sábado, 29 de enero de 2022

¿Ángel, quizás?


De día nunca lo percibí. Sólo por las noches y en las irregularidades mínimas de las arenas de la playa, medio aquiescentes a mi peso y no. Era un adolescente -casi un niño-, que al mirar el firmamento nocturno durante un cierto periodo de tiempo - ¿corto? -, sentía miedo de “caer ascendiendo”, paradójicamente, al cielo estrellado. Sentía ostensiblemente la pérdida de gravidez. No sabía entonces de las cuasi inconmensurables distancias estelares, sino por lo poco que me decían los libros escolares de Primaria. Pero ya la sola idea del “flotar” dentro de nuestra atmósfera, tan alta para el preadolescente que era, me inducía al terror. Así es que, sin que mi hermano ni amigos entendieran porqué, enderezaba casi inmediatamente el torso y permanecía sentado, mientras ellos continuaban recostados admirando las estrellas. “Caer hacia arriba” era una sensación que sentía como posible, como real. Cuando volvíamos, mi hermano y yo, ya tarde a casa, me tendía boca-abajo en la cama y bendecía en silencio el techo que mediaba entre el infinito y yo. Luego crecí, seguí estudiando, ingresé al mundo laboral, gané dinero, tuve mujeres, muchas, me alcoholicé con los nuevos amigos -no conservaba ninguno de mi infancia ni adolescencia-, pero nunca formé familia ni tuve hijos. Probé todas las sustancias alucinógenas habidas y por haber, además del alcohol y el tabaco, convirtiéndoseme este último en adicción. Todas las otras las dejé en uno u otro momento de mi vida.

Ocurrió que, a una década de jubilarme en la oficina, fui despedido. La empresa tenía problemas financieros y realizaron un agresivo recorte de personal, por lo cual me vi afectado. Desmedrado de cuerpo, de baja estatura y peso, nunca estuve habilitado para el trabajo de fuerza o de habilidad manual, fuera de albañil o de carpintero, estaba negado para ello. Y un “contador” con estudios truncos, y a mi edad, 50 años, no iba a ser contratado en otra oficina con facilidad. Y no lo fui. Bolié zapatos, barrí calles, fui almacenista de un taller, pero ahí duré aún menos que en mis otros provisionales empleos. Todos eran provisionales. Cambié de ciudad a ciudad, y, poco a poco, sin darme cuenta, me encontré nuevamente en la costa. Fui pescador de caña por poco tiempo, pero el río estaba muy contaminado y nadie compraba mi mercadería. La consumía yo.

Seguí descendiendo en la escala social, hasta que me encontré, otra vez, en la playa nocturna, sin otro lugar para dormir. El alcohol, la caña más corriente, me ayudó las primeras noches. Pero se me acabó el poco dinero para comprar más. Y sobrio, sabiéndome acabado, encaré, otra vez, como en mis años jóvenes, el alto firmamento azul oscuro. O las estrellas se están alejando cada vez más unas de otras, o mi mala vista sólo me permite ver las más brillantes. Unas cuantas a pesar del cielo despejado. Ya no tengo una inocencia ni un futuro que perder. Veo el espacio infinito sin miedo al frío ni a las distancias. Sólo han pasado unos minutos y ya me siento más ligero. La misma ingravidez que sentí antes, pero sin el temor de antes. No supe en qué momento comencé a elevarme. Quizás fue cuando mi espalda se despegó de las arenas y estas comenzaron a caer al suelo. Ya estoy por salir, creo, de la atmósfera terrestre. Veo, distante, el blanco fosforescente de la luna. No sé que me espera. Libre de la gravedad, quizás, se desorbiten mis ojos. Explotaré tal vez. Pero, en fin, que un pez -si lo sabré yo- no explota sólo porque lo saquen del agua. A la larga, son sus branquias y su incapacidad de tomar el oxígeno del aire lo que lo mata. A mí ya me está matando la falta de tabaco.

No sé qué pasará ahora, pero tampoco importa. En Tierra igualmente moriría algún día. Y ese final no estaba lejos. Cabe la posibilidad, también, que no pase nada y siga, simplemente, ascendiendo y ascendiendo. El destino es lo de menos.


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