martes, 7 de abril de 2020

Sabios, hermanos, enemigos

Dos sabios magos sostenían el reino. Algunos años se llevaban, no eran pocos, no
eran muchos. Pero esos años vividos por el mayor y omisos en el menor
determinaban entre ambos diferencias mayúsculas, enfrentadas, irreconciliables. Por
la necesidad de su consejo y por el afecto que les tenía, el Maharajá los alojaba en
habitaciones contiguas a la suya en el edificio principal de palacio: la astucia y la
diplomacia eran indispensables en esa región siempre convulsa. Pactar, prometer,
diferir o suspender una acción, hacer un regalo preciso en el momento indicado, el
matrimonio arreglado de un príncipe o una princesa sellaba una alianza y cancelaba
un enfrentamiento.
Tampoco el Maharajá era estúpido: luego de escuchar las opiniones casi siempre
contrapuestas de sus consejeros, se aislaba para meditar el tiempo necesario los
argumentos vertidos por los sabios sobre el asunto capital que había puesto a su
consideración. A veces seguía el consejo de uno, a veces el del otro; a veces los
aplicaba tal cual, otras los modificaba a conveniencia, corriéndose un poco más
hacia una u otra opinión, según hubiera sido argumentada. Frecuentemente, lo sabía
bien, los conocía tan bien, optaba por sacar una media proporcional entre las
dispares posturas y, casi siempre, acertaba en sus decisiones. Lo tenía claro:
necesitaba de ambos.

El mayor de los sabios era poco afecto a los eventos públicos, banquetes y
festivales que el Maharajá ofrecía para mantenerse congraciado con su pueblo, al
que amaba paternalmente, o por diplomática necesidad, para eludir o conjurar un
riesgo. El sabio mayor, así, más por necesidad que por gusto, abandonaba sus
habitaciones y sus libros para participar del convite.
Antítesis del mayor, el carácter del sabio menor rayaba frecuentemente en el
exceso, el desparpajo social; no evitaba el cotilleo de salones ni pasillos, y disfrutaba
igual de una buena bebida que de una mejor comida; no rehuía ni el canto ni el baile,
sin demérito de su inteligencia; y eso al sabio mayor lo consumía: nunca cambiará,
nunca madurará del todo, nunca se hartará de la vida que lleva, nunca terminará por
asentarse, pensaba consternado, preocupado por el futuro del reino si él llegara a
faltar para contrapesarlo, moderarlo, poner un punto de equilibrio a lo que él
consideraba insensatez y desmesura.
Esa disparidad de caracteres tenía que llegar, algún día, a su punto de quiebre. Y
llegó. Inopinada y trágicamente para todos. Una princesa de la casa real había sido
repudiada por su consorte, el príncipe heredero al trono de un reino vecino. La
afrenta, grave y pública, tenía que responderse con atingencia: negociación o guerra.
Ambas eran posibles.
En una habitación herméticamente sellada, el Maharajá y los sabios, de piernas
cruzadas, asentados sobre sendos almohadones, formaban un triángulo de
angustioso baricentro cuyos vértices equidistaban un metro uno de otro. Meditaban,
hablaban, meditaban, volvían a hablar.
La razón del repudio quedó clara: en el último banquete ofrecido en palacio, la
joven e inexperta princesa, quizá desbocada por una copa de más, en un mullido
sillón, filtró en medio de un grupo de avezados cortesanos, medio ebrios y medio
conscientes, unas palabras que podían desencadenar un grave conflicto bélico con
un pueblo colindante, para el reino al que alguna vez soñó presidir, ya convertida en
su reina.
Las razones del príncipe eran válidas, adujo el sabio mayor. Había que negociar,
por amargas que fueran las medidas que debieran tomarse. Ceder al agraviado a la
más joven y amada hija del Maharajá, como nueva consorte; y confinar y reducir al
silencio en la última habitación del palacio a la princesa que había cometido el desliz.
El príncipe agraviado rechazó la propuesta del Maharajá, e intentaba
desesperado, por todos los medios, evitar la guerra con sus enardecidos vecinos,
ofendidos por las revelaciones de su antigua consorte. Él se había expresado
despectiva y despreciativamente del pueblo vecino. Pero lo había dicho confiando en
la discreción de ella. La princesa lo había repetido, en torpe y ebria risa, en el salón
de recepciones del palacio de su padre.
Rodaron las cabezas de algunos cortesanos que acompañaron a la princesa esa
fatídica noche del banquete, entre ellas la del mismísimo bufón del Maharajá, quien
había transmitido la opinión del príncipe al representante del pueblo vilipendiado,
primero en privado y después en público.
La guerra fue inevitable. Y el reino fue forzado a tomar partido y participación en la
confrontación bélica.
El bufón había sido ya ejecutado, pero el sabio mayor, comprendiendo que la
guerra y sus desdichas eran inevitables, no pudo refrenar un virulento reproche al
sabio menor por sus afinidades con el bufón que, aquiescentemente, organizaba
espectáculos con comediantes, saltimbanquis y payasos para provocar la risa de los
cortesanos y del pueblo.
El sabio mayor no los consideraba más que desecho. Un par de años antes, había
propuesto al Maharajá la expulsión definitiva del reino de “esa gente”. Los
consideraba una aberración social y veía un componente siniestro en sus rostros
siempre maquillados y anónimos, en sus sonrisas rojas, libertinas y fijas, en  su
desenfreno verbal y en sus parodias grotescas que sólo corrompían el espíritu.
Cuando la propuesta fue discutida, el sabio joven, en medio de inevitables
carcajadas, recordando seguramente algún chiste payasesco de la noche anterior,
dijo en presencia del Maharajá que eran precisamente el desenfado, la irreverencia
de comediantes, saltimbanquis y payasos, lo que más lo divertía. No vio en la
demanda del sabio mayor sino un melindre y se pronunció a favor de mantener el
espectáculo.
 -¿Melindre, dices?-, preguntó encolerizado el sabio mayor. -¿Te parece que tengo
tan poca edad, como la tuya, para hacer berrinches infantiles, cuando en realidad es
la trama vital de mi alma la que me dice que no hay nada que se pueda disfrutar en
esas explosiones de vulgaridad y vileza sin límites que tanto te hacen reír a ti?
Alguna afinidad de espíritu tendrás con ellos, ya que te parecen tan divertidos.
El más joven de los sabios perdió súbitamente la sonrisa de su boca y miró
reconcentradamente al sabio mayor que, a efectos de la discusión, ya se había
convertido en su rival. No era lo mismo defenderlos que ser equiparado con uno de
ellos.
Respondió sibilinamente:
-Sí, de eso se trata. De un melindre infantil que encubre alguna vieja herida que no
has podido superar, un momento ridículo de tu infancia o de tu juventud, que te hace
abjurar, así, en bloque, de toda manifestación de la alegría.
-¿Alegría?-, argumentó el sabio mayor. –Esa gente, tus iguales, no conocen la
alegría, sino la burla soez. Su diversión no consiste en otra cosa que en parodias
obscenas. Lo único que hacen es degradar el espíritu del pueblo y aún el de los
nobles de la corte con su espectáculo grotesco.
Esa vez el Maharajá dio la razón al menor. Se necesitaba de esa gente, por
despreciable que fuera, para amenizar tanto las fiestas del pueblo como a los
invitados de palacio. Por no ofender al mayor, no dijo que él también disfrutaba del
desparpajo, rayano en el desenfreno, de esa gente. Ahora, a las puertas de la
guerra, se arrepentía de su decisión.
-Entonces, según tú, ¿es mi culpa esta guerra por no haber accedido en su
momento a la expulsión de esa gente del reino?-, preguntó el sabio menor al mayor,
al tiempo que tomaba de un almohadillado banquito, un pandero que yacía olvidado,
perdido tal vez por algún comediante, desde la noche fatídica del último banquete
que se celebró en palacio, y lo hizo sonar interrogante y burlesco ante la cara del
sabio mayor.
Este último montó en cólera ante el desparpajo del otro y pronunció palabras de
las que no fue posible retractarse:
-Sí, es grande tu parte de culpa y pagarás por ella. Te condeno a que te conviertas
en uno de ellos. Serás el patiño del último de los payasos y no cesarás de tocar ese
pandero. Compartirás sus bajezas llevándolas hasta un extremo que ellos mismos
desconocen. Y será tal el punto de degradación e imbecilidad que alcances, que
incluso en el más miserable de los pueblos, tu música y tus chistes provocarán
desagrado y asco, y en tu escudilla sólo recibirás por pago escupitajos en lugar de
arroz y leche o rupias.
El más joven de los sabios se petrificó: pudo visualizar en unos cuantos segundos
y con horror su terrible y triste futuro. Respiró profundo, se rehízo, y respondió.
Caería, sí, caería, pero el mayor de los sabios coincidiría con él en su desgracia por
el exacto camino opuesto. Él, cuya sabiduría lindaba en los terrenos de la magia, al
igual que su oponente, también estaba en posición de maldecir.
-Dado que a eso me condenas, yo también tengo un destino para ti: tu sabiduría y
tu inteligencia se multiplicarán al infinito. Llegarás a saber y comprender tanto, tanto,
tanto, que hasta comprenderás que mis risas locas, desaforadas, no eran sino una
defensa ante los absurdos terribles que son la vida, la historia, la realidad entera.
Absurdos que, más joven que tú, comprendí antes que tú. Y cuando hayas
comprendido eso, lo habrás comprendido ya todo. Todo.
Y por eso mismo, nadie, nadie en el ancho mundo podrá comprenderte a ti. Todo
lo que digas, de tan complejo, será incomprensible para los demás. Te les harás
ininteligible. Y te tomarán por loco, hereje, blasfemo, enfermo pernicioso, y te harán
abandonar sus pueblos y ciudades apedreándote, maldiciéndote, escupiéndote.
Por tu parte, tus semejantes se te harán odiosos. Y todo te parecerá estúpido, fútil,
vano, superficial e inútil; el amor y la amistad, simples condicionamientos biológicos;
la civilización y sus fundamentos, la humanidad misma te parecerán la torpe hechura
de un aprendiz de mago.
Expulsado de todas partes, te refugiarás en el más inhóspito de los lugares, donde
sobrevivirás gracias a la caridad de aquellos a los que desprecias; vivirás muchos
años, tantos, que cuando mueras habrás olvidado, de tan viejo que serás, qué te
llevó a ese miserable estado.
El intercambio de maldiciones fue tan violento y súbito, que el Maharajá no tuvo
tiempo de mediar entre los contendientes. Estaba aterrado.
Para perdición del reino, ambas maldiciones se cumplieron. Los sabios partieron
por caminos distintos a cumplir sus destinos. Privado ya del consejo de los doctos, la
facción que tomó el reino perdió la guerra. La comarca fue asolada y, el Maharajá, su
esposa y sus herederos, degollados, y los pobladores convertidos en esclavos.
Pasaron años. Muchos.
Muy lejos de ahí, en una cueva, vivía en amarga y perpetua meditación un anciano
que se sostenía gracias a la escudilla de arroz y el vaso de agua que los campesinos
de los alrededores le llevaban diariamente. Cierto día, llegó hasta su caverna una
compañía integrada por saltimbanquis, comediantes y payasos, la última de la tierra,
si se juzgaba a partir de los harapos que vestían. No dieron espectáculo. Se limitaron
a abandonar en la entrada a un viejo incapaz de sostenerse en pie pero que, aun así,
no dejaba de golpear un viejo pandero con sus manos nudosas y artríticas. El
anciano babeaba y en sus ojos brillaba la estupidez más supina.
Imposibilitado de acallar el ruido, el primigenio habitante de la cueva tuvo que
resignarse a la presencia del panderero. Los dos eran viejísimos y se habían
olvidado uno del otro. No se reconocieron. Los campesinos pronto se enteraron de la
presencia del otro anciano y duplicaron la ración de arroz y agua. No tenía
importancia: comían tan poco y eran tan viejos que seguramente no tardarían mucho
en morir.
En la cueva, el mayor de los dos ancianos había intentado repetida pero
inútilmente arrebatar el pandero al otro viejo, pero parecía que un conjuro lo
mantuviera apergollado a sus manos, ya que le fue imposible despojarlo del
instrumento. No soportaba el sonido del pandero, que le impedía meditar, y el otro
parecía incapaz de dejar de tocarlo. Tres, cuatro años tal vez, duró el martirio del
anciano mayor antes de morir. Un día cualquiera, como lo son todos en el transcurrir
del tiempo, su torso cayó sobre sus piernas cruzadas en flor de loto y sintió que su
respiración se cortaba. Incapaz ya de erguirse por sí mismo, luego de unos minutos
de respiración dificultosa, exhaló por última vez y murió.
Cuando esto ocurrió, el pandero se soltó mágicamente de las manos del anciano
sobreviviente y cayó al suelo. El envejecido sabio recobró la lucidez y sus ojos
brillaron con su antigua inteligencia. Al ver en el suelo el pandero y el cuerpo yerto
del otro sabio, lo recordó y lo comprendió todo. La maldición había terminado. Hizo el
intento de ponerse en pie pero no pudo. Tan viejo era. Vio entonces la piel enjuta y
colgante de sus brazos y sus piernas y sus pantorrillas, sus pies arrugados y
deformes. Lloró su vida desperdiciada.
Como todos los días, los campesinos les llevaron su alimento y hallaron muerto al
primer anciano. Se lo llevaron al pueblo y lo cremaron; como era la costumbre,
echaron sus cenizas al río. Creyeron que el viejo sobreviviente lloraba por su
compañero fallecido. Intentaron alegrarlo, pero no pudieron convencerlo de que
tocara el pandero para ellos. Pocos meses después, los campesinos también lo
hallaron muerto. No sabían, no comprendían qué lo había matado.
A su lado yacía, mudo y destartalado, el pandero. El anciano fue cremado, pero
los campesinos preservaron el pandero, la música que había dado sentido y alegría a
la vida del fallecido. Decidieron que, destartalado y todo pero aún funcional,
acompañara sus cenizas al fondo del río donde, tal vez, sólo tal vez, se reuniría con
su compañero muerto y ambos alegrarían sus espíritus con la música del maltrecho
pandero.

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