Quizás es que como yo nunca he tolerado ser propiedad de nadie tampoco me habita ese deseo de poseer nada ni a nadie de manera exclusiva. Tengo lo indispensable, que muchos, si es que no la mayoría, considerarían escasez. Pero, antes y ahora, yo lo considero suficiente. Lo estrictamente necesario. No soporto lo accesorio del mismo modo que mi piel tolera difícilmente todo aquello que no sea algodón. Y es que todo aquello que entra en contacto con ella conserva o transfiere el calor o el frío a diferentes velocidades, con las que no coincide.
No recuerdo ya si, a temprana
edad, es decir, en mi preadolescencia, fue primero la cadena de oro, con el
dije de un colmillo embonado también en un casquillo de oro, o si fueron
primero los relojes. Todos ellos accesorios que, en su momento, me incomodaron.
La cadena, por ejemplo, la recuerdo como una línea de sudoroso calor alrededor
de mi cuello y, en parte, en mi pecho. Era una onda calorífera irradiando e
incordiándome la piel sobre la que descansaba y aún centímetros más allá. La rompí,
supongo que accidentalmente, mientras me bañaba. Mis dedos jabonosos se
trabaron en ella y el mecanismo de embone se rompió. No quise que la repararán.
En realidad, me sentí liberado de una incomodidad cuando me liberé de ella.
Dejé de padecerla y ser su esclavo.
El primer reloj de pulso, creo,
me lo regaló mi hermano. Era un elegante, aunque no caro, Casio. Tanto el reloj
en sí, como el extensible, eran negros, excepto un triángulo casi perfecto de
un rojo sólido, pero no reflejante, que ocupaba la parte de la negra carátula
que abarcaba de las 12:00 a las 14:00 Hrs., o las 02:00 de la madrugada, según
fuera el caso. No lo he dicho, pero era de material plástico. Y el extensible,
pronto, me dejó en la piel de mi muñeca izquierda una franja más clara que el
resto de la piel próxima, visiblemente más oscura. Esa parte de mi piel, cuando
me lo quitaba, estaba siempre húmeda, sudada. Era incómodo por eso. No recuerdo
qué pasó con él, así que supongo que sólo lo deseché.
Después vino el reloj que me
regaló mi padre, quizás un Timex, metálico plateado, y con extensible de gusano
y de broche a presión. Debo decir que soy velludo y mis muñecas no son la
excepción. Y con el vaivén de los brazos al caminar, ese extensible metálico de
gusano se abría y se cerraba “depilándome” de manera no solicitada la muñeca.
Dolía cada vello tironeado o arrancado. Con la pena, tuve que devolvérselo a mi
padre que, por el uso continuado de ese tipo de extensibles metálicos de gusano,
ya tenía la muñeca pelona y su contacto no lo molestaba.
No tuve mi tercer reloj sino
hasta mis primeros 20’s, cuando gané un primer lugar y el premio -además del
diploma- consistía ¡sorpresa! en un reloj de pulso metálico, con extensible de
gusano, Omega-Tissot, dorado, con el emblema de la Secretaría. Los relojes del
2do. y el 3er. lugar eran plateados, lo que no significaba que el dorado del
mío implicara un baño de oro. Era puro relumbrón, aunque de buena marca. Lo usé
contadas ocasiones porque el emblema indicaba posesión y adscripción, y yo,
entonces y ahora, abomino de ambas condiciones. En una ocasión que lo usé se le
cayó uno de los pernos que unían el reloj al extensible. Su reparación no fue
barata y tuve que desplazarme hasta un lugar de la capital donde lo que no eran
verdes prados eran rascacielos modestos, de veintitantos pisos cada uno, de la decena
que aproximadamente conformaban la gran plaza, cercana, creo, a Paseo de La Reforma.
Era el único de la oficina de
Redacción que ostentaba tal lujo, aunque de manera infrecuente. Ese reloj despertó
deseos ajenos y, en un momento de necesidad económica, un compañero reportero
me ofreció una cantidad nada despreciable por él. No dudé en venderlo y salir
del temporal aprieto. El compañero que me lo compró no tenía problemas con
lucir algo que representaba el primer lugar de otro -es decir, yo- y lo cargaba
orondo por todas partes. Nada que lamentar. Ambos salimos ganando.
No sé si tenga que ver mi
incapacidad de portar accesorios con otro hecho que bien pudiera estar
relacionado. Aunque en mi época de juventud no eran tan infrecuentes los
tatuajes, tampoco eran tan abundantes como lo son hoy día. Sin embargo, yo
nunca sentí esa tentación. Pese a mis ya considerables lecturas a esa edad, no
encontré ningún texto o frase - ¿verdad, dogma? - que deseara tatuarme de forma
definitiva, ni tampoco ninguna imagen o dibujo. Admito su belleza cuando los
veo en los otros, pero entiendo que no son para mí.
No, el terremoto del 19 de
septiembre del 85, que viví en la CDMX, me dejó en claro que la vida está
siempre en riesgo, hay una precariedad en todo, una incertidumbre que cancela
lo definitivo. Todo es transitorio, hasta nosotros, cuya fecha de caducidad es
cierta, pero desconocida. Quizás ese sea un don que no agradecemos lo suficiente.
Ignorar la fecha de nuestra muerte. Volviendo al tema, mi aversión a lo
accesorio, debo confesar que la primera vez que me puse una corbata me sentí casi
asfixiado. La usé quizás dos o tres veces más en mi vida, pero nunca aprendí a
hacerme el nudo. Alguien siempre tuvo que ayudarme en la tarea.
Por ello no deja de sorprenderme
la aparente facilidad con que los otros portan sus accesorios. Pero quienes más
me sorprenden son las mujeres. Tan
alhajadas algunas de ellas que no hay dedo de las manos que dejen sin anillos,
muñecas que carezcan de pulseras, cuellos cercados de collares y cadenas y
dijes, los aretes en las orejas y hasta cadenetas en los tobillos; y un
maquillaje que, supongo, tapa los poros de cara y cuello y dificulta la respiración
natural de la piel. Esta carga, para mí, sería intolerable. Sería la mujer mas
hippie y desaliñada si me hubiera tocado en suerte ser mujer. Por las razones antes
expuestas, agradezco no haberlo sido.
Razones similares me llevan a
cuestionarme el gusto actual de los jóvenes, hombres y mujeres, por el
piercing. Yo, que apenas si tolero la ropa sobre la piel, no me hago a la idea
de la tumba y las paladas de tierra encima. Lo tengo claro: los muertos ya no
sienten nada. Porque si sintieran aún estarían vivos. Aún así, no me hago a la
idea. Por dejo constancia en este texto que, a mi deceso, y de ser posible, mis
restos sean cremados y mis cenizas revueltas con tierra fértil en campo abierto
o bien arrojadas al mar, opciones ambas que me remiten a la idea de “respirar”
libremente. Que, después de muerto, a otra cosa no aspiro.
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