Nac1ó c0m0 ca51 70d05. P0r par70 na7ura1. Fuera ya de1 vien7re ma7ern0, de5pué5 de 1a na16ada, 3esp1ró, c0m0 3esp1ran pr0fundamen7e 105 rec1én nac12. 5010 9ue en 1u6ar de un gr170, o un 11an70, pr0nunc1ó un númer0. E1 un0. Y 5e 516u1ó de 1ar60: d05, 7re5, cua7r0, c1nc0, 5e15, 51e7e, e7c., e7c. 105 méd1c05 e57aban a50mbra2. 31 n1ñ0 9ue nac1era ha61and0 ya ha6ría 51d0 5uf1c1en7e marav111a. Per0 é57e nac1ó c0n7and0. N0 h1570r1a5, 51n0 númer05. 1a madr3, h0rr0r1zada, 5e ne6ó a dar1e e1 pech0. 1a5 enfermera5 1e d1er0n 5u pr1mer mam11a.
Mamó con naturalidad, con las inevitables pausas que,
mientras mama, hace un niño para respirar. El cuerpo médico estaba tan abrumado
que no sabía que pensar. Mientras cortaron el cordón umbilical, mientras lo
lavaron, midieron, pesaron, revisaron físicamente –todo aparentemente bien,
incluyendo su precoz aparato foniátrico- envolvieron en mantas, el recién nacido
no paraba de contar. Sólo sustituyó la numeración por el suave y tierno chasquido
que hacen todos los bebés mientras maman. Lo sorprendente fue cuando se terminó
la mamila. No faltó el cauto enfermero que había anotado el número en que se
quedó cuando se prendió al biberón. Cuando lo soltó, el mismo enfermero se
percató asombrado que el niño, mientras mamaba, había seguido contando
mentalmente. Así es que cuando recomenzó su numerorragia, la recomenzó donde se
había quedado al terminarse su mamila.
Por supuesto, en primer término, fue turnado a neurología y se realizó un acucioso estudio de su cerebro. Escáneres y escaneos. No detectaron los especialistas ninguna anomalía, excepto el hecho extraordinario, realmente extraordinario, de que el recién nacido hubiera nacido hablando con una claridad y naturalidad sorprendente, sin tiempo de aprendizaje de por medio. Y decían “hablando” porque, aunque el bebé sólo contaba, los números sólo son números en una pizarra, o en el Excel de la computadora, en una operación algebraica, una ecuación. Naturalmente, al pronunciarlos, los números, de alguna manera, dejan de ser sólo números y se transforman en palabras. Es decir: el abstracto número 1 se convierte en “uno” y, sin dejar de ser 1, ya es también otra cosa: pronunciado se vuelve también palabra. Es decir, se tiñe de significado. Como un orgulloso padre que dice: mi primogénito. Aquí primogénito no indica sólo el orden de su nacimiento. Por ejemplo, si es el primer hijo de un rey, será el heredero al trono. Y eso tiñe al abstracto número uno, de una carga emotiva, de expectativas de futuro, de esperanza, de vida, de deseos, de emotividades de que carece el abstracto signo 1, como simple elemento, por ejemplo, en una ecuación.
Lo mismo pasa con el segundo, el tercero, el cuarto, el
quinto, el hijo que sea. Cada uno despierta en el padre y la madre siempre un sentimiento
distinto, un cierto tono de voz, una actitud distinta, tan inevitables como las
diferencias naturales entre uno y otro hijo. El último, por ejemplo, el
Benjamín, el xocoyotzin, se supone, frente a sus hermanos ya crecidos,
despierta una ternura especial también, única también, equiparable quizá tan
sólo, en su singularidad, en la emoción que despertó el primogénito. Es el más
pequeño, el más tierno, el más dulce, el más invulnerable. Invulnerable porque,
luego de los que le precedieron, algo sobre bebés han aprendido los padres.
Menos angustia si enferma –ya sabrá el pediatra de cabecera y dirá que no es nada:
ya lo saben los padres, no pasa nada si, aprendiendo acaminar, se cae. Pueden
reírse del llanto de sus dramas infantiles: su cochecito ha perdido una rueda.
Ese llanto no es nada, ya han escuchado tantos. Su sonrisa es también la
sonrisa de ellos. Es fácil tranquilizarlo porque ellos están también tranquilos.
No pasa nada. Cuando ellos lo pierden de vista, ahí están los hermanos mayores,
de buen o mal modo, pastoreándolo, cuidándolo. Quizá sintiendo un poquitín de
celos: ¿y este quién es para que se le quiera tanto? El más pequeño. Tanto mimo
puede echarlo a perder.
Por parecidas razones le pasa lo mismo a los científicos.
Saben lo que saben de la realidad presente, verificada en laboratorio, medida
con instrumentos científicos insospechados, casi milagrosos. Pero por eso
mismo, como “conocen” el presente, lo que más les intriga es el origen
impreciso, el principio, y el final impredecible. Y hacia esos puntos enfocan
sus baterías. ¿Cómo empezó todo, porqué, para qué, con que finalidad, con qué
sentido? El principio y el final del universo y de la vida, comprendidos a
medias, a medias intuidos, a medias investigados. Certezas absolutas todavía no
hay. También esos extremos son teorías a medio comprobar.
Y teorías fueron las que no faltaron para explicar la singularidad
de este niño que nació y vivió contando. De viva voz o mentalmente. Siempre
contando. Contando mientras dormía, contando mientras comía, contando mientras
hacía el amor, contando, siempre contando. Desechado por sus padres, que lo
consideraron una aberración, una excepción que no soportaban, que no deseaban
ni querían, los científicos lo tomaron a su cuidado. Precautoriamente, lo
consideraron un Savant. Cuidaron de su salud física puntillosamente y le aplicaron
infinidad de pruebas. No hubo disciplina médica, científica, filosófica,
antropológica, autoridad religiosa que no reclamaran participar en el estudio
de X. Evidentemente, comparado con el resto de la humanidad, era una anomalía.
Hablar, lo que se dice hablar, hablaba. Pero sólo hablaba números. Pero no
otras palabras. Frases, oraciones estructuradas, conceptos, todo eso le
resultaba ajeno. Pensaban los científicos que, reducido a llevar ese
interminable conteo, no habitando su cerebro otras palabras que los nombres de
los números, el niño, el adolescente, el hombre, estaba, lógicamente, imposibilitado
para pensar.
Medio en guasa, medio en serio, lo llamaron X (equis),
dándole el nombre de una letra que, también, en matemáticas, representaba un
número indefinido, un resultado desconocido, pendiente de despejar. Una
computadora, sabida la fecha y hora exacta de su nacimiento, habiendo medido el
ritmo de su dicción, ajustándolo a medida que crecía, acompañaba su conteo.
¿Qué contaba? No el principio del mundo, por supuesto, sino su transcurrir por
él desde el momento exacto de su nacimiento. ¿Qué sentido tenía eso, que significaba?
Algún día moriría, por supuesto, y la computadora, también con lentitud
agónica, mortecina, se detendría en el momento en el que él pronunciara el
último sonido del último número. Tendrían entonces, los científicos una cifra.
Una cifra que indicaría conclusivamente el tiempo de vida de X. Pero se
preguntaban si la cifra inmensa, interminable, parecida al infinito aunque
conclusiva, despejaría finalmente la incógnita, el sentido último de esa vida,
de esa persona, de ese reloj biológico que pareciera no tener otra finalidad
que llevar sólo el conteo de la duración de su paso por la vida y por la
Tierra.
Alguna enloquecida secta milenarista sostenía que, cuando el
niño-adolescente-joven-hombre-anciano X, muriera y dejara de contar, se
acabaría el mundo. Las portadas de la mayoría de los periódicos del mundo daban
cuenta, día a día, de ese conteo. Letreros luminosos en los edificios públicos,
sincronizados con la computadora del Centro de Investigación Científica que lo
alojaba, replicaban, segundo tras segundo, el transcurrir de la vida de X. La
mayoría coincidía en que tenía que existir un porqué, un sentido, un
significado para ese conteo. Pero eso sólo lo sabrían hasta el final. No es que
desearan su muerte, pero se hacían ascuas preguntándose qué sucedería de
especial ese día. Los muy viejos –cuando X era aún demasiado joven- se
lamentaban de que lo más probable es que ellos no llegarían a conocer el
desenlace. Los jóvenes y los demasiado jóvenes –cuando X era ya un hombre
mayor- temían su muerte: ¿y si los milenaristas tenían razón y con el conteo de
X se acababa el mundo?
El esperado y temido momento llegó. El mundo entero velaba
la agonía indolora de X. Transmisión televisiva mundial y por internet en
tiempo real. Expectantes todos, todos fueron testigos. Al unísono se detuvieron,
la vida de X en una vocal, y la computadora. La humanidad entera contuvo la
respiración. Pasaron unos segundos y no pasaba nada. Tuvieron que exhalar el
aire que retenían sus pulmones expectantes, mirándose confusos unos a otros.
Pasaron unos cuantos minutos y tampoco pasaba nada. La vida, la incógnita, el
significado del aparente sinsentido del conteo de X, no se había despejado con
su muerte. En la computadora, parpadeaba pletórica de números la cifra que
totalizaba la existencia de X.
La tensión iba en ritmo decreciente, derivando incluso en
la decepción. El mundo seguía su ruta, el universo seguía expandiéndose, las
flores brotando, los ríos corriendo al mar, los vientos soplando. Al parecer
nada, excepto la vida y el conteo de X se habían detenido. Los milenaristas
estaban consternados, los científicos desconcertados, las multitudes reunidas
en torno a monitores gigantes en las atestadas calles, familias enteras
rodeando al televisor, las pantallas de sus computadoras, todos confundidos
ante la incógnita que había sido la vida de X. ¿Ya?, ¿eso era todo?, ¿esa cifra
fija, detenida y parpadeante en la pantalla de la computadora, había terminado
en nada?
No, no terminó en nada. A los exactos 5 minutos del deceso
de X, el mundo, que no dormía, recibió estupefacto la noticia: en un hospital
de las antípodas, en el exacto momento de la muerte de X, había nacido otro
niño hablante que retomó el conteo en el punto exacto, el número exacto donde
lo había dejado X.
Al enigma de X –ahora llamado X-1-, se añadía el enigma de
X-2. ¿Habría después un X- 3, un X-4, un X-5, etc.? ¿Qué significaba, qué sentido
tendría ese conteo por relevos? Las preguntas se multiplicaban, y los agitados pechos
de la humanidad interrogante se hinchaban en un crescendo paroxístico…
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