sábado, 17 de octubre de 2020

El imperio de las apariencias

 

Una frenología científicamente desacreditada, pero que opera en el ser humano de forma subconsciente y extendida, hacen que la belleza o la fealdad –conceptos relativos, cambiantes, singulares- sean determinantes en el éxito o el fracaso social de las personas, manifestándose, en los casos más extremos, en el feroz racismo que padecen las sociedades contemporáneas donde el “parecer” ha reemplazado al ser.

 




Ahora que la pandemia nos ha hecho tiempo –quizás demasiado- para “ver la tele”, yo no he podido sustraerme a este fenómeno. Por lo menos, no del todo. Les cuento: comencé a ver una serie policiaca de Netflix llamada Mindhunter, en la que dos detectives, el mayor forjado “a la antigüita” y el joven con mejor formación académica y más abierto a la improvisación, que incluso se salta algunos protocolos legales, inician, en las instalaciones del FBI, y casi de manera incidental, un departamento de Ciencias de la conducta orientado a desentrañar –y prever- la génesis del comportamiento de los asesinos seriales, para analizar y encontrar puntos en común para crear el perfil o perfiles de los sicópatas, mientras que paralelamente van desentrañando crímenes seriales actuales apoyándose en las conocimientos que van adquiriendo. La historia se ubica a fines de los 70’s. No la terminé de ver. Explico por qué. En el último capítulo que vi, el más joven de los detectives hace una visita en solitario –con la desaprobación de su compañero- a uno de los más cruentos asesinos seriales de mujeres, cuyo fetiche eran los pies y los zapatos femeninos, y que le había estado mandando cartas incitándolo para que lo visitara en prisión. Lo habían entrevistado ya en ocasiones anteriores. Pero de alguna manera retorcida, el asesino había creado en su mente una “relación”, supuestamente amistosa, con el más joven de los detectives. Durante la entrevista, inquietante y riesgosa porque el asesino y el investigador se quedan solos en la celda, y por la naturaleza de la conversación que sostienen, finalmente el sicópata le pregunta, los dos de pie, frente a frente. Parafraseo: “¿por qué has venido”. Tomado por sorpresa, el detective no sabe qué responder y se sincera, con rostro de incertidumbre: “No lo sé”. “¿Te das cuenta que podría matarte ahora mismo, en unos segundos, y no podrías evitarlo?”. Con las facciones del rostro paralizadas, pero una tensión y un miedo palpables por la situación en la que él mismo se ha puesto, el detective no puede apartar la mirada, sin parpadear, de la mirada del asesino. Éste, inmenso, alto y corpulento; él, delgado y mucho más bajo de estatura. Increíblemente, el sicópata lo abraza afectuosamente y, en la toma, sobre su hombro asoma apenas la mirada fija, indescifrable, del detective. Unos segundos dura el abrazo antes que el detective reaccione y se libere del abrazo y huya. Después se le ve correr y caer y quedar apoyado sobre uno de sus codos, por el suelo, en un pasillo de la cárcel, acezante, al borde de un colapso. La siguiente toma lo muestra sedado e inconsciente en una cama de hospital. Fue víctima de un ataque de pánico. Ese fue el último capítulo que vi y, lo acepto, me dio miedo. Comprendí el shock, el quiebre sicológico y emocional del detective. Él mismo se había puesto en una situación de riesgo real. No soy crítico cinematográfico y desconozco la terminología, pero por supuesto que algo entiendo de géneros. La comedia debe hacerme reír, y la tragedia llorar, y el thriller policiaco producirme una arritmia cardiaca con tanto suspenso. Pero en ese momento no lo pensé. Sólo decidí dejar de ver la serie. Me ponían mal esos rostros lombrosianos a lo Charles Manson o Jeffrey Dahmer. Frenología pura.
Sin embargo, necio que es uno, días después decidí ver un documental, no ficción, documental, uno que contaba la historia real de un padre de familia, sin historial criminal previo, que asesina fríamente a su mujer y sus dos hijas de tres y cuatro años para poder liberarse de compromisos y quedarse con su amante. El documental en cuestión, también en Netflix, es El caso Watts: el padre homicida. En este documental, sólo se utilizan imágenes de las redes sociales, videollamadas, conferencias de prensa, etc. Nada fue filmado deliberadamente. Sólo se utilizó material de las redes. Y podemos ver el desenvolvimiento cotidiano de la familia Watts, el aparente amor del padre por sus pequeñas y su mujer, los paseos y los juegos en los parques infantiles y, de repente, súbitamente, sin previo aviso, éstas tres últimas desaparecen. La explicación que él da es que la noche anterior él le había planteado la posibilidad del divorcio, y que ella lo había abandonado llevándose a sus hijas. Podemos ver, al que ya sabemos asesino, desenvolverse con una normalidad, con una aplomo sin impostaciones, sin exacerbaciones emocionales, pidiendo en televisión abierta a su mujer que vuelva –cuando entonces nadie, excepto él, sabía que ya están muertas-. Un solo dato a recalcar: este hombre en ningún momento llora o se ve que sufra por la desaparición de su familia, hay una especie de ataraxia evidente... Lo que sería consecuente con su versión de que su familia no está muerta, sino oculta de él; su mujer evitándolo y "castigándolo" porque había planteado la posibilidad del divorcio. Los antecedentes son que su esposa y sus hijas se fueron dos o tres semanas con sus abuelos y, cuando regresan ella lo encuentra diferente -entiéndase "frío" en lo afectivo y lo sexual- y le dice a una amiga que cree que la engaña con otra mujer, cosa que finalmente resulta cierta. El padre de familia no pasa la prueba del polígrafo en su declaración y es acorralado por la policía hasta que confiesa los crímenes y es sentenciado a cadena perpetua. La confesión del triple homicidio lo salvó de la pena de muerte.
Visto lo visto, me puse a reflexionar. Este hombre, el verdadero autor de la masacre de su familia, no produce en la pantalla el menor temor al verlo desenvolverse en su entorno familiar y social. Su rostro no se parecía en nada a los de los sicópatas de Mindhunter que sí me provocaron inquietud y un pelín de miedo. ¿Por qué?, ¿Tan condicionados estamos por los estereotipos del sicópata que una buena actuación consigue el efecto buscado, mientras que el sicópata real podría tomarse un café con nosotros sin que nos percatáramos de algo extraño, peculiar, que nos pusiera en alerta? Da que pensar. Por ejemplo, que vivimos en un mundo en el que, al parecer, el “parecer” lo es todo. Es decir, pura apariencia. Sobre todo, ahora que las redes sociales nos exigen la máscara de la vida feliz y exitosa, porque ponerse a llorar en Facebook no te merece ningún like. Hace varias décadas, en mi primera adolescencia, leí un libro testimonial llamado Manicomio –siento no recordar el nombre del autor- en donde, literalmente un interno que va huyendo, se queja de otro interno con una autoridad del hospital: “Tiene cara de bueno, pero es muy malo.” En un entorno patológico, como lo es un hospital siquiátrico, habría que interpretar qué significa “tener cara de bueno”. Según la etimología que da la página https://diccionarioactual.com/belleza/, belleza proviene de bella, adjetivo femenino correspondiente a bellus, bella, bellum cuyo significado es gracioso, agradable, bueno, bonito.
Bellus es la contracción de benulus que es el diminutivo de bonus, bona, bonum cuyo concepto es bueno, propicio, favorable. Es decir, la belleza está asociada a lo bueno, lo positivo, lo "bueno". Y ahí tenemos ya la interpretación del interno agredido: su agresor era “bonito”. Es decir, parecía “bueno”. Así lo interpretaba el agredido. Y ahí tenemos la explicación de la contradicción expuesta entre el estereotipo físico del sicópata, expresión facial no ordinaria, hosco, agresivo, "feo", totalmente atípico, lo que difiere radicalmente del sicópata real, este padre de familia blanco e incluso atractivo de cara y con un cuerpo esculpido en el gimnasio, capaz de asesinar a su mujer y sus pequeñas. La distorsión total de la realidad.
La sobrevaloración de la belleza, tan estereotipada por el cine y la televisión y otros medios audiovisuales, ¿explicará, al menos en parte, el por qué los policías blancos pueden disparar impunemente contra los ciudadanos negros en cualquier punto de los Estados Unidos?, ¿explicará el por qué en México, a más de 200 años de independencia, vivimos prácticamente en una sociedad de castas –no admitida públicamente-, pero que evidencian la tipología predominantemente europoide de los actores y presentadores en los medios audiovisuales dominantes en el país, el modelaje publicitario, la mercadotecnia, etc.?
La sicología contemporánea admite que la belleza –o nuestra percepción y concepto de ella- asegura ventajas sociales en la familia, la escuela, el trabajo, las relaciones sociales, la posibilidad de encontrar pareja, etc. Por ejemplo, es un hecho que los jefes de recursos humanos, sean conscientes de ello o no, puntúan más alto a quienes perciben como bellos sobre aquellos menos agraciados. Y eso se refleja también, y desgraciadamente, en los salarios asignados.
No es un delito valorar la belleza. El crimen está en privilegiarla por sobre todos los otros valores, como pueden ser la justicia, la bondad, la sabiduría, la experiencia, las capacidades laborales, la honestidad, el trabajo duro, disposiciones emocionales como la empatía, el amor, la amistad, el afecto, etc. Llevado al extremo, el sobrevalorar la belleza lleva al genocidio, al racismo extendido por todo el mundo, al apartheid, a la opresión de pueblos originarios o de color, con todo lo que ello implica.
Y, finalmente, las personas que sobrevaloran la belleza caen en la aporía, la inviabilidad racional de otorgarle humanidad, bienes, dignidad, oportunidades, justicia en una palabra, a todas aquellas razas o pueblos, personas, que no corresponden al modelo impuesto desde que Europa, a partir del Siglo XV, y Estados Unidos, a partir de la fundación de las 13 colonias, comenzaron su expansión mundial. Ni hablar. Los que no nos parecemos ni a Brad Pitt ni a Colin Farell ni a Keanu Reeves, y las mujeres que tampoco se parecen a Uma Thurman, Cameron Díaz, Julia Roberts o Emma Watson, supongo que seguiremos teniéndola más difícil en la vida.
Pero en fin, supongo que también es verdad lo que decía Frida Kahlo: “La belleza y la fealdad son espejismos. Los demás terminan siempre viendo nuestro interior”. Con esa reflexión me quedo.

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