martes, 7 de abril de 2020

Frida en Coatza

Mi amigo alemán de intercambio, Hans, me pidió que lo llevara a la Casa Azul, el
museo de la celebérrima Frida Kahlo. ¿La razón? Un par de meses atrás, cuando
recién llegó al Colegio Alemán de la Ciudad de México, nos hicimos grandes amigos
al descubrir que teníamos una común afición por el dibujo y la pintura. De inmediato
le platiqué de mi admiración por Frida. Al principio, él se interesó en ella intrigado por
el nombre germánico de una pintora tan definitivamente mexicana. Pronto la apreció
por la singularidad de su vida y de su obra.
Aunque no era, ni de lejos, la primera vez que yo iba a ese museo, ahora me
acompañaba alguien que compartía mi entusiasmo.
Llegamos a Coyoacán en pesero. Tras caminar un sudado par de cuadras
arribamos a la institución. Hacía calor. Corría 1986 y teníamos 14 años. El país era
otro. Era menos inseguro y se vivía de diferente manera.
En la sala principal del museo, casi a un lado de la puerta de entrada, se hallaba
entonces un mostradorcillo donde se resguardaba el solitario vigilante. Pero cuando
digo vigilante no estoy hablando de un fortachón uniformado con un arma, sino de un
señor que era más bien como el encargado del lugar.
Pues bien, todavía no pasábamos de esta sala cuando con la mayor discreción
posible, el guardia se dirigió a mí:
-¡Oye muchacho! ¡Ven!-, murmuró.

No sé si confió en mí por mi juventud, o si me había observado en mis visitas
anteriores, cuando hacía rápidos bocetos de la obra de la pintora. El caso es que me
pidió un favor bastante inusual:
-¿Podrías ir a la farmacia de la vuelta y comprarme un frasquito de alcohol del 96
y un Frutsi?
De momento no relacioné las dos cosas. Quizá necesitaba el alcohol para una
herida menor y además tenía sed. Pero al ver la mano temblorosa que me tendía el
billete, recordé los radicales métodos de mi tío para curarse sus crudas
monumentales después de una gran fiesta.
-Claro, señor-, respondí compasivo.
Le avisé a Hans.
-Ahorita vengo.
-¿A dónde vas?
-Ahorita te explico. No me tardo.
Salí. En la farmacia no tuve problemas. Cuando regresé al museo el hombre casi
me besa las manos. Suerte que no lo hizo. Le dije que no había nada que agradecer.
Sin perder más tiempo se escabulló hacia su caseta y yo alcancé a Hans en la
habitación de Frida. Al comentarle la desacostumbrada petición del guardia nos
reímos como locos. Resulta que él tenía un tío igualito de fiestero.

Era un día de entresemana y el museo estaba casi vacío, a excepción de dos o
tres personas que se desperdigaban por el edificio, así que lo disfrutamos al máximo.
Me entusiasmaba recorrer aquellos pasillos de nuevo. Imaginaba que Frida andaba
también por ahí regando algunas plantas o sirviendo un desayuno con jugo de
naranja y frijoles, o preparando un lienzo para ponerse a pintar.
Me parecía una casa de lo más familiar, y se la mostré a Hans como si fuera la
mía.
-Aquí dormía Frida. El espejo del dosel de la cama servía para que ella pudiera
verse mientras se pintaba-, le expliqué. Aquella ingeniosa idea le permitía dedicarse
a pintar mientras se recuperaba, pues sus múltiples intervenciones quirúrgicas la
mantenían acostada durante mucho tiempo.
Ambos sabíamos la historia de Frida y del accidente que le destrozó la columna a
la edad de 18 años. En mi caso, fue precisamente esa condición la que me atrajo
tanto de ella, pues conocí su obra durante una estadía en cama que duró varias
semanas –me fracturé la pierna izquierda y el tobillo derecho aprendiendo a patinar.
Como no podía hacer otra cosa que leer y pintar, a la temprana edad de 9 años le
debí a Frida mi vocación por la pintura.
Unos pasos adelante se ubicaba el estudio que Frida y Diego usaban para pintar,
lleno de pinceles, tubos de óleo, lápices de colores, y lo que quizá podría ser el
mayor atractivo para los fanáticos de Frida: algunos bocetos y un cuadro a medio
terminar, presumiblemente, tal como ella los dejó.
Vimos luego la cocina. Una auténtica cocina mexicana de la cual se había
desterrado todo indicio de modernidad a propósito; los trastes eran de barro y las
cucharas de palo; había además un molcajete, un metate y un horno de leña.
Más lejos, pero siempre visibles desde las numerosas ventanas de la Casa Azul,
encontramos los jardines llenos de verdor y salpicados de alcatraces, coloreados
además por los “judas” de exhibición, que son como los que Frida y Diego
acostumbraban quemar en época de carnaval; además la pequeña pirámide que
mandaron construir y sobre la cual ahora exhiben algunas de las figuras
prehispánicas de su colección.
De salida ya, de regreso a la sala principal, Hans notó las dos ánforas medianas
de barro junto a una de las paredes.
-Oye Xico-, se dirigió a mí algo inquieto. -¿Ésas son las cenizas de Frida y Diego?
-A ver. Oye sí, qué tétrico, -dije asomándome.
-¿Cómo tétrico?, ¿qué tiene de malo?
-Pues no sé, pero pensar que hay dos muertos enfrente de mí, metidos en esos
como floreros grandes, no se me hace muy normal.
-No son dos muertos, son dos muertos muy importantes. ¿O vas a decir que es
tétrico que los restos de los héroes de la Revolución estén en el Monumento?
-Pues sí, también.
-Y se supone que los mexicanos no le temen a la muerte.
-No, si no le tengo miedo, nomás digo que cuando me muera, no quiero que me
pongan en una sala donde cualquiera pueda verme.
-Tendrías que ser famoso.
-A mí que me echen al río Coatza.
Hans sonrió.
-Pero si tú mismo dices que es de los más contaminados del mundo.
-Sí, pero es por donde Quetzalcóatl se fue y anunció que volvería.
-¿Todavía lo estás esperando?
-Claro, pero tendré los ojos bien abiertos para no confundirlo con otro Hernán
Cortés.
-Quizás ahora no sea español, sino alemán.
-¡Sí, cómo no! –le dije-. ¡Cállate!
Los dos reímos.

Nos dirigimos a la salida. Entonces, con gesto rápido y sorpresivo, el guardia nos
alcanzó en la puerta:
-Muchacho, quiero agradecerte el favor-, me dijo con ojos inquietos y brillantes.
¿Se le ocurrió en esos momentos, cuando el alcohol hacía ya su efecto, o era algo
que ya había hecho antes? Probablemente nunca lo sabré.
El caso es que me soltó la pregunta a bocajarro:
-¿Quieres tocar las cenizas de Frida Kahlo?
Azorado, me quedé largos segundos con la boca abierta, sin asimilar
inmediatamente la descomunal propuesta. Hans reaccionó primero: -¡Sí, Xico! ¡Sí!-,
decía al tiempo que me empujaba por el hombro.
-Creo que… sí-, respondí algo confuso.
Sin más, nos condujo, en la sala entonces vacía a no ser por nosotros, hasta las
ánforas que habíamos visto antes. Levantó la tapa que estaba rotulada con el
nombre de Frida y retiró un rebozo multicolor, en cuyas borlas se atoraba un sinfín de
astillas de huesos de la pintora.
-¡Mete la mano, mete la mano!-, me dijo.
Así lo hice; retiré un puñito de tres dedos de las cenizas de Frida y las fui dejando
caer, como si fueran arena, dentro del ánfora. Sin embargo, algunas astillas de la
pintora quedaron entre mis dedos. Entonces, con cierta brusquedad, el hombre
introdujo otra vez el rebozo en la urna y procedió a taparla.
-Es todo-, dijo escuetamente.
Supongo que estaba plenamente consciente de que aún tenía astillas de Frida en
mi mano. Rápidamente, saqué del bolsillo de mi pantalón el pañuelo y vertí ahí los
milimétricos restos. El guardia, de regreso en el mostrador, fingió ignorar nuestra
salida.
La verdad es que el buen señor –ni su nombre supe- me devolvió el favor
centuplicándomelo. Ya arriba del pesero que nos llevaría de vuelta a casa, saqué de
nuevo el pañuelo y nos quedamos viendo las astillas y las cenizas.
-Ahora sí que tenemos algo que contar-, le dije a Hans.
-¿Estás loco? No le puedes decir a nadie. Te multarían… te llevarían a la cárcel,
debe ser algo así como un delito.
-Es cierto. No lo había pensado-. Tragué saliva y volví a poner el bultito en mi
bolsillo.
-¿Me darás un poco para llevarlo a Alemania? ¡Mein Gott, nadie va a creerme!
Por un instante me sentí celoso de mi inconfesable bien.
-Es muy poquito, si lo dividimos se hará nada.
-Lo justo es mitad y mitad. Lo sabes.
Fuimos debatiendo sobre el asunto, hasta llegar a la puerta de la casa. Le dije a
Hans que lo pensaría, que no era algo fácil de decidir. Finalmente, yo idolatraba a
Frida y no me complacía la idea de que una parte de ella, por pequeña que fuera,
acabara en el extranjero. Aquel argumento pareció convencerlo. Ambos acordamos
no contar nada y tampoco volver a discutir hasta su partida.

Los días pasaron, recorrimos otros museos, parques y teatros, hasta que la
inevitable despedida llegó. Nos prometimos volvernos a reunir, de regreso a clases,
una vez terminadas las vacaciones. Mencioné que quizá nos esperaban nuevas
aventuras; los dos coincidimos en que ninguna se igualaría a la de la Casa Azul.
Hans se fue a Alemania y yo también me fui a pasar el resto de mis vacaciones
con mi familia en Coatzacoalcos, donde nací y viví hasta que entré al Colegio
Alemán en el DF.
Pero ¿qué podía hacer un adolescente como yo con un tesoro de la naturaleza del
que tenía? Habíamos conjeturado que si le decía a alguien que se trataba de restos
de Frida Kahlo, seguramente me tomaría por mentiroso o loco, y si llamaba a alguna
autoridad que validara lo que decía y lo hacía, me habrían tomado por un delincuente
juvenil en posesión de parte de un tesoro nacional.
Durante un tiempo, mantuve las reliquias junto con una ramita de albahaca y una
postal con uno de los autorretratos de Frida, en un pequeño altar que improvisé en
mi casa de Coatza. En ocasiones le prendía una veladora y más de una vez me
sorprendí mirando hacia ellas cuando se me complicaba el boceto en el que estaba
trabajando.
¿Cuánto pagarían los fridómanos de todo el mundo, admiradores de la pintora y
de su obra, por obtener y presumir lo que yo había conseguido por un ínfimo favor?
Miles de dólares.
Pero los restos de Frida no se merecían ese destino. Opté por lo que consideré
más prudente y también por lo que a mí me gustaría que hicieran con mis cenizas.
Se aproximaba el aniversario de su muerte, 13 de julio, y también el fin de mis
vacaciones, así que me pareció adecuado.
La mañana del día 13 salí temprano y tomé una lancha de las que van a Allende,
una villa al otro lado del río Coatza. Compartí el viaje con señoras que llevaban
frutas, verduras, tamales, dulces, juguetes y hasta unas gallinas medio dormidas;
también había pescadores y trabajadores de la industria que terminaban el turno y
volvían a sus casas. La lancha era un enjambre de voces, amortiguado por el sonido
sordo de la lancha al surcar el agua.
Yo no conocía a nadie y, al parecer, nadie me conocía a mí. Me sentía muy
orgulloso de tener un secreto en medio de aquel bullicio mañanero. Me gustaba el
colorido de las canastas y los bultos, de la ropa de la gente, sus gestos, las sonrisas,
los gritos que buscaban imponerse al zumbido del motor. Me parecía un buen
escenario para despedirme de “mi parte de Frida”. Ella iba a estar bien.

Creo que nadie notó cuando agité mi pañito sobre el agua, y me deshice así de lo
más valioso que, hasta ese momento, había pasado por mis manos.

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