martes, 7 de abril de 2020

Encriptado en sangre

Hacía tres noches que su insomnio lo había detectado. Mientras escuchaba desde la cama las delicadas composiciones de Chopin que reproducía la computadora, la lámpara del techo comenzó a encenderse y apagarse con tímidas intermitencias de luces navideñas.

   “Un falso contacto o un fallo en el suministro de energía”, pensó él, levantándose y yendo a verificar si en las otras habitaciones del departamento ocurría lo mismo. No, sólo en su recámara sucedía. No tendría que cambiar toda la instalación sino solo algún contacto en su cuarto. El intermitentemente parpadeo alternaba golpes de luz y oscuridad.

    Él, que no viajaba para no tener que escuchar el inconfundible ajetreo nocturno de los hoteles que no lo dejaba dormir; él, que solo podía dormir en su recámara, y él que, inútilmente, tomaba pastillas para rendirse al sueño, ahora tenía que soportar estas intermitencias en su propio cuarto. Siempre había sido de dormir ligero, pero su insomnio se había agudizado a raíz de la enfermedad de su hijo.

Noches enteras en vela, cuidándolo, sentado en las incómodas sillas del hospital. Apenas comenzaba a cabecear cuando un movimiento del bebé, un gemido, un llanto, lo disparaban como un resorte de la silla para acudir a atenderlo.

Desde recién nacido se le había detectado el cáncer. Llorando rechazaba el pecho materno y la mamila; una auscultación médica localizó un puntito negro en su paladar superior, indicio de un tumor interno mayor, que le causaba dolor al mamar.  Se utilizaron invasivos aparatos nasogástricos para alimentarlo, sondas que llevaban nutrientes por las venas de sus delicados bracitos.  Los padres sufrían tanto o más que él al verlo sometido a tales tormentos. Fue tratado en el Hospital de Oncología Infantil y se pensó, al principio, que había sido una suerte que se detectara el tumor tempranamente, pues había más posibilidades de éxito al combatirlo.

La cirugía que lo extirpó, las quimioterapias posteriores para evitar que el cáncer volviera o se extendiera, las radiaciones, los llenaron de esperanzas a él y a su mujer. Por un tiempo estuvieron tranquilos y agradecidos con Dios. El bebé había ganado en peso y estatura. Pero al año, durante una revisión de rutina, le detectaron otro tumor en su rodilla derecha. Volvieron a operarlo y regresaron las quimios, que lo hacían voltear los ojos hasta dejarlos completamente en blanco, las quimios que le impedían sostenerse sentadito –por los mareos- y le producían constantes vómitos. Aún no estaba completamente restablecido de la segunda operación (no se sabía aún si daría resultados positivos), cuando apareció la tercera metástasis, ahora en su codo izquierdo. Parecían imparables. Él y su esposa estaban aterrados.

Cirugías, radiaciones, quimios resultaron inútiles: hubo que amputar.  A los dos años el pequeño ya carecía de una pierna y un brazo. ¿Por qué Dios permitía que esto le pasara a un bebé? Que lo padecieran ellos, sus padres, si es que lo merecían, ¿pero al niño?, ¿un sufrimiento de ese tamaño para un bebé que casi no conocía su casa, pues vivía prácticamente en el hospital? Cuando cumplió los tres una cuarta metástasis se ubicó en la parte media de su columna vertebral. Era imposible extirpar sin afectar la médula espinal. El bebé, desmedrado por los continuos tratamientos, aparentaba tener sólo dos años. Las consecuencias de la operación estaban anunciadas: el pequeño expiró poco antes de cumplir los cuatro en el regazo de su madre.

Sólo entonces él y ella se permitieron derrumbarse. Lloraron abrazando el pequeño cuerpo inerte de su bebé; estaban quebrantados física, emocional y sicológicamente, pero, sobre todo, habían perdido la fe. Repudiaban los hechos cómo sólo unos padres que pierden a un hijo pueden hacerlo.

Cuando los marmoleros del panteón propusieron un encantador angelito coronando el túmulo mortuorio, la respuesta de la pareja fue tajante:

-No.

-Tenemos unas cruces muy bonitas que…

-No.

Nunca supieron, ni les importó saber, en qué momento las súplicas y los ruegos se habían convertidos en reservas y recelos contra Dios, ni cuando éstos últimos se convirtieron en franco y abierto rechazo. Lo único que los padres admitieron en la pequeña tumba, además de dos floreros y una pequeña jardinera al pie del sepulcro, fue un libro abierto, también de mármol que, en la página izquierda, contenía los datos del bebé. Y en la derecha unas palabras nacidas del corazón dolido de los padres.

“La promesa de ningún paraíso eterno compensa una sola de las lágrimas que vertiste. Tuviste, tienes y tendrás siempre nuestro amor donde quiera que estés. Y algún día estaremos juntos otra vez, contigo, para cuidarte mejor de lo que pudimos en vida”.

Añadieron sus nombres de pila y una inscripción: Recuerdo de tus amantes padres.

Parecía que el duelo no iba a terminar nunca. Fueron meses de oscuridad y silencio. Finalmente, decidieron. No podían arriesgarse a tener otro bebé, con altas probabilidades que heredara la misma enfermedad. Algo podría estar mal con ellos, con sus genes combinados. No es que la relación se hubiera roto, simplemente se había desvanecido en esos casi cuatro años de ordalía. Casi al medio año, ella aceptó una oferta laboral en un periódico del interior del país. No se molestaron en divorciarse. Tal vez más adelante volvieran a vivir juntos. Había que darse un tiempo, para ver si era cierto que éste curaba todas las heridas.

 

Él se quedó a vivir sólo en el amplio departamento de tres recámaras. Aún no se explicaba, no encontraba la justificación de la monstruosidad que habían vivido. No perdonaba a Dios por los años de martirio de su pequeño. Hubiera aceptado padecer la enfermedad con gusto en lugar de él, pero eso tampoco le fue concedido. No se buscó otra mujer, dejó de frecuentar a sus escasas amistades, incluso a sus familiares. Su rutina diaria era ir al periódico –donde se desempeñaba como editor-, y volver al departamento terminada su jornada laboral.

Su sueño se había trastocado por un insomnio casi continuo. Ahora, en su cuarto, no hacía sino mirar fijamente al techo amarillo y hacerse siempre las mismas preguntas cuyas respuestas terminaban casi siempre en herejía. A sus 30 años se había enclaustrado. Durante las interminables noches, Chopin ayudaba y lo sumía en una duermevela que no llegaba, salvo excepciones, a concretarse en sueño profundo.

Y ahora esta luz intermitente, este falso contacto, estos flashazos que, aunque atenuados por la pantalla de la lámpara, traspasaban sus párpados cerrados y le impedían dormir. Lo obligaban a continuar pensando. Tendría que localizar a un electricista para que resolviera el problema el próximo fin de semana.

Pero la cuarta noche desde que empezaron las intermitencias, su vida dio un giro que no le permitiría volver atrás, a la lejana felicidad de antaño, ni al sufrimiento de los años recientes. Cuando, procedente del trabajo, llegó al fraccionamiento, este estaba completamente a oscuras. Todo ese sector de la ciudad lo estaba. Una falla de la compañía. Luego de subir casi en penumbras las escaleras de tres pisos, ayudándose con la lámpara de su celular, llegó a su departamento. Poca dificultad tuvo para colocar la llave en la chapa y poder abrir la puerta. Buscó unas velas en la cocina, cenó y se dirigió a su cuarto a cambiarse de ropa para intentar dormir. Casi sonámbulo por las malas noches pasadas, por un puro automatismo, buscó el apagador y lo pulsó olvidando que no había corriente eléctrica.

La luz no se encendió pero, para su sorpresa, las intermitencias de luz, los flashazos comenzaron su rutina, aunque más pausada, de árbol navideño. ¿No había energía eléctrica pero los flashazos continuaban? Se asomó a la ventana de su cuarto para checar, pero toda la unidad habitacional, incluido su departamento, seguían a oscuras. Mientras tanto, en su habitación, las rondas de intermitencias luminosas continuaban impertérritas. Con el pecho agitado, subiéndole y bajándole, tuvo que rendirse ante la evidencia: algo fuera de orden y lógica estaba sucediendo. Y estaba decidido, como el periodista que era, a aclararlo.

Comenzó por contar las series de los flashazos luminosos, que podían ser únicos o podían ser dos o tres o cuatro o cinco o seis. A veces la luz se estabilizaba por espacios de tres o cinco segundos, o se apagaba durante siete. No más. Esas series que se repetían o se alternaban. ¿Cómo llegó a su mente? No sabría decirlo. Pero entendió que los flashazos representaban un código que él desconocía y que encubrían un mensaje destinado a él. La alternancia entre las series lumínicas con los periodos de oscuridad, lo llevaron a pensar automáticamente en el código Morse, cifrado en puntos y rayas que describían letras, letras que describían palabras, palabras que describían frases, oraciones, enunciados.

Era una lástima que, por falta de corriente eléctrica, no pudiera encender la computadora, donde seguro encontraría en el internet la clave del código Morse. Ahí podía estar la respuesta. Peleado con Dios, odiándolo, necesitaba de otro apoyo. Su sique lo exigía. Tal vez en el mensaje oculto de las intermitencias estaba su respuesta.

Providencialmente, en ese momento volvió el suministro de energía al fraccionamiento. Rápidamente encendió su computadora y buscó y encontró no sólo información sobre el código Morse, sino incluso un traductor Español-Morse, Morse-Español. Sorprendido, notó que las series de puntos y rayas del código coincidían con las intermitencias lumínicas de su cuarto.  Tenían como máximo el cuatro (para las letras), el cinco (para los números) y el seis (para los símbolos especiales). Todo coincidía: ¡Algo, alguien estaba intentando comunicarse con él utilizando el código Morse, con una energía procedente de quién sabe dónde!

Corrió las oscuras cortinas de la ventana, apagó la luz y se sentó de nuevo frente a la computadora, convenientemente situada bajo el apagador de la lámpara. Decidió, intuitivamente que, para comunicarse, por cada punto tendría que encender y apagar la luz rápidamente, y por cada raya corta o larga, dejarla encendida de tres a cinco segundo, y para indicar las diagonales que señalaban la división entre palabras, utilizaría siete segundos de oscuridad. Decidido el método, sólo tenía que alargar la mano hasta el apagador y proceder. Se detuvo a pensar por unos segundos y formuló su primera pregunta al traductor.

 

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(¿Qué o quiénes son ustedes?)

 

Comenzó entonces a manipular el apagador como lo tenía planeado. Tres segundos de luz, otros tres, un rápido encendido y apagado, tres segundos de luz nuevamente, dos rápidos encendidos y apagados, tres segundos de luz y siete de oscuridad y así siguió hasta concluir su pregunta.

Gracias a sus años de trabajo en el periódico, su manejo del teclado era envidiable. La respuesta no tardó en llegarle: Cinco flashazos, cinco puntos, un guion corto, uno largo, otros tres puntos por cada flashazo y así siguió hasta teclear la respuesta completa:

 

.... . -- --- ... / ... .. -.. --- / -- ..- -.-. .... .- ... / ...- . -.-. . ... / -.-- / .- -. / -. --- / ... --- -- --- ... .-.-.

(Hemos sido muchas veces y aún no somos)

 

Asombroso. Había una respuesta.

Maravillado, formuló su siguiente pregunta.

 

--.- ..- .. . .-. . -. / .- .-.. --. --- / -.. . / -- .-.-.

(¿Quieren algo de mí?)

 

Recibió otra pregunta por respuesta.

 

--.- ..- / --.- ..- .. . .-. . ... / - .-.-.

(¿Qué quieres tú?)

 

... .- -... . .-. / ... .. / -- .. / .... .. .--- --- / . ... - / -... .. . -. .-.-.

(Saber si mi hijo está bien)

 

. ... - .-.-.

(Está)

 

Hizo entonces la pregunta desasosegadora:

. ... / ..-. . .-.. .. --.. .-.-.

(¿Es feliz?)

 

La respuesta fue escueta.

. ... .-.-.- .-.-.

(Es)

Inconforme con la réplica, sin pensarlo más, hizo una solicitud desorbitada.

 

--.- ..- .. . .-. --- / .. .-. / -.-. --- -. / .-.. .-.-.

(¡Quiero ir con él!)

 

La respuesta lo desalentó:

 

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(Él ya no es él y tú tampoco serás tú)

 

Se empecinó.

 

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(No me importa. Quiero ir allá)

 

La respuesta tuvo resonancias de advertencia.

 

-. --- / -.-. --- -. --- -.-. . ... / -. ..- . ... - .-. --- / -- ..- -. -.. --- .-.-.

(No conoces nuestro mundo)

 

Pero él no se venció.

 

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(Conozco éste y no me gusta: quiero ir con él)

 

La respuesta sonó más impersonal que ominosa:

 

--.- ..- . / ... . / .... .- --. .- / . -. - --- -. -.-. . ... .-.-.

(Que se haga entonces)

 

Súbitamente, la computadora se apagó sola y las intermitencias de luz cesaron. La oscuridad en el departamento y en su habitación se hizo absoluta. Sintió un repentino e intensísimo dolor de cabeza y mareos.

La sangre comenzó a manar de sus fosas nasales. Apoyándose en las paredes, dejando sin percatarse hilillos de sangre en el suelo, como líneas imperfectas, unas cortas, otras largas, gotas que caían como estrellas, persiguiéndose unas a otras; una gota, una línea, dos tres, cuatro gotas y otra línea, hasta que llegó al baño. Iba por el botiquín donde había algodón para bloquear la hemorragia. Pero no logró tomarlo. Cayó inconsciente junto a la taza del sanitario.

 

***

Al día siguiente, cuando llegó la muchacha del servicio, pegó un grito cuando vio el reguero de sangre y halló el cadáver de su patrón en el baño. La Policía y el Servicio Médico Forense llegaron, tomaron muestras, dibujaron su silueta en el piso, tal y como había caído, hicieron fotos desde varios ángulos del cuerpo, de la larga línea de sangre que empezaba en la recámara y terminaba en el cuarto de baño.

El parte médico fue escueto: deceso por derrame cerebral.

Era una pena que entre sus peritos no hubiera un experto en código Morse. Si no, hubiera podido darse cuenta que, en el rastro de esas líneas discontinuas, entre la recámara y el cuarto de baño, en esas estrellas carmesíes como puntos en serie, había un mensaje encriptado en sangre:

 

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(Te sostengo otra vez en mi regazo. Sonríes feliz y envuelves mi cuello con tus bracitos. Ambos estamos bien. Tu mamá vendrá después, cuando encuentre el camino).

 

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