Su guarida era perfecta: sin ser vista, ella podía ver hasta el más lejano grano de
arena, la más ínfima brizna de hierba que creciera en las lindes de la pavorosa
llanura de Cistene, su dominio.
A diferencia de los otros, él llegó por los aires, pero su intención era la misma:
matarla. Vio cada centímetro de su piel de blanco mármol palpitante, cada negro
vello de su torso semidesnudo, cada rizo oscuro de su cabello, la armonía perfecta
de su rostro y de su cuerpo, blanco y rosa.
Nunca antes había sentido esa rara opresión en el pecho. Lo supo entonces.
No, a él no lo convertiría en una escultura más de su jardín secreto. No sería ella la
que diera fin a esa divina belleza. Longividente, escudriñaba también en el
futuro: vio su propia y horrida testa pendiente de la égida de la diosa. Lo vio a él,
héroe triunfante por haber matado al monstruo elevado a la categoría de los dioses.
Y todo gracias a ella, a su sacrificio.
Rápidamente y en silencio urdió la trama. Lo vio descender sigilosamente desde los
aires, lo vio llegar, acercarse, introducirse a la cueva. Ella fingió dormir, fingió la
modorra de quien acaba de despertar, atolondrada. No, no lo miraría a los ojos pues
lo mataría. Se fingió aturdida por el mezquino e inútil brillo del escudo.
Por último, Medusa estiró su largo cuello, permitiendo que éste fuera cercenado por
la espada blandida por la mano de Perseo.
arena, la más ínfima brizna de hierba que creciera en las lindes de la pavorosa
llanura de Cistene, su dominio.
A diferencia de los otros, él llegó por los aires, pero su intención era la misma:
matarla. Vio cada centímetro de su piel de blanco mármol palpitante, cada negro
vello de su torso semidesnudo, cada rizo oscuro de su cabello, la armonía perfecta
de su rostro y de su cuerpo, blanco y rosa.
Nunca antes había sentido esa rara opresión en el pecho. Lo supo entonces.
No, a él no lo convertiría en una escultura más de su jardín secreto. No sería ella la
que diera fin a esa divina belleza. Longividente, escudriñaba también en el
futuro: vio su propia y horrida testa pendiente de la égida de la diosa. Lo vio a él,
héroe triunfante por haber matado al monstruo elevado a la categoría de los dioses.
Y todo gracias a ella, a su sacrificio.
Rápidamente y en silencio urdió la trama. Lo vio descender sigilosamente desde los
aires, lo vio llegar, acercarse, introducirse a la cueva. Ella fingió dormir, fingió la
modorra de quien acaba de despertar, atolondrada. No, no lo miraría a los ojos pues
lo mataría. Se fingió aturdida por el mezquino e inútil brillo del escudo.
Por último, Medusa estiró su largo cuello, permitiendo que éste fuera cercenado por
la espada blandida por la mano de Perseo.
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