jueves, 16 de abril de 2020

Argos


No sé si con razón o sin ella, pero siempre me había sentido como un monstruo. En realidad, creo que sólo era cándida, estúpida. Pero todas mis simpatías infantiles, cuando leía un comic, mi empatía por las canciones y las películas tristes de mi adolescencia, mi solidaridad con los personajes marginales y extremos me ponían siempre del lado de los condenados, los malditos, los perdedores. Con los villanos desaforados que estaban eternamente enfrentando héroes que, previsiblemente, siempre ganaban. Me resultaba fácil identificarme con ellos, sufrir con ellos, perder con ellos. Por eso, cuando Argos apareció en la puerta de mi casa ofreciéndome un ramo de rosas, me venció la compasión: la vida me cortejaba me cotejaba - con un monstruo de verdad, y no con uno cualquiera, sino con uno que, con sus múltiples ojos, me veía tanto por dentro como por fuera. Y como me veía por entero, me entendía por entero. Al menos eso pensaba yo. Ese mismo día me fui con él. No me interesaba saber a dónde me llevaba. En él se cumplían mis fantasías y mis esperanzas. Fueron largas las horas de interminable carretera: una recta infinita que con su señalética infinitamente recta me durmió en sus hombros. Me encontraron muerta y cegada en el cuarto de un motel. Argos me había arrancado los ojos y, supongo que cuidadosamente, los incrustó en su propio cuerpo. En las sienes de su cabeza. Ahora siento y pienso sólo con estos ojos, que ya no son míos, sino de Argos. Es mi función vigilar lo que sucede a su izquierda y a su derecha. No duermo nunca. Él no me lo permite. Ahora mismo estamos entrando en una florería. Ha comprado un ramo de alcatraces. Pronto, engalanado y dueño de mis ojos, estamos tocando suave, delicadamente, como lo hace todo pretendiente, en otra puerta. Parece que ahora quiere ornamentar las plantas de sus pies. Yo pienso en su corpachón inmenso, y no puedo evitar sentir una infinita lástima por la muchacha torpe, ingenua, atolondrada que nos abre su reja.

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