sábado, 29 de enero de 2022

Una felicidad elusiva a la memoria


Por no resultar útil a las estrategias de supervivencia evolutiva, la felicidad se ausenta de nuestra memoria. Nuestros ancestros tenían muy, pero que muy presentes, los rastros que dejaban los animales depredadores en bosques, selvas, ríos, estepas, valles, tundras, mares, que amenazaban su preservación como especie. Ahora, nos alejamos de sitios riesgosos para nuestras vidas, como ciertos países, ciudades, barrios, calles, cruceros, del crimen organizado o de la Policía, ahí donde no se la percibe como agente de protección ni de justicia.

La felicidad es elusiva a la conciencia pues no sirve a la preservación. Recuerdo por lo menos, y sólo para ejemplificar, cuatro o cinco libros que me hicieron reírme, carcajearme eufóricamente, de los que difícilmente recuerdo alguna línea. En cambio, tengo frescas en la memoria multitud de citas de libros mucho más solemnes, rara vez risueños, cuya función era exponer la vida cruda y dura de personas o personajes, por lo general desventurados. Pero la enseñanza que se obtiene de este segundo tipo de libros, no es de lo que pretendo escribir ahora, sino de los primeros, los alegres, los divertidos, los desparpajados, los irreverentes, los que te hacen reírte como loco y que, sin embargo, no dejan más recuerdo en ti que el de haber sido feliz por algunas o muchas horas, e incluso días, pero de los que no recuerdas, en ocasiones, ni una línea, por no hablar de trama o argumento.

Comienzo citando El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, libro que a mis solitarios y desdichados 15 o 16 años leí tres veces y media, pero del cual, aunque me botó de la risa, no recuerdo sino el pasaje del Caballero de la Blanca Luna y algún otro par de frases, la más famosa, que releí después en alguna revista cultural: "Con la iglesia hemos topado, Sancho". Mucho más, no recuerdo. Pero dado que lo leí, completo, en sus dos partes, tres veces y media, debo haberme tardado sus dos buenas semanas. Supongo que no dejó más huella en mí por las razones citadas en el primer párrafo, que otra explicación no encuentro.

Otro libro que me produjo similar impacto, esto es, las desaforadas carcajadas, y que me valió la visita de mi casera cuando más enfrascado en la lectura estaba, porque sabiendo que estaba sólo, no se explicaba el motivo de mi escandalosa euforia y temía por mi cordura, fue La tía Julia y el escribidor, de Vargas Llosa. Hoy no tengo ni idea de qué va, excepto que recuerdo las visitas o la autoría del protagonista en, supongo, hilarantes guiones de radionovelas, además del enredo amoroso con la tía.

Uno más de estos volúmenes fue El elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, que escuché en audiolibro y me mantuvo unas buenas horas en la carcajada continua. No recuerdo ni una sola frase o tema que tocara (o que no tocara), y del que no se pitorreara. Mismo efecto que me produjo la lectura de La conjura de los necios, de John Kennedy Tole, y las desventuras y ridículos de Ignatius J. Reily, personaje central de la novela. Recuerdo particularmente la excelente y comiquísima versión, creo que española, que se hace del “habla” de un creo que mesero afroamericano o antillano en un bar de Nueva Orleans.

No menos carcajadas me produjeron las desaforadas aventuras del pequeño Oskar Matzerath, en El tambor de Hojalata, de Gunter Grass (perdón, pero no encuentro la diéresis para la u). Aún me río y lloro con El bodegón de las cebollas, o El tapete de coco, si es que estoy citando bien el título de este capítulo, que narra su “relación” o intento de, con una enfermera. Para no hablar de María y los polvos efervescentes.

Si algún otro libro me hizo reír tanto como los citados, seguro que he olvidado ya hasta los títulos. Es por eso que tal vez no figuran en esta breve recapitulación. Tampoco es que haya leído tanto. Y menos comedia. Al principio de este texto, que no tiene mayores pretensiones que formular, sin el rigor debido, una reflexión derivada de lo particular de esta condición, mencionando al principio que el humor, la felicidad, la euforia, no rinden ninguna utilidad al principio primordial de la conservación de la vida. Condicionados por ello, quizás los lectores comunes y corrientes como yo, que en mis años de juventud, y aún en los de ahora, leía y leo por el gusto de leer (y a veces aprender), y no con ánimos de crítica o de investigación académica, no nos grabamos en la memoria textos que en su momento nos hicieron tan felices.

Y es que pareciera que esto vale no sólo para la literatura, sino para la vida entera. Cuando nos “sentimos” felices, cuando lo somos, de alguna extraña manera nos entregamos tanto al texto o al hecho o al chiste que “nos ausentamos de nosotros mismos”. Es, verdaderamente, un éxtasis. Una fuga, un escape, una salida al horror existencial de la vida laboral, familiar, social, más padecida que gozada, salvo autoengaños o auténticas excepciones. Insisto y termino en el mismo punto en el que comencé: la felicidad, la alegría, no colaboran en el propósito principal y último de la vida, que es el de preservarse.

No quiero generalizar, pero no estoy seguro de si esto que me pasa a mí les pasa a todos. Si es lo último, quiere decir que no hemos alcanzado el grado de seguridad y cobertura de necesidades esenciales suficientes, como para que el propósito de la vida sea otro y no el mismo con el que inició para el homo sapiens hace 100 o 150 mil años: la preservación de la especie.

Disculpen la falta de pretensiones de este texto, pero es que no las tiene, aparte de que ya llevo encima -o adentro- un par de caballitos de tequila. En fin, que como decía El Quijote -o sea, Don Miguel de Cervantes Saavedra-: "Cosas veredes, Sancho amigo". Y espero que este texto no sea -¿o sí?- lo peor del día.

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