martes, 7 de abril de 2020

El chaneque

Un chaneque rondaba los alrededores. Pablo lo supo de la peor manera: su hijo Manuel, de 8 años de edad, fue hallado muerto cerca de la poza, en las afueras del pueblo, arañado y roto de la ropa, reventado por dentro de tanto “caballito” que le habían hecho. El cuerpo presentaba mordeduras de animales y síntomas de descomposición. El dolor de la madre duraría para siempre. El del padre sólo los 9 días del novenario. Después se transformaría en un ferviente deseo de venganza.

El odio lo sostenía. Se levantaba muy temprano para ir a laborear a la milpa, ahora vacía de niños. Al caer la tarde, terminado su trabajo, se iba a la poza y buscaba incansablemente en las inmediaciones. Algún día encontraría al chaneque, y sabía cómo acabar con él. No se cansaría de buscar, el torturador recuerdo de su hijo alimentaba su deseo de venganza.

Una noche que se había tomado una anforita de caña, a la cuarta semana de su búsqueda, lo encontró: desnudo, oscuro, pequeñajo, con su rostro monstruoso huyendo en la oscuridad. Era ágil. Comenzó a perseguirlo. Lo siguió entre el monte por espacio de media hora. Supo que era él por sus extraños gruñidos y porque con la carrera, Pablo sabía, el chaneque intentaba perderlo. No podía negar que sentía miedo pero se contenía al recordar que llevaba la camisa puesta al revés y suficiente jolosín como para amarrarlo.

Cuando lo alcanzó se arrojó sobre la criatura con todo su peso de hombre y la derribó. Tiró puñetazos y más puñetazos sobre el extraño ser, hasta que éste dejó de emitir sus extraños gritos y gruñidos. El chaneque tendría la estatura de un niño como de 12 años y una enorme hendedura partía su rostro en dos, según la oscuridad lo dejaba ver. Con mecate de jolosín lo ató a una ceiba y fue así que se sintió lo bastante seguro como para dejar de temblar y resollar.

Aspiró una bocanada de aire y recordó a Manuel. Imaginó su cuerpo pequeño y endeble en manos de esta bestia. La ira se apoderó nuevamente de él cuando el chaneque comenzó a hacer desmañados movimientos queriendo desatarse, al tiempo que profería gruñidos por la hendidura de su rostro. No pudo evitarlo, se le fue nuevamente encima a los golpes, patadas y vociferaciones.

-¡Tú mataste a mi Manuel, hijo de puta!

Exhausto de tanto golpear al chaneque –ahora en silencio-, lo dio por muerto y se sintió satisfecho. Sabía que los amarres con jolosín liberarían las almas de los niños que el chaneque había perdido en el monte, entre ellos el de su pequeño Manuel.

Le pareció escuchar gritos y murmullos de felicidad de los espíritus infantiles liberándose en medio de la noche. Un rato después, los murmullos cesaron y él aguzó los oídos en el ahora novedoso silencio de la selva. Sabía que para no perderse –cualquier precaución era válida- debía caminar de espaldas y así lo hizo por espacio de una hora, hasta que escuchó el murmullo del arroyo cayendo sobre las piedras de la poza. Ahí se dio la vuelta y caminando ya de frente encontró el camino de vuelta al pueblo y a su casa, sumidos en el silencio de la noche. No sabía que fuera tan tarde. Se acostó en el granero para no despertar a su familia, pensando que esos seres trastocaban la percepción entera de la realidad. Según las consejas, hacía más de cien años que nadie había matado a un chaneque. Él lo había logrado. Ya mañana le contaría a su mujer y a sus hijas, y a todo el pueblo, su hazaña.

El barullo lo despertó antes de lo esperado. El chaneque había cobrado otra víctima. Su mujer se lo dijo llorando mientras le servía el café en el granero. Un niño del pueblo vecino había aparecido molido a golpes y amarrado a una ceiba como a una hora de distancia de la poza. El pobre chamaco, de 11 años de edad, tenía labio leporino. Ni siquiera podía hablar bien.

Pablo sintió que se le congelaba la espina dorsal y se le erizaba el cabello de la nuca, a medida que escuchaba la voz de su mujer, cada vez más lejana, en un fade out que la volvió, finalmente, inaudible. -Figúrate que fue a bañarse en la tarde a la poza con sus amigos. Y los muy maldosos le escondieron la ropa y se echaron a correr. Cuentan que el pobre, así desnudito, se puso a buscarla, pero se perdió y ahí fue cuando se supone que lo agarró el chaneque.

-¿Pablo, qué te pasa? ¡Pablo!, ¡Pablo!-. gritó su mujer, pasmada por la palidez y bamboleo de su marido.

Los médicos no pudieron determinar si Pablo murió a raíz de la caída, o si cayó porque ya iba muerto.

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