siquiera llegó a cuajar: fue desquebrajado por la barahúnda infernal de su vecino el payaso. Los dos primeros días ni siquiera lo percibió. Pero al tercero, a las dos de la mañana, un estruendo lo despertó e hizo retumbar las paredes de la casa. La chunchaca era tan fuerte que ni siquiera podía determinar su origen. Parecía venir de todas partes. Al asomarse a la ventana los vio, con sus ropas diseñadas con extravagancia, con sus zapatos desaforados, con sus pelucas alborotadas, con los rostros pintados con estridencia, como si los colores advirtieran de su ponzoña. Las rojas risotadas dibujadas en sus rostros eran nada comparadas con las carcajadas simiescas que salían de sus gargantas y pulmones. No era risa, era burla. No cantaban ni bailaban: parodiaban. Sus gritos de felicidad salvaje multiplicaban el estruendo. Un aquelarre encabezado por el diablo no podría ser peor que eso.

Abel estaba encabronado: qué falta de consideración. Cerró la ventana que había dejado abierta por el calor, pero fue inútil, el escándalo lo permeaba todo. Tuvo que separar su sofá de la pared para no sentir la vibración de la música; tan fuerte era el estruendo. Se mantuvo despierto, escuchando a su pesar, imaginando de lo que serían capaces esas gentes, a partir de lo que había visto: un desenfreno bestial. La “fiesta” terminó a las seis de la mañana. Abel logró dormir unas cuatro horas, hasta las diez que lo despertó el calor. Se quedó acostado en su sofá de dos cuerpos por una hora más, en un estado de semi-inconsciencia, de sopor, derivado de la mala noche que había pasado. Una taza de café cargado terminó de despertarlo a las once de la mañana. Tenía cosas que hacer: ir al súper, comprar provisiones, prepararse algo de comer en su parrilla eléctrica, recoger su ropa de la lavandería, leer el periódico, asearse, ir a trabajar...

Su juventud, su ingenuidad, el café, la actividad del mediodía, el trabajo, lo llevaron a pensar que lo de esa noche no se repetiría o que ocurriría de forma esporádica. No fue así. Era cosa de un día sí y otro también. Abel llegaba macilento al trabajo, mal dormido y mal alimentado, hecho un trapo de los puros nervios. Comenzó a cometer errores. Que si el crédito de una foto apareció movido. Que si había olvidado quitar el overprint de una cabeza en color que llevaba sombra. Que si no había religado una foto. Y apenas llevaba un mes. Bartolomé le dijo, con cierto sarcasmo, que no se preocupara: que a fin de cuentas podía decirse que apenas estaba empezando.

Sólo a Rubén le había contado el problema que representaba su vecino. No podía cambiarse de domicilio porque sus escasos centavos los había utilizado para pagar los dos meses de depósito que le pidieron de adelanto para rentarle la casa. No podía hacer otra cosa que aguantar, esperando que sólo fuera una mala racha del payaso que pronto pasaría. No pasó.

Cada tres, cada cuatro, cada dos días, despertaba sobresaltado a las dos o tres de la madrugada -¡pero si se acababa de dormir!- por el infernal estruendo. Acabó por odiar también la música tropical. Toda. Por supuesto que no tocaban a Chopin, músico predilecto que Abel ponía en su computadora para leer o escribir, cuando tenía tiempo para ello. Estaba al borde de un derrumbe sicológico. Rubén, cuyo padre había trabajado en la construcción, le recomendó que se comprara, en un almacén de insumos industriales, unos tapones para los oídos. Los había de varios tipos; debido a su precio ridículo, Abel compró varios pares, distintos entre ellos. Los probó todos y todos resultaron inútiles. Tan alta era la música que los tapones no alcanzaban a filtrar del todo el ruidero. Además era incomodísimo tratar de dormir con los tapones puestos.

En su desesperación, fue una de esas madrugadas a hablar con el payaso. Entró al predio iluminado por un foco amarillo, como quien entra sin armas en un campo enemigo. Sin embargo, vistos de cerca, se percató que los payasos eran chaparros y de cuerpos desmadrados. Todos estaban barrigones o bien llevaban un relleno en sus disfraces. No eran menos de seis. Se carcajearon en su cara: que no fuera puto, que mejor invitara las caguamas. Abel comprendió que había cometido un error. Volvió a su casa temiendo que lo agredieran. No lo hicieron físicamente, pero le subieron el volumen a la música, cosa que Abel no creía posible. Esa vez, los payasos no pararon la fiesta hasta las diez de la mañana.  A partir de esa fecha los desvelos se multiplicaron.

Abel comenzó a temer por su cordura: desesperado, maldecía a los payasos, a la vida, a sí mismo, y se preguntaba por enésima ocasión qué había hecho para merecer lo que le estaba pasando. No tenía a dónde más ir. Necesitaba el trabajo. Necesitaba el dinero. Necesitaba dormir. Ni siquiera contaba con el desfogue del creyente, que implora o reprocha a su dios las injusticias que padece. La lectura del antiguo testamento y su interpretación del libro de Job lo habían alejado tempranamente de la idea de un dios bueno, o justo, o redentor. Abel ya no creía. O por lo menos, creía que no creía.

Se dio por vencido: cuando los payasos comenzaban su aquelarre -nueve de la noche, tres de la madrugada, qué importaba: ellos no tenían horario-, respiraba profundo, se ponía los audífonos y prendía su laptop para ver algunas películas o documentales -con subtítulos, por supuesto-, para pasar el tiempo sin estresarse tanto pensando en el estado en que llegaría al trabajo, en qué nuevos errores cometería.

Gracias a los tapones y los audífonos y la fuerza de voluntad, Abel lograba a veces -a veces- olvidar la barahúnda infernal de al lado y concentrarse en la pantalla de su laptop. Pero entonces, una de esas madrugadas pasó algo extraño. Se topó con un documental sobre cosmología moderna y física cuántica, donde varios científicos exponían, con el uso de metáforas propias para legos, los nuevos hallazgos y teorías sobre el universo.

Resultaba que años atrás los científicos habían descubierto en el universo algo llamado energía oscura, la cual se expresaba matemáticamente con una coma decimal seguida de 122 ceros y, al final, un 1. Una cifra que equivalía casi a cero, pero que no era cero. Si a ese número mágico le quitaran o le añadieran un cero, la realidad, tal como la conocemos no existiría. Es decir, significaría que la realidad o se aceleraría o se ralentizaría, de tal manera que estrellas, galaxias, sistemas solares y planetas no habrían tenido tiempo de formarse o, en caso contrario, habrían estallado. El mundo no sería como es y la vida tampoco sería.

Peor aún: la cifra sublime “apuntaba” a la existencia de una inteligencia creadora. Hasta los científicos dudaban de una “casualidad” de ese tamaño. Incómodos con esa posibilidad, cosmólogos y físicos cuánticos, ateos beligerantes muchos de ellos -como el propio Abel-, postularon una teoría que resolvía la embarazosa situación: el multiverso. No sólo existía el nuestro, sino cientos, miles, millones de universos. Cada uno de ellos regido por diferentes leyes. Cada uno de ellos con cantidades diferentes de energía oscura. Es decir, uno tendría 0,01; otro 0,001; y otro más 0,0001, y así progresivamente, hasta llegar a la cifra mágica que regía nuestro universo y posibilitaba la vida. Los científicos quedaron contentos por un tiempo.

Pero poco les duró el gusto. Gracias a los avances de la informática, que ya simulaba realidades virtuales, y se anticipaba que, de seguir avanzando, llegaríamos los seres humanos tal vez a construir seres virtuales capaces de pensar y sentir -o casi- como nosotros, no faltó el inquieto que formulara la idea, o más bien la pregunta, de si nuestro propio universo, nosotros mismos, no seríamos sino “una simulación” de una inteligencia superior que habitara uno de esos universos, sin duda uno mejor que el que habitábamos nosotros. Si no seríamos, al fin y al cabo, seres de ficción nosotros mismos. Marionetas. El documental dejaba la pregunta abierta.

Abel estaba impactado. De ninguna manera creía en el dios bíblico. Aquel primer artículo publicado años atrás, La inaceptable teodicea de Job, pudo muy bien titularlo, La inaceptable idea de Dios. Trabajaba en periódicos y sabía cuál era la situación de la ciudad, del país, del mundo. Pero contrariando su ateísmo, en ocasiones había pensado que había “algo”. No un quién sino un qué. No una persona, sino una cosa totalmente extraña a la naturaleza humana. Tal vez la situación desesperada en la que se hallaba, la madrugada, el calor, el desvelo, el infernal ruido, los tapones en los oídos, su creciente inseguridad en el trabajo, las dudas sobre su propia cordura, todo eso junto lo hizo actuar como lo hizo: irracionalmente. Decidió, en menos de un segundo, que esa inteligencia creadora no tenía teléfono, ni e-mal, ni Facebook ni Twitter. Así es que, increíblemente, se escribió un correo a sí mismo.

Formuló, en ese orden, dos sencillas preguntas:

-¿Qué o quién eres?, ¿esperas algo de mí?-.

Dio clic en enviar.  Aún más increíblemente, esperó recibir una respuesta. Tonteó un rato todavía en su Laptop, vio un par de videos musicales, pero lo dejó por la paz porque los audífonos no filtraban la barahúnda exterior. Esperanzado y no, 10 minutos después volvió a revisar su correo: naturalmente, el milagro no había ocurrido. Por lo menos, no ese. Ocurrió uno que no esperaba. Súbitamente, los payasos pararon su música y se fueron. Escuchó marcharse la destartalada camioneta. Bendijo la noche -apenas eran las tres de la madrugada-, la paz inesperada, el silencio. Pero ese tampoco era el milagro.

Apagó su laptop y terminó de arrellanarse en el incómodo sofá en el que dormía.

Para entonces ya estaba bastante alterado, no sólo por el estrés que le producían los payasos, sino por las hipótesis inquietantes del documental: vivíamos en un universo que tenía no tres, ni cuatro dimensiones, sino 11; había un multiverso, sí, pero también universos paralelos que no se sabía si interactuaban con el nuestro, con nosotros; había científicos que postulaban que nuestra realidad no era más que un holograma.

Abel pensó que si leía unos 20 minutos para desestresarse, para desviar a su mente de los pensamientos recientes, aún tendría tiempo de dormir unas buenas seis horas, antes que el calor y el bullicio mañanero lo despertaran. Estiró la mano hasta su caja de libros, revolvió sin ver y sacó al azar un pequeño tomó: La voz de las cosas, de Margarita Yourcenar, que le había regalado una amiga hacía unos meses. Había estado posponiendo su lectura porque no eran textos de la propia autora, sino una recopilación de lecturas que la habían acompañado a lo largo de su vida. Lo había ojeado anteriormente pero no había despertado su interés.

De la misma manera en que lo tomó, al azar, así también lo abrió.

Eran las páginas 36 y 37. Y ahí estaban sus respuestas.

La página de la izquierda contenía un único texto breve:

 

 

“Mística renana

Del mismo modo que el Ser divino no tiene nombre y todo esfuerzo por nombrarle le es extraño, el alma tampoco tiene nombre, porque en sí es la misma cosa que Dios.

Meister Eckhart”

 

Abel estaba anonadado Su primera pregunta -¿qué o quién eres?- estaba claramente respondida o casi. Aseguraba el texto del místico que Dios no tiene nombre y el alma tampoco porque son la misma cosa. La respuesta deducida era que su pregunta no podía responderse; No había manera de nombrar a Dios. Éste no era ni un “qué” ni un “quién”. Era algo incomprensible y sin nombre. En automático leyó la página de la derecha:

 

“Los padres de la Iglesia

En el comienzo era el Verbo: eso es lo que escuchaba María.

Y el Verbo se hizo carne: eso es a lo que servía Martha.

San Agustín (19).”

 

Sin salir del pasmo, Abel hizo un esfuerzo mental: Su segunda pregunta era: ¿esperas algo de mí? Y la respuesta deducida era que Dios esperaba que lo escucharas o lo sirvieras, o las dos cosas.

En menos de 15 minutos había encontrado sus respuestas, puntillosamente respondidas, en el mismo orden en que las había planteado. ¿O era sólo el estado de desorden mental en que se encontraba lo que lo hacía creer que esas eran “sus” respuestas?

Se habían escrito siglos antes, y habían sido recopiladas por la mano de Margarita Yourcenar -junto con otros textos-, el siglo anterior. No podía creer que ese volumen estuviera en su caja de libros en ese preciso lugar y momento. No podía creer que lo hubiera abierto casualmente en esas páginas. Estaba en shock. Las respuestas estaban dadas con anticipación de siglos. ¿Es que acaso había una inteligencia superior que gobernaba -¿programaba?- cada detalle de nuestras vidas? Recordó con inquietud una frase de las escrituras: “Hasta el último de tus cabellos está contado...”. Pensó por unos segundos en la idea y luego sacudió la cabeza para aclarar su mente. ¿La tensión, el desvelo?, ¿una alucinación? No lo creía. Realmente había ocurrido. Para peor -o para mejor-, la segunda página tenía una nota al pie sobre San Agustín, responsable de la segunda respuesta, que a la letra decía:

“(19) Obispo de Hipona y doctor de la Iglesia (354-430 d.c.). Patrón de los que buscan a Dios.”

Sí, de los que buscan a Dios. En un momento de desesperación él había buscado a la inteligencia creadora deducida por la ciencia, pero le había contestado el Dios de su lejana infancia católica. Abel no supo cómo explicarse eso. El impacto que produjo el suceso en su espíritu lo mantuvo inquieto todavía una hora más. Era tanto lo que podía especularse. Pero a fin de cuentas era aún joven y el sueño atrasado era mucho. Se durmió. No despertó sino hasta las tres de la tarde. Casi once horas después de haberse dormido. Se sentía mejor que nunca. Sonrió frente al espejo al venirle a la mente la palabra “epifanía”, y la desechó con un movimiento de cabeza, de la misma manera que años antes, en su adolescencia rebelde, había rechazado al dios tribal del antiguo testamento, al que no consideraba mejor ni peor que el Huichilopotztli de los aztecas, o el Marte de los romanos.

Por unos días todo estuvo bien. Incluso en el trabajo. El payaso había salido de viaje y Abel, ya algo recuperado, tuvo la vana esperanza de que no regresara. Pero regresó. Y peor que antes. -¡La puta cirquera que los parió!-, pensó Abel bajo el infernal estruendo.  La tortura, esa vez, ha de haber durado una semana entera. Un día, y otro y otro y otro. En el colmo de la desesperación escribió otra carta a su propio correo, a la inteligencia creadora -¿a Dios?-.

-¡Sé que estás ahí!, ¡acaba ya con estos animales que no me dejan vivir!-.

Ese día no fue a trabajar, era su día de descanso. Pensó otra vez en pedir un préstamo al periódico para poder mudarse de casa, pero lo intimidaba y frenaba el hecho de que los errores habían vuelto a aparecer: olvidaba eliminar los sticky notes, las fotos las dimensionaba mal y salían pixeladas, olvidaba cambiar el estatus de las páginas, etc., etc. Sí, el desvelo y la tensión y la falta de salidas estaban acabando con él. Su permanencia en el periódico estaba en duda. Rubén era el único que lo entendía, pero tampoco estaba en posición de ayudarlo.

El acabose fue cuando, al término de esa misma semana, en el descanso dominical de Bartolomé, le tocó cubrirlo y enfrentar por primera vez ¡en sus condiciones! la portada nacional: el rostro del periódico. Aunque la jefa de información -y editora de la primera plana- fue amable, y la página ya terminada se checó punto por punto, al día siguiente, al llegar al diario, Abel se llevó una ingrata sorpresa.

Arriba del cabezal, una de las tres llamadas había aparecido duplicada: a la izquierda y en el centro. La que debía ir en medio no se sabía dónde había quedado. El error, tan visible, obligó a una intervención del propio director del rotativo: llamaron a cuentas a Bartolomé, su jefe directo, para sostener una junta.

 Apesadumbrado, Abel ocupó su lugar como todos los días, esperando el peor de los resultados a partir de la mencionada reunión. Estaba al borde de un derrumbe emocional. Nunca antes se había sentido tan incompetente. La verdad era que, en circunstancias normales, él no era así de pendejo. Afortunadamente, ese día le había tocado diseñar la sección regional, que pasaba el material un poco tarde, por lo que tuvo oportunidad de serenarse saliendo a fumarse un par de cigarros y, al regresar, tonteó con las noticias del internet.

Quedó muy frikeado con la primera nota que leyó: la entrada hablaba de la solicitud de “duplicidad de arraigo” contra el capo del narco detenido el día anterior, por parte de la Procuraduría de Justicia. Sí, el mismo capo del que hablaba la llamada que se había “duplicado” accidentalmente. Abel no pudo dejar de notar la “coincidencia” con el error cometido. Ni dejó de recordar lo que había pasado con el libro de Yourcenar.

Entonces regresó Bartolomé y lo llamó aparte.  El director había dicho que se le daría otra oportunidad: una última. Se sintió aliviado y no. Sabía que sólo era cuestión de tiempo y Dios o los universos paralelos no parecían querer cumplirle su deseo -la necesidad ya- de liberarse del payaso y sus adláteres. Estaba entre la espada y la espada: casa y trabajo eran infiernos. Y no tenía solvencia económica para buscar opciones en otra parte. Tenía que aguantar.

Pasó esa semana y, con un esfuerzo sobrehumano -hurtándose al trabajo, a hacer menos páginas por miedo a cometer errores- logró que no ocurriera nada grave. Llegó su día de descanso. A la noche, naturalmente, no pudo dormir por la música, los gritos, los cantos obscenos de los payasos. Si su estado de embotamiento se hubiera podido describir con un electroencefalograma, la línea que describiría habría sido recta: ni picos hacia arriba ni picos hacia abajo, estaba como muerto, en un coma sicológico, en una patológica ataraxia inducida. Embrutecido, estupidizado. Sin fuerzas, sin odio, sin tono emocional, escribió un tercer correo a la inteligencia creadora, a Dios, a quien pudiera oírle y contestarle.

-Acaba con éstos animales o acaba conmigo-, decía el mensaje. La escribió así, sin signos de admiración, sin énfasis.

Al día siguiente, principio de quincena, Abel se presentó al trabajo dispuesto a renunciar. Lo recibió Rubén con una gran alegría, a la entrada del periódico:

-¿Qué crees?-.

-¿Qué?-, dijo Abel.

-Que es tal y como dices: infalible ni el Papa. ¡Ahora el que la cagó fue Bartolomé! ¡Y en la portada policiaca!

-¿Qué pasó?-, dijo Abel saliendo apenas, asomándome, de entre los muertos. -¡Ya, dímelo!

-No sé bien, güey. Pero estuvo bien cagado. El caso es que llegó Mara toda alterada, con el periódico en la mano y le dijo a Bartolomé: “¡Ay, manito, llamaron los familiares del difunto y están reclamando que por qué pusieron esa invocación satánica en el pie de su foto!”.

-¿Una invocación satánica?-, dijo Abel, comenzando a reírse bajito también, más por la forma en que lo contaba Rubén que por haber entendido claramente de qué se trataba el asunto.

-¡Sí güey, Bartolomé le puso texto falso a la cajita del pie, y la pendeja de la editora no lo sustituyó por texto real!

-¡No chingues!-, dijo Abel abriendo los ojos.

-¡Y así salió, en latín!-, se reía Rubén con ganas.

-¿Tú ya viste el error?-, preguntó Abel a su amigo.

-¡No güey, acaba de pasar hace unos minutos, antes de que saliera a fumarme mi cigarrito!

Entraron juntos a la redacción y, disimuladamente, se fueron hasta el área trasera, donde se guardaba el consecutivo y buscaron la portada policiaca. Abel se tambaleó cuando vio la foto: el odiado payaso colgaba de un mecate en el centro del cuartucho, atado a una de las vigas que sostenía el techo de láminas de zinc. Era grotesco verlo con el rostro ladeado y pintarrajeado y su vestimenta estrafalaria. La boca abierta mostraba la lengua hinchada. Era el pie de su foto el que se había llenado con “texto falso”.

A la letra, el texto en latín decía: -Nulli tuta fide: ex ipsum floris odore surgit amari aliquod et indubio sublucet lachrima risu...

¿Había Dios, la inteligencia creadora, el arquitecto del universo, lo que fuera, escuchando su ruego? No se lo negó a sí mismo: estaba feliz. -¡Maldito payaso!-pensó-. ¡Debes estar pudriéndote en el infierno! ¡Al fin iba a poder dormir como Dios mandaba!, ¡al fin iba a poder disfrutar de su modesto jardín, de sus árboles, de sus libros, de sus noches!, ¡al fin iban a terminarse los odiados errores! No pudo evitarlo: impulsivamente dio gracias a Dios. No es que volviera a creer, pero... sintió ganas de agradecer. Y no pudo pensar en nadie más.

Sin embargo, poco le duró el gustó cuando comenzó a recapacitar: si el payaso había sido hallado muerto la mañana de su día de descanso ¿entonces de quién eran las obscenas carcajadas de la noche inmediata anterior, quien había organizado la barahúnda, quién el desenfreno cotidiano y nocturno? Sí, había sido la risa de él, la del payaso, no podía confundirla: llevaba demasiado tiempo oyéndola.

No se quedó a averiguarlo. Esa noche durmió en un hotelucho y, al día siguiente, aprovechando el pago quincenal, regresó a su pensión del principio. Aunque estaba más corto de dinero, pudo al fin dormir en paz. Intentó, esos días, serenarse y darle orden y sentido a los sucesos.

A las dos semanas le llegó un correo del profesor de etimologías grecolatinas del campus local de la Universidad del Estado. Acotaba el anciano que no, que no se trataba de Virgilio ni de la Eneida, sino de unos poco conocidos y raros versos latinos de Arthur Rimbaud.  La traducción literal al español del texto que acompañaba a la foto del payaso suicida, era la siguiente:

-Fe segura, a nadie: del mismo olor de la flor surge algo de amargo; y bajo la dudosa risa brilla una lágrima...

Abel sintió que se le erizaba la piel. Comprendió de golpe que nada de lo acontecido había sido coincidencia o azar, como se lo había venido repitiendo. Se preguntó si su vida –si todas las vidas- no eran sino representaciones de personajes de un juego perverso que se decidía desde otra parte, desde algún multiverso o universo paralelo. Ese mismo día abandonó la ciudad. Porque estaban pasando cosas.

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