martes, 7 de abril de 2020

Los olvidos

Su memoria fue siempre excepcional, rayando en lo prodigioso. Recordaba al dedillo
los pormenores de sus más tiernos años de infancia, las complicaciones de su
adolescencia, sus inquietudes de joven adulto. Como estudiante ocupó siempre, sin
excepción, el primer lugar  en el cuadro de honor, así es que pasó con éxito de la
escuela al desempeño laboral. Luego de unos años de trabajo y esfuerzo, a los 28 ya
era editor en un diario de circulación nacional.
De familiares, amigos y colegas recordaba teléfonos, direcciones, cumpleaños,
gustos. En las fiestas, cuando se lo permitían, recitaba capítulos enteros de sus
libros favoritos, extensos poemas. Su favorito era Muerte sin fin, de Gorostiza. A
saber por qué. Rememoraba conversaciones completas y eso facilitaba su trabajo
periodístico.
En su cerebro, sin embargo, extraños y desconocidos procesos neuronales fueron
produciendo lenta, casi inadvertidamente, inconsistencias que se tradujeron, al
principio, en pequeños e inocuos olvidos. Evocaba un libro pero se le escapaba el
nombre del autor, una película y olvidaba el nombre del protagonista; la información
se le quedaba “en la punta de la lengua”. Tenía algunos desconcertantes despistes:
olvidaba el maletín, su libreta de notas, dónde había dejado la pluma, el nombre de
un colega.
-Eh, perdón, ¿cómo es que te llamas?
-Márquez.
-¡Ah, sí! ¡Márquez!

Olvidaba programar el reloj despertador. Las juntas eran a las 7:00 de la mañana
para recibir las órdenes de trabajo; olvidaba los eventos a realizarse durante la
jornada. Con el paso de los días, el deterioro se fue haciendo más evidente. En el
trabajo comenzó a preguntar por los nombres de las dependencias públicas y
privadas y sus titulares. -¿Quién cubre laborales?, ¿podrías decirme?
Olvidaba los comandos de la computadora, los atajos de los programas de
edición. -¿Qué es lo que iba yo a hacer?-. Su actividad laboral se vio afectada. -
¿Perdón, qué me decía?
En un tiempo muy corto, apenas semanas, se memoria se fue haciendo más y
más porosa. Un día, a la salida del trabajo, no recordó la dirección de su casa. Guió
al taxista con el “agarre usted por esta calle, derecho, ahora a la izquierda, suba por
ésta, baje por aquella”. Pudo así llegar a su hogar.
En el quicio de la puerta esperó a su mujer. Había olvidado las llaves. Acordaron ir
al día siguiente al médico. Ya no cabía eludir la gravedad de la situación por la que
pasaba.
Los escaneos de su cerebro no mostraron disfunción alguna. Los doctores
recomendaron un prolongado descanso. En su trabajo no pusieron objeciones. Pero
no mejoró con las vacaciones. Se daba cuenta que no se había puesto el bóxer
cuando notaba que sus genitales rozaban incómodamente el interior del pantalón de
mezclilla; se percataba que no tenía puestos los calcetines cuando sentía la dureza
del cuero al calzarse los zapatos; antes que el auricular tocara su oreja, ya había
olvidado a quién iba a llamar y qué iba a decir.
Los médicos multiplicaron los estudios y los análisis pero no acertaron en el
diagnóstico. Parecían los síntomas de un alzhéimer prematuro, demasiado
prematuro para su edad. Pero, definitivamente, se trataba de algo más grave.
Imposibilitado ya para el desempeño laboral, fue incapacitado por el Seguro,
mientras familiares, amigos y colegas que lo apreciaban esperaban deseosos que el
deterioro de su memoria remitiera.

Ocurrió lo contrario. En la casa olvidaba cerrar las perillas de la estufa, de la
regadera; olvidaba los cigarrillos encendidos sobre los muebles de madera. Se
estaba convirtiendo en un peligro para su familia y para él mismo.
Un día se levantó y frente al espejo del baño vio a un desconocido. Pegó un grito -
¡Aaahh!-, y salió corriendo por un pasillo, también nuevo para él. Desde las
fotografías de las paredes lo observaban grupos de extraños. El hombre del espejo
entre ellos.
En la sala lo interceptó una desconocida.
- ¡Abel, qué pasa, por qué gritas!
¿Quién era esa mujer?, ¿por qué le decía Abel?, ¿en qué universo paralelo,
ominoso, había caído?
Ella, al ver su expresión de estupor y desconcierto absolutos, comprendió de
golpe. Bajó la vista dos o tres segundos, luego echó la cabeza hacia atrás, la agitó y
aspiró aire profundamente, lo exhaló, y enfrentó a su marido. Logró tranquilizarlo
hablándole suavemente; después lo tomó de la mano y lo condujo a su habitación.
Le explicó. Desde hacía seis meses, él, Abel, venía padeciendo la pérdida
acelerada de su memoria, de corto y largo plazo. Entre las pocas cosas que los
galenos habían determinado estaba la de que su enfermedad era progresiva. Que en
ocasiones anteriores habían discutido hasta donde lo llevaría el menoscabo de su
memoria. Ninguno de los dos se había atrevido a pensar, menos a decir en voz alta,
que llegaría hasta esto: el olvido de sí mismo. Abel, al principio, no dio crédito. Se
sentía como el personaje de aquella película -que sí recordaba- al que unos
extraterrestres abducían y le borraban la memoria y la identidad. Pero la revisión del
álbum de fotografías, el espejo de su cuarto, los papeles de los exámenes médicos,
lo fueron convenciendo. Un rato después había superado el estupor, volvió a
reconocer a su mujer y cayeron ambos en un profundo estado de depresión. ¿Qué
seguiría?, se preguntaron preocupados.
La enfermedad no se detuvo ahí. Rápidamente fue olvidando lo más elemental. La
casa, los árboles del patio -¿qué es un patio?-, las flores, los insectos, los pájaros,
las nubes, la lluvia; que eran el día y la noche. Su esposa tuvo que explicarle
–demasiadas veces para su espíritu cansado- qué eran el sol y la luna y las estrellas,
ante el embeleso o encandilamiento de él. Las noches subsiguientes hizo el amor
siempre por primera vez, torpemente, y cada vez con una mujer distinta: su esposa.
No comprendía por qué a veces ella lloraba.

Su condición empeoró. Hacía tiempo -¿cuánto?- que no se rasuraba, ni se cortaba
las uñas ni el pelo, ni se bañaba ni se vestía por sí mismo. El colmo llegó cuando
olvidó que orinar y defecar tenían un lugar apropiado para hacerlo: el cuarto de baño.
Había perdido, finalmente, su condición humana.
Desahuciado, los médicos, su esposa y sus familiares determinaron internarlo. No
podían hacer más. También ella estaba extenuada, al borde del derrumbe emocional
y sicológico.
Abel, sin entender el porqué de su estancia en ese lugar blanco, el porqué de la
convivencia con esos extraños, el porqué de esa ropa y comida espantosas, terminó
por violentarse.
Sujeto a su camastro con correas, sólo gritar de desesperación le estaba
permitido. En muy poco tiempo, acosado por médicos y enfermeras que le
planteaban exigencias que no podía cumplir, su condición física se vino abajo
estrepitosamente. Si le hubieran permitido verse ante un espejo, se habría
encontrado, efectivamente, ante un extraño. El cuerpo en los puros huesos y un
rostro anguloso de mirada extraviada, oscura y acuosa.

En algún momento de una de esas noches, siempre torturantes, siempre las
mismas, finalmente se venció. Piadosamente, sus pulmones se olvidaron de respirar
y su corazón de latir. Su cuerpo deshabitado, irreconocible, fue entregado a su
esposa, sus escasos familiares y unos contados amigos. Un sacerdote dijo unas
breves palabras en su entierro.

Después del sepelio, se dispersaron rápidamente.
La memoria de sus deudos fue deliberadamente porosa.
Olvidaron pronto hasta el sitio de su tumba.

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