martes, 7 de abril de 2020

Monte Taigeto

Tenías tus razones para odiarlo.
Como tú, era pobre desde siempre. Como las demás, no tuviste libertad para elegir.
Lo repudiaste desde el principio. Y él respondió con su violencia de hombre,
forzándote cuantas veces quiso, hasta preñarte. Comprendo que buscaras
venganza. Ingeriste el brebaje que preparó la comadrona y a mí me hizo efecto, tal
como lo habías planeado.
Pero cuando escuchaste mi primer grito, cuando me viste por primera vez, te llegó,
tardío como llega siempre, el arrepentimiento. Te horrorizaste del tamaño de tu
crimen.
Mi padre me vio una sola vez. No me cargó, no me abrazó, no me besó. Se apartó
de mí con el ceño fruncido.
Para hacer menos severa mi estancia en la tierra, mi triste sino, me arrullaste por la
noche con canciones de cuna interminables; y para despertarme recitaste poemas a
mi oído. Me lavaste con tus manos, me calentaste con tu cuerpo y me alimentaste
con tus pechos.
Inútilmente argumentaste para conservarme contigo. Las leyes de los dioses y de los
hombres no te lo concedieron. Esparta no es lugar para los contrahechos, los
pusilánimes, los débiles.
¿Huir? ¿A dónde? ¿Qué ciudad te recibiría conmigo, con tu engendro?
Sólo los dioses tienen libertad; nosotros, destino.

***
Ya debemos estar cerca, hemos andado mucho. Más cansada por el peso de la
culpa que por el ascenso, me meces lentamente con la cadencia triste de tus pasos.
Mojas mi rostro con tus lágrimas y tus gemidos atribulan mis oídos.
Llegamos: estamos al borde del risco del Taigeto.
Por favor, seca tu llanto, cierra los ojos, ahoga el grito en tu garganta, ¡no quiero
escucharlo! Hazte la sorda a la resistencia de tu corazón que palpita enloquecido. Me
voy en paz y sin resentimiento, ¿no ves que te sonrío?
Por favor, madre, no postergues el momento. Es fácil, sencillo. Sólo abre los brazos y
déjame caer al abismo. Y permíteme recibir en la frente, como último regalo de la
vida, el beso seco de la roca inerte.

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