miércoles, 15 de junio de 2022

Accesorios


Quizás es que como yo nunca he tolerado ser propiedad de nadie tampoco me habita ese deseo de poseer nada ni a nadie de manera exclusiva. Tengo lo indispensable, que muchos, si es que no la mayoría, considerarían escasez. Pero, antes y ahora, yo lo considero suficiente. Lo estrictamente necesario. No soporto lo accesorio del mismo modo que mi piel tolera difícilmente todo aquello que no sea algodón. Y es que todo aquello que entra en contacto con ella conserva o transfiere el calor o el frío a diferentes velocidades, con las que no coincide.

No recuerdo ya si, a temprana edad, es decir, en mi preadolescencia, fue primero la cadena de oro, con el dije de un colmillo embonado también en un casquillo de oro, o si fueron primero los relojes. Todos ellos accesorios que, en su momento, me incomodaron. La cadena, por ejemplo, la recuerdo como una línea de sudoroso calor alrededor de mi cuello y, en parte, en mi pecho. Era una onda calorífera irradiando e incordiándome la piel sobre la que descansaba y aún centímetros más allá. La rompí, supongo que accidentalmente, mientras me bañaba. Mis dedos jabonosos se trabaron en ella y el mecanismo de embone se rompió. No quise que la repararán. En realidad, me sentí liberado de una incomodidad cuando me liberé de ella. Dejé de padecerla y ser su esclavo.

El primer reloj de pulso, creo, me lo regaló mi hermano. Era un elegante, aunque no caro, Casio. Tanto el reloj en sí, como el extensible, eran negros, excepto un triángulo casi perfecto de un rojo sólido, pero no reflejante, que ocupaba la parte de la negra carátula que abarcaba de las 12:00 a las 14:00 Hrs., o las 02:00 de la madrugada, según fuera el caso. No lo he dicho, pero era de material plástico. Y el extensible, pronto, me dejó en la piel de mi muñeca izquierda una franja más clara que el resto de la piel próxima, visiblemente más oscura. Esa parte de mi piel, cuando me lo quitaba, estaba siempre húmeda, sudada. Era incómodo por eso. No recuerdo qué pasó con él, así que supongo que sólo lo deseché.

Después vino el reloj que me regaló mi padre, quizás un Timex, metálico plateado, y con extensible de gusano y de broche a presión. Debo decir que soy velludo y mis muñecas no son la excepción. Y con el vaivén de los brazos al caminar, ese extensible metálico de gusano se abría y se cerraba “depilándome” de manera no solicitada la muñeca. Dolía cada vello tironeado o arrancado. Con la pena, tuve que devolvérselo a mi padre que, por el uso continuado de ese tipo de extensibles metálicos de gusano, ya tenía la muñeca pelona y su contacto no lo molestaba.

No tuve mi tercer reloj sino hasta mis primeros 20’s, cuando gané un primer lugar y el premio -además del diploma- consistía ¡sorpresa! en un reloj de pulso metálico, con extensible de gusano, Omega-Tissot, dorado, con el emblema de la Secretaría. Los relojes del 2do. y el 3er. lugar eran plateados, lo que no significaba que el dorado del mío implicara un baño de oro. Era puro relumbrón, aunque de buena marca. Lo usé contadas ocasiones porque el emblema indicaba posesión y adscripción, y yo, entonces y ahora, abomino de ambas condiciones. En una ocasión que lo usé se le cayó uno de los pernos que unían el reloj al extensible. Su reparación no fue barata y tuve que desplazarme hasta un lugar de la capital donde lo que no eran verdes prados eran rascacielos modestos, de veintitantos pisos cada uno, de la decena que aproximadamente conformaban la gran plaza, cercana, creo, a Paseo de La Reforma.

Era el único de la oficina de Redacción que ostentaba tal lujo, aunque de manera infrecuente. Ese reloj despertó deseos ajenos y, en un momento de necesidad económica, un compañero reportero me ofreció una cantidad nada despreciable por él. No dudé en venderlo y salir del temporal aprieto. El compañero que me lo compró no tenía problemas con lucir algo que representaba el primer lugar de otro -es decir, yo- y lo cargaba orondo por todas partes. Nada que lamentar. Ambos salimos ganando.

No sé si tenga que ver mi incapacidad de portar accesorios con otro hecho que bien pudiera estar relacionado. Aunque en mi época de juventud no eran tan infrecuentes los tatuajes, tampoco eran tan abundantes como lo son hoy día. Sin embargo, yo nunca sentí esa tentación. Pese a mis ya considerables lecturas a esa edad, no encontré ningún texto o frase - ¿verdad, dogma? - que deseara tatuarme de forma definitiva, ni tampoco ninguna imagen o dibujo. Admito su belleza cuando los veo en los otros, pero entiendo que no son para mí.

No, el terremoto del 19 de septiembre del 85, que viví en la CDMX, me dejó en claro que la vida está siempre en riesgo, hay una precariedad en todo, una incertidumbre que cancela lo definitivo. Todo es transitorio, hasta nosotros, cuya fecha de caducidad es cierta, pero desconocida. Quizás ese sea un don que no agradecemos lo suficiente. Ignorar la fecha de nuestra muerte. Volviendo al tema, mi aversión a lo accesorio, debo confesar que la primera vez que me puse una corbata me sentí casi asfixiado. La usé quizás dos o tres veces más en mi vida, pero nunca aprendí a hacerme el nudo. Alguien siempre tuvo que ayudarme en la tarea.

Por ello no deja de sorprenderme la aparente facilidad con que los otros portan sus accesorios. Pero quienes más me sorprenden son las mujeres.  Tan alhajadas algunas de ellas que no hay dedo de las manos que dejen sin anillos, muñecas que carezcan de pulseras, cuellos cercados de collares y cadenas y dijes, los aretes en las orejas y hasta cadenetas en los tobillos; y un maquillaje que, supongo, tapa los poros de cara y cuello y dificulta la respiración natural de la piel. Esta carga, para mí, sería intolerable. Sería la mujer mas hippie y desaliñada si me hubiera tocado en suerte ser mujer. Por las razones antes expuestas, agradezco no haberlo sido.

Razones similares me llevan a cuestionarme el gusto actual de los jóvenes, hombres y mujeres, por el piercing. Yo, que apenas si tolero la ropa sobre la piel, no me hago a la idea de la tumba y las paladas de tierra encima. Lo tengo claro: los muertos ya no sienten nada. Porque si sintieran aún estarían vivos. Aún así, no me hago a la idea. Por dejo constancia en este texto que, a mi deceso, y de ser posible, mis restos sean cremados y mis cenizas revueltas con tierra fértil en campo abierto o bien arrojadas al mar, opciones ambas que me remiten a la idea de “respirar” libremente. Que, después de muerto, a otra cosa no aspiro.

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