Por no resultar útil a las estrategias de supervivencia evolutiva, la felicidad se ausenta de nuestra memoria. Nuestros ancestros tenían muy, pero que muy presentes, los rastros que dejaban los animales depredadores en bosques, selvas, ríos, estepas, valles, tundras, mares, que amenazaban su preservación como especie. Ahora, nos alejamos de sitios riesgosos para nuestras vidas, como ciertos países, ciudades, barrios, calles, cruceros, del crimen organizado o de la Policía, ahí donde no se la percibe como agente de protección ni de justicia.
La felicidad es elusiva a la conciencia pues no sirve a la preservación. Recuerdo por lo menos, y sólo para ejemplificar, cuatro o cinco libros que me hicieron reírme, carcajearme eufóricamente, de los que difícilmente recuerdo alguna línea. En cambio, tengo frescas en la memoria multitud de citas de libros mucho más solemnes, rara vez risueños, cuya función era exponer la vida cruda y dura de personas o personajes, por lo general desventurados. Pero la enseñanza que se obtiene de este segundo tipo de libros, no es de lo que pretendo escribir ahora, sino de los primeros, los alegres, los divertidos, los desparpajados, los irreverentes, los que te hacen reírte como loco y que, sin embargo, no dejan más recuerdo en ti que el de haber sido feliz por algunas o muchas horas, e incluso días, pero de los que no recuerdas, en ocasiones, ni una línea, por no hablar de trama o argumento.
Comienzo citando El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha, de Cervantes, libro que a mis solitarios y desdichados 15 o 16 años leí
tres veces y media, pero del cual, aunque me botó de la risa, no recuerdo sino
el pasaje del Caballero de la Blanca Luna y algún otro par de frases, la más
famosa, que releí después en alguna revista cultural: "Con la iglesia
hemos topado, Sancho". Mucho más, no recuerdo. Pero dado que lo leí,
completo, en sus dos partes, tres veces y media, debo haberme tardado sus dos
buenas semanas. Supongo que no dejó más huella en mí por las razones citadas en
el primer párrafo, que otra explicación no encuentro.
Otro libro que me produjo similar impacto, esto es, las
desaforadas carcajadas, y que me valió la visita de mi casera cuando más
enfrascado en la lectura estaba, porque sabiendo que estaba sólo, no se
explicaba el motivo de mi escandalosa euforia y temía por mi cordura, fue La
tía Julia y el escribidor, de Vargas Llosa. Hoy no tengo ni idea de qué va,
excepto que recuerdo las visitas o la autoría del protagonista en, supongo,
hilarantes guiones de radionovelas, además del enredo amoroso con la tía.
Uno más de estos volúmenes fue El elogio de la locura, de
Erasmo de Rotterdam, que escuché en audiolibro y me mantuvo unas buenas horas
en la carcajada continua. No recuerdo ni una sola frase o tema que tocara (o
que no tocara), y del que no se pitorreara. Mismo efecto que me produjo la
lectura de La conjura de los necios, de John Kennedy Tole, y las desventuras y
ridículos de Ignatius J. Reily, personaje central de la novela. Recuerdo
particularmente la excelente y comiquísima versión, creo que española, que se
hace del “habla” de un creo que mesero afroamericano o antillano en un bar de
Nueva Orleans.
No menos carcajadas me produjeron las desaforadas aventuras
del pequeño Oskar Matzerath, en El tambor de Hojalata, de Gunter Grass (perdón,
pero no encuentro la diéresis para la u). Aún me río y lloro con El bodegón de
las cebollas, o El tapete de coco, si es que estoy citando bien el título de
este capítulo, que narra su “relación” o intento de, con una enfermera. Para no
hablar de María y los polvos efervescentes.
Si algún otro libro me hizo reír tanto como los citados,
seguro que he olvidado ya hasta los títulos. Es por eso que tal vez no figuran
en esta breve recapitulación. Tampoco es que haya leído tanto. Y menos comedia.
Al principio de este texto, que no tiene mayores pretensiones que formular, sin
el rigor debido, una reflexión derivada de lo particular de esta condición,
mencionando al principio que el humor, la felicidad, la euforia, no rinden
ninguna utilidad al principio primordial de la conservación de la vida.
Condicionados por ello, quizás los lectores comunes y corrientes como yo, que
en mis años de juventud, y aún en los de ahora, leía y leo por el gusto de leer
(y a veces aprender), y no con ánimos de crítica o de investigación académica,
no nos grabamos en la memoria textos que en su momento nos hicieron tan
felices.
Y es que pareciera que esto vale no sólo para la literatura,
sino para la vida entera. Cuando nos “sentimos” felices, cuando lo somos, de
alguna extraña manera nos entregamos tanto al texto o al hecho o al chiste que
“nos ausentamos de nosotros mismos”. Es, verdaderamente, un éxtasis. Una fuga,
un escape, una salida al horror existencial de la vida laboral, familiar,
social, más padecida que gozada, salvo autoengaños o auténticas excepciones.
Insisto y termino en el mismo punto en el que comencé: la felicidad, la
alegría, no colaboran en el propósito principal y último de la vida, que es el
de preservarse.
No quiero generalizar, pero no estoy seguro de si esto que
me pasa a mí les pasa a todos. Si es lo último, quiere decir que no hemos
alcanzado el grado de seguridad y cobertura de necesidades esenciales
suficientes, como para que el propósito de la vida sea otro y no el mismo con
el que inició para el homo sapiens hace 100 o 150 mil años: la preservación de
la especie.
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