lunes, 18 de enero de 2021

Papel picado

La avenida es larga, ancha y arbolada. Paco la camina de un extremo al otro en 45 minutos. Le han salido ampollas en los pies de tanto transitarla. En algunos tramos el camellón tiene palmeras y está bordeado de bancas. Bajo la difusa luz amarillenta de las luminarias, alcanza a distinguir en una de las jardineras una bolsa de plástico negro amarrada por la boca. Sabe que la dejaron para él. Adentro hay dos tamales y un atole, todo ya descompuesto: la encontró tarde. Pero tiene hambre. Se come un tamal pero le resulta imposible tomarse el atole. Ahí mismo vomita lo que comió.  Camina hasta la fuente y hace unos buches de agua para quitarse el mal sabor de boca y toma un par de tragos para paliar la sed.

A la altura de la terminal de autobuses se sienta en una banca y limosnea: una moneda, un cigarro, lo que sea su voluntad. Hoy no fue un buen día y la noche no promete nada mejor. Regresa al baldío con el estómago aún revuelto. Siente que lleva años viviendo en la casa abandonada. El chamaquito del Kevin y la Leidi no debe tener más de tres meses y llora todo el tiempo. De hambre tal vez. Así es que cuando el niño chilla –como ahora-, Paco saca sus cartones al patio y se acuesta bajo las estrellas, pero los zancudos se ensañan con su cuerpo anestesiado.

Piensa que si no hubiera sido por el viejo puto del cantinero… Si no lo hubiera acusado de tomarse esas caguamas sin pagarlas, si no lo hubiera corrido, si por lo menos le hubiera pagado su día…

Si no fuera por eso, ahorita no andaría escondiéndose de la tira. ¡Viejo puto!

No sabe qué lo chinga más: el hambre o el sueño. En la palapa del viejito maricón trabajó y vivió tres meses. Lo tiene claro. Pero ya no sabe cuántos días lleva escondiéndose, cuántos viviendo en el baldío. El desvelo le distorsiona la percepción del tiempo. Finalmente, su mente sobretrabajada se desconecta, y cae en algo más parecido al desmayo que al sueño.

Horas después, alterado sin saber por qué, se despierta. No sabe qué era antes ese lugar, pero en el gran círculo del patio están pintados los 12 signos del zodiaco, en color amarillo sobre el piso azul intenso. Camina hasta el aljibe de agua sucia, para lavarse la cara, pero una fuerza poderosa venida de quién sabe dónde, le dice que debe meter la cabeza, el cuerpo entero. Sabe que morirá si lo hace y entonces ellos habrán ganado. Sale corriendo del lugar azul y amarillo y se dirige de nuevo a la avenida, sin pensar que la luz del sol que ilumina la calle, los edificios, los árboles y a las personas con su luz inmisericorde, también lo delata a él. Es tarde: acaso mediodía. Siente hambre.

Una pareja lo ve extrañada y se sigue de largo haciendo comentarios; ella le dice algo a su pareja, que se regresa y le da dos pesos con cincuenta centavos. Paco recuerda que junto a la terminal de autobuses hay una panadería. Su camisa azul a cuadros, sucia, sus shorts negros de mezclilla con las orillas deshilachadas, sus chanclas desmadradas y su pelo alborotado desentonan con la gente del lugar. Algunos clientes lo miran de reojo.

Toma un par de bolillos. Piensa que para eso no necesita una charola. La cajera le dice que son tres pesos. Él muestra la palma de la mano con sus dos cincuenta. La cajera voltea a ver a la que al parecer es la dueña y ésta le dice: dáselos. Se come sus bolillos en los baños de la terminal y se los baja con buches de agua de la llave.

Medio satisfecha su hambre, cruza la avenida y se sienta un rato en una de las bancas frente a la terminal. Se siente tan bien recibir la luz del sol. Luego se levanta y camina hasta la iglesia. En el interior, encuentra en una repisita un volante que advierte sobre los subrayados rojos y la gente con tics. Él sabe que la gente que tiene tics es porque los demonios se van apoderando poco a poco de sus cuerpos.  De un dedo, de un ojo, de un labio, de una pierna. El templo semivacío está en calma, pero él percibe algo ominoso. La gente ahí adentro tiene algo malvado. Con el corazón agitado, se dirige con rapidez a la sacristía, para advertirle al padre que algo grave está por ocurrir. La entrada está resguardada por dos mujeres-perro, que le muestran amenazantes sus largos colmillos. Sin embargo, él tiene que darle el mensaje al sacerdote.  Agitando los brazos como aspas, para evitar las dentelladas, se cuela a la sacristía y ahí está el padre.

Es un viejito de cabello completamente blanco, con grandes entradas, que se lleva las manos a las sienes, frotándoselas. Tiene los ojos cerrados, pero está alerta…

-¿Qué quieres, hijo?-, dice casi sin verlo.

Le explica, como puede, del gran peligro que existe: de los subrayados rojos, de la gente con tics, de la multitud de personas vestida de rojo y negro, de los dobles… de que la gente que lo persigue también quiere matarlo a él.

Sin dejar de frotarse las sienes, el anciano le dice que él no tiene miedo. Le dice también que si él lo tiene es porque no acepta su destino. Paco siente pánico por la forma con que el padre dice “su destino”. ¿Cuál es su destino?, ¿él lo conoce? Paco intuye un sino espantoso y quiere escapar de él. No sabe qué más decirle al padre para recibir su protección, para convencerlo del peligro que corre, para comunicarle su miedo.

Resollando, boqueando, abandona la sacristía. Las mujeres-perro ya no están. Sin embargo, no se aleja demasiado de los alrededores de la parroquia porque ahí se siente un poco más seguro, aunque no se le va el miedo del todo. Sabe que finalmente van a encontrarlo y que el templo no va a ser un obstáculo para ellos. Su sangre se agolpa en su corazón, y su corazón se agolpa en su pecho.

Poco a poco, a medida que el sol declina, va calmándose y se acerca de nuevo a la avenida. Deambula de arriba a abajo, sin mucho sentido. Lleva días haciéndolo. De tanto caminar, las chanclas ya le sangraron la parte de arriba de los dedos gordos de los pies. Ya no puede seguir caminando así. No quiere quitarse las chanclas porque siente que se convertirá entonces en un auténtico mendigo. Y él no es un mendigo; en su último trabajo era mesero. Intuye oscuramente que sus chanclas son su estatus. Nadie más camina descalzo por la avenida; pero ya no soporta el dolor.

Cojeando llega a la Cruz Roja, que está junto al cine; luego de dirigirle una mirada extraña, el enfermero le dice que no tienen curitas. Ni siquiera se molesta en revisar las heridas que tiene Paco en la parte alta de su empeine. De vuelta a la avenida se resigna: esconde las chanclas en una jardinera –pensando en recogerlas más tarde- y se echa a caminar de nuevo. Aunque el pavimento aún está tibio, caminar descalzo es un alivio, aunque no deja de sentir el golpe del talón contra la dureza del pavimento. El dolor ya era intolerable. Tal vez nunca debió quitarse los calcetines. Pero el del pie izquierdo ya estaba lleno de sangre arriba del dedo gordo y eso espantaba a la gente, que se hacía a un lado para no darle limosna. Se ha convertido en lo que no quería: en un mendigo descalzo.

No se detiene sino hasta la altura de la escuela. Sobre la banca encuentra dos cortitos lápices amarillos. Los estaba tomando con la mano cuando vio salir por el portón a un par de gemelos.  Él tiene que entender el mensaje. De eso depende su vida. Dos zanates se elevan en vuelo sincronizado al cielo. Dos. ¿Por qué dos? Una camioneta pasa lentamente. La conduce una mujer de blusa roja y cabello suelto que voltea a verlo. Él hurta la vista para que no lo mire a los ojos. Sabe que no puede dejarse encontrar. Esa mujer no lo reconoció. Pero pudo haberlo hecho.

Camina hasta la fuente que está al final de la avenida y bebe agua. Está menos sucia que la de la otra fuente, la de la central camionera. Ya es de noche y sólo ha comido dos bolillos en todo el día. Dos. Tal vez este sea el día del dos. Ya antes ha tenido un día del cinco y otro del nueve. Este último fue el más complicado: los picos de una piñata, una extraña conformación de las nubes, un grupo de piedritas en el pasto. Camina hasta el mercado. En la basura encuentra un par de naranjas de cáscaras amarguísimas que pela con los dientes; por dentro están buenas. Las come ahí mismo. Dos hombres sucios que seguramente trabajan ahí lo miran y se ríen. Después lo espantan agitando lo brazos, como quien aleja a un perro.

Avanza nuevamente hasta la central camionera y recoge sus chanclas de la jardinera. Tuvo suerte, nadie se las robó. Camina con ellas en las manos una cuadra arriba, hasta quedar frente al cine y se sienta en una de las bancas. A las once empieza la función porno. No falta mucho. Espera con las chanclas puestas y fumándose el cigarro que le regaló un viejito.

Un rato después, un gordito se le acerca lentamente, como si no se decidiese. Le mira las piernas y las pantorrillas. Él, sentando y como por casualidad, se lleva la mano a la entrepierna y comienza a sobarse el pito. Entonces el desconocido se sienta junto a él en la banca. Lo mira de reojo y dice:

-Estás muy velludo-.

-Sí-, responde él sin dejar de sobarse y abriendo un poco más las piernas.

Que cómo se llama. Paco responde que Paco. Sabe que no debe dar su nombre verdadero a nadie.

Que qué hace ahí, que dónde vive.

-No tengo trabajo ahorita-, contesta Paco. -No estoy viviendo en ninguna parte. Duermo aquí, en las bancas.

El gordito le dice que debe tener cuidado. La calle es peligrosa. No hace ni quince días que un mesero borrachín tuvo un pleito de dinero con un cantinero, al que noqueó propinándole un botellazo en la cabeza. Después incendió la palapa y el viejito murió achicharrado. El gordito lo sabe porque también es mesero. Y dicen que lo han visto al muy cabrón paseándose de noche por el rumbo de la Central, por el mercado y al sur de la avenida. Que uno nunca sabe con quién puede toparse.

Pensando en las posibilidades del momento, Paco no se da cuenta que la historia que le cuentan es la suya. –Ajá-, contesta distraído y vuelve a sobarse el pito. Entonces el mesero le aprieta la rodilla y le jala unos vellitos de la canilla mientras sonríe. -¡Ay!-, dice Paco y retira la pierna. -¿Quieres entrar?-, pregunta el mesero indicando al cine con la cabeza. Paco acepta. Adentro la película ya empezó. En la pantalla, los cuerpos se anudan unos con otros. Una orgía. En las butacas otra: aquí y allá, hombres que en la penumbra se inclinan en la entrepierna de otros hombres. Paco se excita. La mano del mesero palpa su pene erecto debajo de la tela del short.

Paco aprovecha entonces para decirle al gordito que no tiene nada de dinero. Que sólo ha comido un par de bolillos en todo el día. El mesero dice que sólo puede darle 120 pesos. Paco se abre entonces la bragueta del pantalón y deja que el gordito se la chupe hasta que se viene. El meserito se sienta después en su butaca mientras Paco se la guarda.

El mesero saca una servilleta del bolsillo de atrás de su pantalón y escribe su nombre y su teléfono. -Háblame el martes, que es mi día de descanso-, dice al tiempo que le tiende la servilleta y los 120 pesos juntos. Dice que ya tiene que irse, porque se le hizo tarde. Paco dice que sí, que le hablará el martes. Se queda solo, pero ya vaciado no le encuentra gusto a la película. Se sale.

A un costado del cine pide una orden de hotdogs -tres por 15 pesos- y se los baja con un refresco. Paga 25 pesos y aún le quedan 75. Un chamaco pasa vendiendo chicles y cigarros.  Se compra uno suelto y se sienta en la banca a fumárselo. La idea ya le ronda en la cabeza. Han de ser como la doce de la noche y poca gente transita a esa hora por la avenida, a excepción del tramo que está a la altura de la central camionera. Así que toma sus chanclas en las manos y camina en sentido contrario, hacia la vinata. La abundante cena y el cigarrito ya están haciendo su efecto benéfico; hasta se siente alegre. Antes de llegar vuelve a ponerse las chanclas. Despacito, para no cojear, entra y escoge dos botellas de caña de 750 mililitros y dos paquetes de cigarros sin filtro. Paga en la caja y calcula que aún le quedan unas cuantas monedas para amanecer. Buena sorpresa se van a llevar el Kevin y la Leidi.

Los encuentra despiertos, a la luz de una vela en la casa abandonada, ponchando apenas el primer flavio. Lo reciben con algo parecido a la alegría: a ellos también les fue bien limosneando en el centro. Ya cenaron. Unos minutos después están los tres aspirando, reteniendo, exhalando. Aspirando, reteniendo, exhalando. El niño está dormido o desmayado. Para el caso es igual: la mamila está intacta a un lado de su cuerpecito. Chupan de la botella directo del gollete. –Éntrale carnal que, si se acaban éstas, traigo para otra de medio litro-, dice Paco, feliz de compartir con sus cuates. Explica sin necesidad su buena fortuna: -¡Un pinche viejito borracho que se apendejó...!

Un rectángulo de luz de luna se cuela por la ventana chimuela y se desplaza lentamente sobre el piso sucio de ese inmueble con muchos cuartos, abandonado años atrás. Antes fue un antro llamado El zodiaco. Pero ellos no lo saben. Y como no leen el horóscopo del periódico ignoran lo que les vaticinan los astros esa noche.

El cruce está chingón: mota y caña. Un par de horas después, Paco empieza a sentir sueño. Cabecea y ve un reflejo dorado en el piso. Luego otro, esta vez plateado. Hace el esfuerzo de fijar la vista y es entonces que las ve: monedas de oro y plata que brillan chidísimo en el piso, reflejando la oscilante luz de la vela. Las va recogiendo avariciosamente una por una, pensando que ya es rico, que hoy fue su día de suerte. Siente su peso y su duro contacto metálico en el bolsillo del short. Pero el Kevin y la Leidi comienzan a reírse desaforadamente y quieren quitárselas. Paco se subleva y comienza a repartir chingadazos. -¡Pinches culeros! ¡Yo las encontré, son mías!-, grita, pero ellos no dejan de reír ni de intentar quitárselas. Paco saca la “punta” que lleva debajo del faldón de la camisa y redobla las mentadas de madre y los chingadazos hasta cansarse, hasta que los ve caer; hasta que el sueño, el desgaste, la ebriedad y el delirio lo vencen también a él y cae desmayado al suelo.

Horas después lo despierta un tenaz berrido que le taladra la cabeza. Junto al cuerpecito convulsionado del bebé sigue la mamila entera, con la leche ya cortada. Paco siente dolorosas palpitaciones en las sienes. Tiene la boca seca como el yeso. El cuerpo adolorido, como si lo hubiera aplastado el mundo. La luz del sol que entra por las ventanas le lastima la vista. Y el berrido del escuincle reventándole los tímpanos.

Tambaleante se pone de pie. Ahí están los cuerpos yertos, picoteados y ensangrentados del Kevin y la Leidi. Se la buscaron. Aparte del intenso malestar, Paco no sabe qué pensar ni qué sentir. Busca en los bolsillos de sus shorts y sólo encuentra la morralla, unas cuantas monedas que le sobraron del día anterior, mezcladas con pedacitos de papel dorado y plateado, con el que se forran por dentro las cajetillas de cigarro. Porque a sólo eso se redujo su alucine: a papel picado.

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