En nuestra tierra telúrica nadie, medianamente física y mentalmente sano, se habitúa a estas palpitaciones de la tierra. Las más violentas son siempre riesgosas para la vida humana. Pero en fin, que la república está atravesada de Sur a Norte por dos cadenas montañosas: la Sierra Madre Oriental y la Sierra madre Occidental. No ha habido, por estas fechas, nada que lamentar. Sin embargo, me viene a la mente un hecho que viví en CDMX en la segunda mitad de la década de los 80’s, pasado ya el brutal terremoto de Septiembre del 85 que dejó muchos muertos.
La Oficina de Prensa en la que
trabajaba estaba ubicada en el 4º. piso de un edificio de 14, aún en el Primer
Cuadro de la Capital. No recuerdo que horas eran, pero creo que era alrededor
del mediodía. Súbitamente -¿qué movimiento telúrico no es súbito?-, el edificio
comenzó a cimbrarse. Todo mundo corrió hacia las escaleras -los elevadores no
son recomendados en estos casos- buscando la calle.
Pero mi amigo tenía a su novia en
el Departamento de Enlace Radial, mientras que yo hacía mis intentos con la
amiga y compañera de ella. Para ir a buscarlas tuvimos que internarnos más en
el edificio, más lejos aún del escape. Cuando llegamos a su cubículo -la tierra
y el inmueble cimbrándose-, la novia de mi amigo, de pie, abrazaba a su amiga
acodada en un escritorio, el rostro contraído y las lágrimas brillando en sus
ojos ateridos de miedo.
-¡Vámonos, vámonos!-, las urgimos,
pero la muchacha que yo pretendía no respondió a nuestros llamados y permaneció
clavada, ahora con el rostro entre las manos, a su asiento. La novia de mi amigo
mantenía el control a pesar de la sismicidad reinante. Cuando se dio cuenta que
su amiga no iba a levantarse nos dijo con absoluta entereza: -No tiene caso que
nos quedemos los cuatro. Váyanse ustedes. Yo me quedo con ella-. Analizada la
situación en frío, y en segundos, atendimos su juiciosa indicación.
De dos en dos o de tres en tres
bajamos corriendo los escalones hasta dejar atrás los cuatro pisos que nos
separaban de la avenida y su camellón central. Echamos a correr hasta el
crucero y, para sorpresa nuestra, el Director de Comunicación Social, un señor
de unos 60 años, nos aventajaba en la carrera por considerable distancia, a
nosotros que andábamos a mediados de nuestros 20’s.
Cuando el sismo pasó, y pasó un
tiempo precautorio considerando las posibles réplicas, volvimos al frente de
nuestro edificio. Sobre la acera de toda la calle, aquí y allá, cristales
rotos, aunque ningún edificio caído. Las autoridades habrían sabido después si
alguno había quedado fracturado, inhabitable. Cuando volvimos a las oficinas,
ellas seguían ahí, inamovibles: una paralizada de miedo y la otra sosteniendo
el clima anímico con absoluta entereza.
Hoy reflexiono sobre ello y me
sorprendo pensando sobre las variadas reacciones posibles del ser humano ante
el peligro. Una, paralizada por el miedo. La otra, entera, solidaria con su
amiga. El resto, prófugos del peligro y del edificio, buscando amparo en el decampado
de la calle, evitando la proximidad de los edificios y los vidrios que caían
sobre las banquetas.
Una lección me quedó clara: de
ninguna manera debe uno paralizarse ante el miedo. Hay que prepararse para la
defensa, la huida o el ataque según sea el peligro que afrontemos. Nada atenta
más contra nosotros mismos que el miedo. Lo que hay que temer es al miedo
mismo, porque inmoviliza y nos convierte en posibles víctimas, cuando, la
experiencia lo demuestra, es posible ponerse a salvo.
Sé que en esta tierra
acalambrada, mientras las placas tectónicas no terminen de acomodarse definitivamente,
los temblores y los terremotos, de diversa intensidad, seguirán ocurriendo. Y
aunque aún no hay manera de predecirlos, nosotros sí que debemos tomar las
medidas que indican las autoridades para minimizar los riesgos. Hay cosas que
sí podemos hacer en caso de un sismo. “Testa y testículos” nos recomendaba
siempre uno de mis maestros. Y tenía razón. Entonces y ahora.
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