Hacía tres noches que su insomnio lo había detectado. Mientras escuchaba desde la cama las delicadas composiciones de Chopin que reproducía la computadora, la lámpara del techo comenzó a encenderse y apagarse con tímidas intermitencias de luces navideñas.
“Un falso contacto o un fallo en el
suministro de energía”, pensó él, levantándose y yendo a verificar si en las
otras habitaciones del departamento ocurría lo mismo. No, sólo en su recámara sucedía.
No tendría que cambiar toda la instalación sino solo algún contacto en su
cuarto. El intermitentemente parpadeo alternaba golpes de luz y oscuridad.
Él, que no viajaba para no tener
que escuchar el inconfundible ajetreo nocturno de los hoteles que no lo dejaba
dormir; él, que solo podía dormir en su recámara, y él que, inútilmente, tomaba
pastillas para rendirse al sueño, ahora tenía que soportar estas intermitencias
en su propio cuarto. Siempre había sido de dormir ligero, pero su insomnio se había
agudizado a raíz de la enfermedad de su hijo.
Noches enteras en vela, cuidándolo, sentado en las
incómodas sillas del hospital. Apenas comenzaba a cabecear cuando un movimiento
del bebé, un gemido, un llanto, lo disparaban como un resorte de la silla para
acudir a atenderlo.
Desde recién nacido se le había detectado el
cáncer. Llorando rechazaba el pecho materno y la mamila; una auscultación
médica localizó un puntito negro en su paladar superior, indicio de un tumor
interno mayor, que le causaba dolor al mamar. Se utilizaron invasivos
aparatos nasogástricos para alimentarlo, sondas que llevaban nutrientes por las
venas de sus delicados bracitos. Los padres sufrían tanto o más que él al
verlo sometido a tales tormentos. Fue tratado en el Hospital de Oncología
Infantil y se pensó, al principio, que había sido una suerte que se detectara
el tumor tempranamente, pues había más posibilidades de éxito al combatirlo.
La cirugía que lo extirpó, las quimioterapias
posteriores para evitar que el cáncer volviera o se extendiera, las
radiaciones, los llenaron de esperanzas a él y a su mujer. Por un tiempo
estuvieron tranquilos y agradecidos con Dios. El bebé había ganado en peso y
estatura. Pero al año, durante una revisión de rutina, le detectaron otro tumor
en su rodilla derecha. Volvieron a operarlo y regresaron las quimios, que
lo hacían voltear los ojos hasta dejarlos completamente en blanco, las quimios
que le impedían sostenerse sentadito –por los mareos- y le producían constantes
vómitos. Aún no estaba completamente restablecido de la segunda operación (no
se sabía aún si daría resultados positivos), cuando apareció la tercera
metástasis, ahora en su codo izquierdo. Parecían imparables. Él y su esposa
estaban aterrados.
Cirugías, radiaciones, quimios resultaron inútiles:
hubo que amputar. A los dos años el pequeño ya carecía de una pierna y un
brazo. ¿Por qué Dios permitía que esto le pasara a un bebé? Que lo padecieran
ellos, sus padres, si es que lo merecían, ¿pero al niño?, ¿un sufrimiento de
ese tamaño para un bebé que casi no conocía su casa, pues vivía prácticamente
en el hospital? Cuando cumplió los tres una cuarta metástasis se ubicó en la
parte media de su columna vertebral. Era imposible extirpar sin afectar la
médula espinal. El bebé, desmedrado por los continuos tratamientos, aparentaba
tener sólo dos años. Las consecuencias de la operación estaban anunciadas: el
pequeño expiró poco antes de cumplir los cuatro en el regazo de su madre.
Sólo entonces él y ella se permitieron derrumbarse.
Lloraron abrazando el pequeño cuerpo inerte de su bebé; estaban quebrantados
física, emocional y sicológicamente, pero, sobre todo, habían perdido la fe.
Repudiaban los hechos cómo sólo unos padres que pierden a un hijo pueden
hacerlo.
Cuando los marmoleros del panteón propusieron un
encantador angelito coronando el túmulo mortuorio, la respuesta de la pareja
fue tajante:
-No.
-Tenemos unas cruces muy bonitas que…
-No.
Nunca supieron, ni les importó saber, en qué
momento las súplicas y los ruegos se habían convertidos en reservas y recelos
contra Dios, ni cuando éstos últimos se convirtieron en franco y abierto
rechazo. Lo único que los padres admitieron en la pequeña tumba, además de dos
floreros y una pequeña jardinera al pie del sepulcro, fue un libro abierto,
también de mármol que, en la página izquierda, contenía los datos del bebé. Y
en la derecha unas palabras nacidas del corazón dolido de los padres.
“La promesa de ningún paraíso eterno compensa una
sola de las lágrimas que vertiste. Tuviste, tienes y tendrás siempre nuestro
amor donde quiera que estés. Y algún día estaremos juntos otra vez, contigo,
para cuidarte mejor de lo que pudimos en vida”.
Añadieron sus nombres de pila y una inscripción:
Recuerdo de tus amantes padres.
Parecía que el duelo no iba a terminar nunca.
Fueron meses de oscuridad y silencio. Finalmente, decidieron. No podían
arriesgarse a tener otro bebé, con altas probabilidades que heredara la misma
enfermedad. Algo podría estar mal con ellos, con sus genes combinados. No es
que la relación se hubiera roto, simplemente se había desvanecido en esos casi
cuatro años de ordalía. Casi al medio año, ella aceptó una oferta laboral en un
periódico del interior del país. No se molestaron en divorciarse. Tal vez más
adelante volvieran a vivir juntos. Había que darse un tiempo, para ver si era
cierto que éste curaba todas las heridas.
Él se quedó a vivir sólo en el amplio departamento
de tres recámaras. Aún no se explicaba, no encontraba la justificación de la
monstruosidad que habían vivido. No perdonaba a Dios por los años de martirio
de su pequeño. Hubiera aceptado padecer la enfermedad con gusto en lugar de él,
pero eso tampoco le fue concedido. No se buscó otra mujer, dejó de frecuentar a
sus escasas amistades, incluso a sus familiares. Su rutina diaria era ir al
periódico –donde se desempeñaba como editor-, y volver al departamento
terminada su jornada laboral.
Su sueño se había trastocado por un insomnio casi
continuo. Ahora, en su cuarto, no hacía sino mirar fijamente al techo amarillo
y hacerse siempre las mismas preguntas cuyas respuestas terminaban casi siempre
en herejía. A sus 30 años se había enclaustrado. Durante las interminables
noches, Chopin ayudaba y lo sumía en una duermevela que no llegaba, salvo
excepciones, a concretarse en sueño profundo.
Y ahora esta luz intermitente, este falso contacto,
estos flashazos que, aunque atenuados por la pantalla de la lámpara,
traspasaban sus párpados cerrados y le impedían dormir. Lo obligaban a
continuar pensando. Tendría que localizar a un electricista para que resolviera
el problema el próximo fin de semana.
Pero la cuarta noche desde que empezaron las
intermitencias, su vida dio un giro que no le permitiría volver atrás, a la
lejana felicidad de antaño, ni al sufrimiento de los años recientes. Cuando,
procedente del trabajo, llegó al fraccionamiento, este estaba completamente a
oscuras. Todo ese sector de la ciudad lo estaba. Una falla de la compañía.
Luego de subir casi en penumbras las escaleras de tres pisos, ayudándose con la
lámpara de su celular, llegó a su departamento. Poca dificultad tuvo para
colocar la llave en la chapa y poder abrir la puerta. Buscó unas velas en la
cocina, cenó y se dirigió a su cuarto a cambiarse de ropa para intentar dormir.
Casi sonámbulo por las malas noches pasadas, por un puro automatismo, buscó el
apagador y lo pulsó olvidando que no había corriente eléctrica.
La luz no se encendió pero, para su sorpresa, las
intermitencias de luz, los flashazos comenzaron su rutina, aunque más pausada,
de árbol navideño. ¿No había energía eléctrica pero los flashazos continuaban?
Se asomó a la ventana de su cuarto para checar, pero toda la unidad
habitacional, incluido su departamento, seguían a oscuras. Mientras tanto, en
su habitación, las rondas de intermitencias luminosas continuaban
impertérritas. Con el pecho agitado, subiéndole y bajándole, tuvo que rendirse
ante la evidencia: algo fuera de orden y lógica estaba sucediendo. Y estaba
decidido, como el periodista que era, a aclararlo.
Comenzó por contar las series de los flashazos
luminosos, que podían ser únicos o podían ser dos o tres o cuatro o cinco o
seis. A veces la luz se estabilizaba por espacios de tres o cinco segundos, o
se apagaba durante siete. No más. Esas series que se repetían o se alternaban.
¿Cómo llegó a su mente? No sabría decirlo. Pero entendió que los flashazos
representaban un código que él desconocía y que encubrían un mensaje destinado
a él. La alternancia entre las series lumínicas con los periodos de oscuridad,
lo llevaron a pensar automáticamente en el código Morse, cifrado en puntos y
rayas que describían letras, letras que describían palabras, palabras que
describían frases, oraciones, enunciados.
Era una lástima que, por falta de corriente
eléctrica, no pudiera encender la computadora, donde seguro encontraría en el
internet la clave del código Morse. Ahí podía estar la respuesta. Peleado con
Dios, odiándolo, necesitaba de otro apoyo. Su sique lo exigía. Tal vez en el
mensaje oculto de las intermitencias estaba su respuesta.
Providencialmente, en ese momento volvió el
suministro de energía al fraccionamiento. Rápidamente encendió su computadora y
buscó y encontró no sólo información sobre el código Morse, sino incluso un
traductor Español-Morse, Morse-Español. Sorprendido, notó que las series de
puntos y rayas del código coincidían con las intermitencias lumínicas de su
cuarto. Tenían como máximo el cuatro (para las letras), el cinco (para
los números) y el seis (para los símbolos especiales). Todo coincidía: ¡Algo,
alguien estaba intentando comunicarse con él utilizando el código Morse, con
una energía procedente de quién sabe dónde!
Corrió las oscuras cortinas de la ventana, apagó la
luz y se sentó de nuevo frente a la computadora, convenientemente situada bajo
el apagador de la lámpara. Decidió, intuitivamente que, para comunicarse, por
cada punto tendría que encender y apagar la luz rápidamente, y por cada raya
corta o larga, dejarla encendida de tres a cinco segundo, y para indicar las
diagonales que señalaban la división entre palabras, utilizaría siete segundos
de oscuridad. Decidido el método, sólo tenía que alargar la mano hasta el
apagador y proceder. Se detuvo a pensar por unos segundos y formuló su
primera pregunta al traductor.
--.- ..- / --- / --.- ..- .. -. . ... / ... --- -.
/ ..- ... - . -.. . ... .-.-.
(¿Qué o quiénes son ustedes?)
Comenzó entonces a manipular el apagador como lo
tenía planeado. Tres segundos de luz, otros tres, un rápido encendido y
apagado, tres segundos de luz nuevamente, dos rápidos encendidos y apagados,
tres segundos de luz y siete de oscuridad y así siguió hasta concluir su
pregunta.
Gracias a sus años de trabajo en el periódico, su
manejo del teclado era envidiable. La respuesta no tardó en llegarle: Cinco
flashazos, cinco puntos, un guion corto, uno largo, otros tres puntos por cada
flashazo y así siguió hasta teclear la respuesta completa:
.... . -- --- ... / ... .. -.. --- / -- ..- -.-.
.... .- ... / ...- . -.-. . ... / -.-- / .- -. / -. --- / ... --- -- --- ... .-.-.
(Hemos sido muchas veces y aún no somos)
Asombroso. Había una respuesta.
Maravillado, formuló su siguiente pregunta.
--.- ..- .. . .-. . -. / .- .-.. --. --- / -.. . /
-- .-.-.
(¿Quieren algo de mí?)
Recibió otra pregunta por respuesta.
--.- ..- / --.- ..- .. . .-. . ... / - .-.-.
(¿Qué quieres tú?)
... .- -... . .-. / ... .. / -- .. / .... .. .---
--- / . ... - / -... .. . -. .-.-.
(Saber si mi hijo está bien)
. ... - .-.-.
(Está)
Hizo entonces la pregunta desasosegadora:
. ... / ..-. . .-.. .. --.. .-.-.
(¿Es feliz?)
La respuesta fue escueta.
. ... .-.-.- .-.-.
(Es)
Inconforme con la réplica, sin pensarlo más, hizo
una solicitud desorbitada.
--.- ..- .. . .-. --- / .. .-. / -.-. --- -. / .-..
.-.-.
(¡Quiero ir con él!)
La respuesta lo desalentó:
.-.. / -.-- .- / -. --- / . ... / .-.. / -.-- / - /
- .- -- .--. --- -.-. --- / ... . .-. ... / - .-.-.
(Él ya no es él y tú tampoco serás tú)
Se empecinó.
-. --- / -- . / .. -- .--. --- .-. - .- .-.-.- /
--.- ..- .. . .-. --- / .. .-. / .- .-.. .-.. .-.-.
(No me importa. Quiero ir allá)
La respuesta tuvo resonancias de advertencia.
-. --- / -.-. --- -. --- -.-. . ... / -. ..- . ...
- .-. --- / -- ..- -. -.. --- .-.-.
(No conoces nuestro mundo)
Pero él no se venció.
-.-. --- -. --- --.. -.-. --- / . ... - . / -.-- /
-. --- / -- . / --. ..- ... - .- / --.- ..- .. . .-. --- / .. .-. / -.-. --- -.
/ .-.. .-.-.
(Conozco éste y no me gusta: quiero ir con él)
La respuesta sonó más impersonal que ominosa:
--.- ..- . / ... . / .... .- --. .- / . -. - --- -.
-.-. . ... .-.-.
(Que se haga entonces)
Súbitamente, la computadora se apagó sola y las
intermitencias de luz cesaron. La oscuridad en el departamento y en su
habitación se hizo absoluta. Sintió un repentino e intensísimo dolor de cabeza
y mareos.
La sangre comenzó a manar de sus fosas nasales.
Apoyándose en las paredes, dejando sin percatarse hilillos de sangre en el
suelo, como líneas imperfectas, unas cortas, otras largas, gotas que caían
como estrellas, persiguiéndose unas a otras; una gota, una línea, dos tres,
cuatro gotas y otra línea, hasta que llegó al baño. Iba por el botiquín donde
había algodón para bloquear la hemorragia. Pero no logró tomarlo. Cayó
inconsciente junto a la taza del sanitario.
***
Al día siguiente, cuando llegó la muchacha del
servicio, pegó un grito cuando vio el reguero de sangre y halló el cadáver de
su patrón en el baño. La Policía y el Servicio Médico Forense llegaron, tomaron
muestras, dibujaron su silueta en el piso, tal y como había caído, hicieron
fotos desde varios ángulos del cuerpo, de la larga línea de sangre que empezaba
en la recámara y terminaba en el cuarto de baño.
El parte médico fue escueto: deceso por derrame
cerebral.
Era una pena que entre sus peritos no hubiera un
experto en código Morse. Si no, hubiera podido darse cuenta que, en el rastro
de esas líneas discontinuas, entre la recámara y el cuarto de baño, en esas
estrellas carmesíes como puntos en serie, había un mensaje encriptado en
sangre:
- . / ... --- ... - . -. --. --- / --- - .-. .- /
...- . --.. / . -. / -- .. ... / .-. . --. .- --.. --- .-.-.- / ... --- -. .-.
. ... / ..-. . .-.. .. --.. / -.-- / . -. ...- ..- . .-.. ...- . ... / -- .. /
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.- -. -.. --- / . -. -.-. ..- . -. - .-. . / . .-.. / -.-. .- -- .. -. ---
.-.-.- .-.-.
(Te sostengo otra vez en mi regazo. Sonríes feliz y
envuelves mi cuello con tus bracitos. Ambos estamos bien. Tu mamá vendrá
después, cuando encuentre el camino).
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