martes, 15 de febrero de 2022

Del color de su pasaporte a las propiedades emergentes


Incógnito. Las vidas secretas del cerebro
David Eagleman
(Anagrama, Colección Argumentos)

 Casi todos hemos oído hablar del Proyecto del Genoma Humano, en el que nuestra especie ha descodificado con éxito la secuencia de miles de millones de letras de longitud de nuestro código genético. El proyecto ha sido un hito histórico, saludado con la fanfarria debida.

No todo el mundo se ha enterado de que el proyecto ha sido, en cierto sentido, un fracaso. Una vez hemos secuenciado todo el código, no hemos encontrado las anheladas respuestas acerca de qué genes son exclusivos de la humanidad; lo que hemos descubierto es un enorme libro de recetas para construir las tuercas y tornillos de los organismos biológicos. Hemos averiguado que otros animales poseen esencialmente el mismo genoma que nosotros; ello se debe a que están hechos de las mismas tuercas y tornillos, sólo que con una configuración distinta. El genoma humano no es muy distinto del genoma de la rana, aun cuando los humanos son muy distintos de las ranas. Al menos, los humanos y las ranas parecen bastante distintos al principio. Pero tenga en cuenta que ambos requieren la receta para construir los ojos, el bazo, la piel, los huesos, el corazón, etc. Como resultado, los dos genomas no son tan distintos. Imagine que va a varias fábricas y examina la anchura de longitud de los tornillos utilizados. Le dirán muy poco acerca de la función del producto final, si es una tostadora o un secador de pelo. Pero contienen elementos parecidos configurados en funciones distintas.

El hecho de no haber descubierto lo que pensábamos no es una crítica al Proyecto del Genoma Humano; había que hacerlo como primer paso. Pero es reconocer que sucesivos niveles de reducción están condenados a decirnos muy poco acerca de las cuestiones importantes de los humanos.

Volvamos al ejemplo de la enfermedad de Huntington, en la que un solo gen determina si desarrolla o no una enfermedad, lo que parece un triunfo del reduccionismo. Pero observe que la enfermedad de Huntington es uno de los escasísimos ejemplos que se pueden poner de este tipo de efecto. La reducción de una enfermedad a una sola mutación es extraordinariamente rara: casi todas las enfermedades son poligenéticas, que quiere decir que resultan de sutiles aportaciones de decenas e incluso cientos de genes distintos. Y a medida que la ciencia desarrolla técnicas mejores, descubrimos que no sólo intervienen las regiones que codifican los genes, sino también las zonas intermedias, lo que antes se consideraba el ADN

«basura». Casi todas las enfermedades parecen ser el resultado de una tormenta perfecta de múltiples cambios de poca importancia que se combinan de una manera terriblemente compleja.

Pero la situación es mucho peor que un problema de múltiples genes: las aportaciones del genoma sólo se pueden comprender en el contexto de interacción con el entorno.  Consideremos  la esquizofrenia: hace décadas que los investigadores buscan el gen de la enfermedad. ¿Han encontrado alguno que se corresponda con ella? Seguramente sí. De hecho, cientos. El hecho de que alguien posea uno de esos genes, ¿nos permite predecir quién desarrolla la esquizofrenia de adulto? Apenas. Ni una sola mutación genética predice tanto la esquizofrenia como el color de su pasaporte.

¿Qué tiene que ver el pasaporte con la esquizofrenia? Resulta que la tensión social de ser inmigrante en un nuevo país es uno de los factores fundamentales para padecer esquizofrenia.243 En estudios llevados a cabo en diversos países, los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo. En otras palabras, un nivel inferior de aceptación social por la mayoría se corresponde con una mayor probabilidad de que surja la esquizofrenia. De una manera que en la actualidad todavía no se comprende, parece ser que un repetido rechazo social perturba el funcionamiento normal de los sistemas de la dopamina. Pero ni siquiera estas generalizaciones lo explican todo, porque dentro de un mismo grupo de inmigrantes (pongamos los coreanos de los Estados Unidos), los que se toman peor sus diferencias étnicas es más probable que se vuelvan psicóticos. Y los que se sienten orgullosos y cómodos con su patrimonio cultural son mentalmente más estables.

Puede que esto sorprenda a muchos. ¿La esquizofrenia es genética o no? La respuesta es que la genética influye. Si la genética hace que las tuercas y tornillos tengan una forma un tanto extraña, todo el sistema podría funcionar de una manera inusual cuando lo colocamos en un entorno particular. En otros entornos, puede que la forma de las tuercas y tornillos no importe. Después de todo, cómo acaba siendo una persona depende de muchas más cosas que de las sugerencias moleculares anotadas en el ADN.

¿Recuerda que antes dijimos que si es portador del cromosoma Y tiene un 8,28 % más de probabilidades de cometer un delito violento? Se trata de un dato, pero la cuestión fundamental es: ¿por qué no todos los varones son delincuentes? Es decir, sólo un 1 % de los varones están en la cárcel. ¿Qué ocurre?

La respuesta es que el conocimiento de los genes por sí solo no es suficiente para explicar gran cosa del comportamiento. Consideremos el trabajo de Stephen Suomi, un investigador que cría monos en entornos naturales de la zona rural de Maryland. En ese entorno es capaz de observar el comportamiento social de los monos desde el día de su nacimiento.245 Una de las primeras cosas que observó fue que los monos comienzan a expresar personalidades distintas desde una edad sorprendentemente precoz. Comprobó que casi todo el comportamiento social se desarrollaba, se ponía en práctica y se perfeccionaba durante el curso del juego paritario entre los cuatro y seis meses de edad. Esta observación habría sido interesante en sí misma, pero Suomi fue capaz de combinar las observaciones acerca del comportamiento con análisis regulares de hormonas y metabolitos en la sangre, así como de análisis genéticos.

Lo que descubrió fue que el 20 % de los bebés monos mostraban ansiedad social. Reaccionaban a las situaciones sociales novedosas y un tanto estresantes con un temor y una ansiedad insólitos, y ello tenía que ver con aumentos duraderos de las hormonas de estrés en su sangre.

En el otro lado del espectro social, el 5 % de los bebés mono eran demasiado agresivos. Mostraban un comportamiento impulsivo e inapropiadamente beligerante. Esos monos poseían bajos niveles de un metabolito de la sangre relacionado con la descomposición en la serotonina.

En su investigación, Suomi y su equipo descubrieron que había dos «sabores» de genes distintos (que los genetistas llaman alelos) que uno podía poseer para una proteína que participaba en el transporte de la serotonina:246 llamémoslos forma corta y forma larga. Los monos con la forma corta apenas podían controlar la violencia, mientras que los que tenían la forma larga mostraban un control del comportamiento normal.

Pero resultó que eso tampoco era toda la historia. Cómo se desarrollaba la personalidad de un mono dependía también de su entorno. Había dos maneras de criar un mono: con su madre (entorno bueno) o con otras crías (relaciones de apego inseguras). Los monos con la forma corta acababan siendo del tipo agresivo cuando se criaban con otras crías, pero mejoraban mucho cuando se criaban con sus madres. En el caso de los que tenían la forma larga del gen, el entorno en que se criaban no tenía mucha importancia; en cada caso se adaptaban bien.

Hay al menos dos maneras de interpretar estos resultados. La primera es que el alelo largo es un «gen bueno» que confiere resistencia contra un entorno malo en la infancia (la esquina inferior izquierda de la tabla que aparece en la página siguiente). La segunda es que una buena relación con la madre de algún modo otorga resistencia a aquellos monos que de otro modo resultarían ser el garbanzo negro (esquina superior derecha). Estas dos interpretaciones no se excluyen, y ambas se reducen a la misma importante lección: la combinación de genética y entorno es importante para el producto final.

Gracias al éxito de los estudios con monos, la gente comenzó a estudiar las interacciones de los genes con el entorno en los humanos.247 En 2001, Avshalom Caspi y sus colegas comenzaron a preguntarse si existen genes para la depresión. Cuando emprendieron la búsqueda, descubrieron que la respuesta es «más o menos». Averiguaron que hay genes que predisponen, y si finalmente sufre de depresión depende de los sucesos de su vida.248 Los investigadores hallaron este resultado entrevistando concienzudamente a docenas de personas para averiguar qué importantes sucesos traumáticos habían ocurrido en sus vidas: la pérdida de un ser amado, un accidente de coche grave, y cosas así. También analizaron la genética de cada participante, sobre todo la forma de un gen que interviene en la regulación de los niveles de serotonina en el cerebro. Como la gente lleva dos copias del gen (una por cada progenitor), hay tres combinaciones posibles: corto/corto, corto/largo o largo/ largo. Lo más asombroso fue que la combinación corto/corto predisponía a los participantes a la depresión clínica, pero sólo si experimentaban un número creciente de sucesos desagradables en su vida. Si tenía la suerte de llevar una buena vida, entonces el hecho de ser portador de la combinación corto/corto no hacía que tuvieran más probabilidades que los demás de sufrir una depresión. Pero si tenían la desdicha de enfrentarse a serios contratiempos, incluyendo acontecimientos que quedaban totalmente fuera de su control, entonces tenían el doble de probabilidades de deprimirse que los que portaban la combinación largo/largo.

Un segundo estudio abordó un tema que preocupa profundamente a la sociedad: el hecho de que quienes han sufrido abusos por parte de sus padres tienden también a practicarlos. Es algo que mucha gente cree, ¿pero es cierto? ¿Y tiene algo que ver el tipo de gen que lleva el niño? Lo que llamó la atención de los investigadores fue el hecho de que algunos niños que habían sufrido abusos se volvían violentos de jóvenes, y otros no. Cuando todos los factores evidentes estaban controlados, los datos afirmaban que el abuso infantil, en sí mismo, no predecía cómo acabaría siendo una persona. Pretendiendo comprender la diferencia entre aquellos que perpetúan la violencia y los que no, Caspi y sus colegas descubrieron que un pequeño cambio en la expresión de un gen particular diferenciaba a esos niños.249 Los niños que tenían una baja expresión del gen era más probable que desarrollaran trastornos de conducta y se convirtieran en criminales violentos de adultos. Sin embargo, aumentaba la probabilidad de que ello ocurriera si los niños habían sufrido abusos. Si albergaban las formas «malas» del gen, pero no habían sufrido abusos, era poco probable que los acabaran cometiendo. Y si eran portadores de las formas «buenas», entonces ni siquiera una infancia sometidos a graves maltratos los llevaba a perpetuar ese ciclo de violencia.

Un tercer ejemplo procede de la observación de que fumar cannabis (marihuana) de adolescente aumenta la probabilidad de desarrollar psicosis de adulto. Pero esta relación es cierta para algunas personas, y no para otras. Llegados a este punto, supongo que intuye cuál es mi conclusión: que uno sea susceptible a ello o no depende de la variación genética. Con una combinación de alelos, existe un fuerte vínculo entre el uso del cannabis y la psicosis de adulto; con otra combinación, el vínculo es débil.

De manera parecida, los psicólogos Angela Scarpa y Adrian Raine midieron las diferencias en la función cerebral entre personas a las que   les   habían   diagnosticado   un   trastorno   de   personalidad antisocial, un síndrome caracterizado por una total indiferencia a los sentimientos y derechos de los demás, y que es muy frecuente entre la población criminal. Los investigadores descubrieron que la probabilidad de que se diera el trastorno de personalidad antisocial era mayor cuando las anormalidades cerebrales se combinaban con un historial de experiencias adversas.251 En otras palabras, si tenemos problemas cerebrales pero nos educan en un buen lugar, podemos acabar siendo una persona normal. Si nuestro cerebro está bien pero nuestro hogar es horrible, sigue siendo posible que acabemos siendo personas normales. Pero si padecemos un leve daño cerebral y acabamos teniendo un entorno hogareño malo, tenemos todos los números para acabar con una sinergia muy desafortunada.

Estos ejemplos demuestran que ni la biología sola ni el entorno solo determinan el producto final de la personalidad. Cuando se trata de enfrentar la genética y el ambiente, la respuesta es que casi siempre influyen ambos.

Como hemos visto en el capítulo anterior, uno no elige ni su genética ni el ambiente donde se cría, y mucho menos la interacción de ambos. Heredamos un programa genético y aparecemos en un mundo que no podemos elegir y en el que pasamos nuestros años más formativos. Ésta es la razón por la que la gente acaba teniendo maneras muy distintas de ver el mundo, personalidades diferentes y capacidades de decisión variada. Esto no se elige; es la mano de cartas que nos reparten al nacer. En el capítulo anterior pretendía subrayar la dificultad de asignar la responsabilidad bajo dichas circunstancias. Lo que quiero poner de relieve en este capítulo es el hecho de que la maquinaria que compone quiénes somos no es sencilla, y que la ciencia tampoco está a punto de comprender cómo construir una mente a partir de piezas y partes distintas. Sin duda, la mente y la biología están relacionadas, pero no de la manera que podemos esperar comprender con un enfoque puramente reduccionista.

El reduccionismo es engañoso por dos razones. En primer lugar, como acabamos de ver, la insondable complejidad de las interacciones de los genes y el entorno implica que estamos muy lejos de comprender cómo acabará siendo cualquier individuo, teniendo en cuenta sus experiencias vitales, sus conversaciones, abusos, alegrías, comidas ingeridas, drogas recreativas, medicamentos recetados, pesticidas, experiencia educativa, etc. Es algo demasiado complejo, y probablemente seguirá siéndolo.

En segundo lugar, aun cuando sea cierto que estamos atados a nuestras moléculas, proteínas y neuronas –tal como nos indican sin lugar a dudas las apoplejías, las hormonas, las drogas y los microorganismos–, la lógica no infiere de ello que la mejor manera de describir a los humanos sea como un compuesto de piezas y partes. El reduccionismo extremo de que no somos más que las células de las que estamos compuestos conduce a un callejón sin salida a todo aquel que intente comprender el comportamiento humano. Sólo porque un sistema esté hecho de piezas y partes, y sólo porque esas piezas y partes sean fundamentales para que funcione el sistema, no significa que las piezas y partes constituyan la descripción más correcta.

¿Por qué, pues, para empezar, tuvo tanto éxito el reduccionismo? Para comprenderlo sólo tenemos que examinar sus raíces históricas. En siglos recientes, quienes reflexionaban acerca del mundo contemplaron el desarrollo de la ciencia determinista en forma de las ecuaciones deterministas de Galileo, Newton y otros. Los científicos estiraban resortes, hacían rodar bolas y dejaban caer pesas, y cada vez eran más capaces de predecir con ecuaciones sencillas qué harían los objetos. En el siglo XIX, Pierre-Simon Laplace había propuesto que si uno podía conocer la posición de cada partícula del universo, entonces podía, a base de cálculos, conocer todo el futuro (y resolver las ecuaciones en la otra dirección para conocer todo el pasado). Este éxito histórico constituye el núcleo del reduccionismo, que esencialmente propone que todo lo que es grande se puede comprender descomponiéndolo en piezas cada vez más pequeñas. Desde esta perspectiva, todas las flechas del entendimiento apuntan a los niveles más pequeños: los humanos se pueden comprender en términos biológicos, la biología en el lenguaje de la química, y la química en las ecuaciones de la física atómica. El reduccionismo ha sido el motor de la ciencia desde antes del Renacimiento.

Pero el reduccionismo no es la perspectiva adecuada para todo, y desde luego no explica las relaciones entre el cerebro y la mente. Y ello se debe a un rasgo conocido como la emergencia.253 Cuando juntas un gran número de piezas y partes, la totalidad puede ser a veces más grande que la suma. Ninguna de las piezas metálicas de un avión posee la propiedad de volar, pero cuando se ensamblan de la manera adecuada, el resultado levanta el vuelo. Una fina barra metálica no te servirá de gran cosa si intentas controlar a un jaguar, pero varias colocadas en paralelo poseen la propiedad de la contención. El concepto de las propiedades emergentes significa que se puede introducir algo nuevo que no es inherente a ninguna de las partes.

Pongamos otro ejemplo: imagine que es un urbanista que debe trazar una autopista y necesita comprender el tráfico de su ciudad: dónde tienden a amontonarse los coches, dónde acelera la gente y cuáles son los cruces más peligrosos. No le llevará mucho tiempo darse cuenta de que para comprender todos estos asuntos necesitará un modelo psicológico de los propios conductores. Perdería el trabajo si propusiera estudiar la longitud de las tuercas y la eficacia de combustión de las bujías de los motores. Se trata de un nivel de descripción erróneo para comprender los atascos de tráfico.

 

 

Lo cual no quiere decir que las piezas pequeñas no importen: claro que importan. Como hemos visto en el caso del cerebro, añadir narcóticos, cambiar los niveles de neurotransmisores, o mutar los genes puede alterar de manera radical la esencia de una persona. De manera parecida, si modificamos las tuercas y las bujías, los motores funcionan de manera dispareja, los coches van más lentos o más rápidos, y es posible que otros coches choquen con ellos. Así pues, la conclusión es evidente: aunque el flujo del tráfico depende de la integridad de las partes, no es de ningún modo significativo equivalente a las partes. Si quiere saber por qué Los Simpson es divertido, no conseguirá gran cosa estudiando los transistores y condensadores que hay detrás de su televisión de pantalla de plasma. Puede que consiga distinguir las partes electrónicas en gran detalle y probablemente aprenda algo de electricidad, pero, a la hora de comprender la hilaridad, estará igual que antes. Poder ver Los Simpson depende completamente de la integridad de los transistores, pero las partes en sí mismas no son divertidas. De manera parecida, aunque la mente depende de la integridad de las neuronas, las neuronas no piensan por sí solas.

Y ello nos obliga  a  reconsiderar cómo elaborar una explicación científica del cerebro. Si consiguiéramos determinar toda la física de las neuronas y sus componentes químicos, ¿nos diría eso algo de la mente? Probablemente no. No creo que el cerebro transgreda las leyes de la física, pero eso no significa que las ecuaciones que describen las detalladas interacciones bioquímicas sean el nivel de descripción   correcto.   Tal  como   lo   expresa   el  teórico  de   la complejidad Stuart Kauffman: «Una pareja de enamorados que camina por la orilla del Sena es, en realidad, una pareja de enamorados que camina por la orilla del Sena, no meras partículas en movimiento.»

Una teoría significativa de la biología humana no se puede reducir a química y física, sino que más bien se ha de comprender en su propio vocabulario de la evolución, la competencia, la recompensa, el deseo, la reputación, la avaricia, la amistad, la confianza, el hambre, etc.; de la misma manera que el flujo de tráfico no se comprenderá sólo con el vocabulario de las tuercas y bujías, sino en términos de límites de velocidad, horas punta, violencia vial y gente que quiere llegar a su casa lo antes posible para estar con su familia cuando acaba la jornada laboral.

Hay otra razón por la que las piezas y partes nerviosas no serán suficientes para comprender cabalmente la experiencia humana: su cerebro no es el único jugador biológico que interviene en la partida de determinar quién es. El cerebro mantiene una constante comunicación de ida y vuelta con los sistemas endocrino e inmunológico,  una  comunicación  que  se  podía  considerar  el «sistema nervioso superior». Este sistema nervioso superior es, a su vez, inseparable de los entornos químicos que influyen en su desarrollo, incluyendo la nutrición, la pintura con plomo, los contaminantes en la atmósfera, etc. Y usted forma parte de una compleja red social que cambia su biología con cada interacción, y que sus acciones, a su vez, pueden transformar. Gracias a ello resulta  interesante  contemplar  las  fronteras:  ¿cómo  deberíamos definir el yo? ¿Dónde comienza uno y dónde acaba? La única solución es considerar el cerebro como la concentración más densa de yoidad. Es la cúspide de la montaña, pero no es toda la montaña. Cuando hablamos del «cerebro» y el comportamiento, se trata de una etiqueta abreviada para algo que incluye aportaciones de un sistema sociobiológico mucho más amplio.254 El cerebro no es tanto el asiento de la mente como el centro de la mente.

Así pues, vamos a resumir dónde estamos. Seguir una calle unidireccional hacia lo muy pequeño es el error que cometen los reduccionistas y es la trampa que queremos evitar. Cada vez que vea una afirmación abreviada como «usted es su cerebro», no piense que quiere dar a entender que la neurociencia concebirá el cerebro sólo como una inmensa constelación de átomos o como extensas junglas de neuronas. El futuro de comprender la mente reside, más bien, en descifrar las pautas y la actividad que habitan en lo alto de la sustancia cerebral, pautas dirigidas tanto por maquinaciones internas como por interacciones con el mundo que nos rodea. Los laboratorios de todo el mundo trabajan para averiguar cómo comprender la relación entre la materia física y la experiencia subjetiva, pero estamos lejos de resolver ese problema.

* * * *

A principios de la década de 1950, el filósofo Hans Reichenbach afirmó  que  la  humanidad  estaba  a  punto  de  alcanzar  una explicación completa, científica y objetiva del mundo: una «filosofía científica». Eso fue hace sesenta años. ¿La hemos alcanzado? En todo caso, todavía no.

De hecho, estamos muy lejos. Pero algunos actúan como si la ciencia estuviera a  punto de comprenderlo todo. De hecho, los científicos soportan una gran presión –aplicada por las agencias que otorgan subvenciones y los medios de comunicación por igual– para que finjan que los problemas importantes están a punto de resolverse en cualquier momento. Pero lo cierto es que nos enfrentamos a un campo lleno de interrogantes, y este campo se extiende hasta el infinito.

Lo que hay que pedir es franqueza cuando se exploran estos temas. Como ejemplo, el campo de la mecánica cuántica incluye el concepto de observación: cuando un observador mide la localización de un fotón, eso hace que el estado de una partícula adquiera una posición concreta, mientras que hace un momento había infinidad de estados posibles. ¿Qué es exactamente la observación? ¿Acaso la mente humana interactúa con la materia del universo?256 Se trata de un problema científico totalmente sin resolver, que proporcionará un punto de encuentro crítico entre la física y la neurociencia. Hoy en día casi todos los científicos abordan los dos temas por separado, y la triste verdad es que los investigadores que intentan analizar con más profundidad las relaciones entre ambas a menudo acaban marginados. Muchos científicos se burlan de ello afirmando algo así como: «La mecánica cuántica es misteriosa, y la conciencia es misteriosa; por tanto, deben de ser lo mismo.» Esa actitud desdeñosa es mala para la disciplina. Para hablar con claridad, no estoy afirmando que exista ninguna relación entre la mecánica cuántica y la conciencia. Lo único que digo es que podría haber una conexión, y que un prematuro rechazo no va con el espíritu de la investigación y el progreso científicos. Cuando la gente afirma que la función del cerebro puede explicarse completamente mediante la física clásica, es importante reconocer que eso no es más que una afirmación: es difícil saber, en cualquiera época de la ciencia, qué piezas del puzle estamos pasando por alto.

Como ejemplo, mencionaré lo que denomino la «teoría de la radio» del cerebro. Imagine que es usted un bosquimano del Kalahari y que se topa con una radio de transistores en la arena. Puede que la coja, haga girar los botones y de repente, para su sorpresa, oiga voces brotando de esa extraña cajita. Si es usted curioso y tiene una mente científica, puede que intente averiguar qué ocurre. Puede que levante la tapa trasera y descubra un nido de alambres. Pongamos que ahora comienza un estudio concienzudo y científico de qué provoca las voces. Observa que cada vez que desconecta el cable verde,  las  voces  callan.  Cuando  vuelve  a  conectar  el  cable,  se vuelven a oír las voces. Lo mismo ocurre con el alambre rojo. Si tira del alambre negro las voces se vuelven embrolladas, y si elimina el alambre amarillo el volumen se reduce a un susurro. Lentamente lleva a cabo todo tipo de combinaciones, y llega a una conclusión clara: las voces se basan por completo en la integridad del circuito. Al cambiar el circuito, se deterioran las voces.

Orgulloso de sus nuevos descubrimientos, dedica su vida a desarrollar una ciencia de cómo ciertas configuraciones de cables crean la existencia de voces mágicas. En cierto momento, un joven le pregunta cómo es posible que algunos circuitos de señales eléctricas puedan engendrar música y conversaciones, y usted admite que no lo sabe, pero insiste en que su ciencia está a punto de desentrañar el problema en cualquier momento.

Sus conclusiones se ven limitadas por el hecho de que no sabe absolutamente nada de las ondas de radio ni, en general, de la radiación electromagnética. El hecho de que en ciudades lejanas existan estructuras llamadas repetidores de radio –cuyas señales perturban las ondas invisibles que viajan a la velocidad de la luz– le resulta algo tan ajeno que ni siquiera se le pasaría por la cabeza. No puede saborear las ondas de radio, no puede verlas, no puede olerlas, y no tiene ninguna razón acuciante para ser lo bastante creativo como para ponerse a fantasear acerca de ellas. Y si soñara con ondas invisibles de radio que transportan voces, ¿a  quién podría convencer de su hipótesis? No posee ninguna tecnología para demostrar la existencia de las ondas, y cualquiera le señalará, con razón, que tiene la responsabilidad de convencer a los demás.

 Así, acabaría convirtiéndose en un materialista de la radio. Concluiría que de alguna manera la configuración correcta de cables engendra música clásica y conversación inteligente. No se daría cuenta de que le falta una pieza enorme del puzle.

No estoy afirmando que el cerebro sea como una radio –es decir, que seamos receptáculos que captan señales de otro lugar y que nuestros circuitos nerviosos necesiten estar en el lugar que les corresponde para captarlas–, pero sí digo que podría ser cierto. En nuestra ciencia actual no hay nada que lo desmienta. Con lo poco que sabemos en este momento, debemos conservar conceptos como éste en el gran archivador de las ideas ni aceptadas ni descartadas. Así que incluso aunque pocos científicos diseñen experimentos en torno a hipótesis excéntricas, siempre hay que proponer ideas y manejarlas como posibilidades hasta que las pruebas las confirmen o desmientan.

Los científicos a menudo hablan de parsimonia (como en «la explicación más sencilla es probablemente la correcta», también conocida como la navaja de Occam), pero no deberíamos dejarnos seducir por la aparente elegancia del argumento de la parsimonia; esta línea de razonamiento ha fracasado en el pasado al menos tantas veces como ha triunfado. Por ejemplo, es más parsimonioso suponer que el sol gira alrededor de la Tierra, que los átomos a la escala más pequeña operan según las mismas reglas que siguen los objetos a mayor escala, y que lo que percibimos es lo que hay ahí fuera. Todas estas posiciones fueron defendidas durante mucho tiempo por argumentos derivados de la parsimonia, y todas eran erróneas. En mi opinión, la argumentación de la parsimonia no es ninguna argumentación, y para lo único que sirve es para acallar discusiones más interesantes. Si la historia nos ha de servir de guía, nunca es buena idea suponer que un problema científico está acotado.

En este momento de la historia, la mayor parte de la comunidad neurocientífica suscribe el materialismo y el reduccionismo, y postula el modelo según el cual se nos puede comprender como un conjunto de células, vasos sanguíneos, hormonas, proteínas y fluidos, materiales todos ellos que siguen las leyes básicas de la química y la física. Cada día los neurocientíficos entran en el laboratorio y trabajan con el supuesto de que si comprenden lo suficiente las piezas y partes, comprenderán la totalidad. Este enfoque de descomponerlo todo hasta las mínimas partes es el mismo método que se ha utilizado con éxito en la física, la química y la ingeniería inversa de dispositivos electrónicos.

Pero no tenemos ninguna garantía real de que este enfoque funcione en la neurociencia. El cerebro, con su experiencia privada y subjetiva, no se parece a ninguno de los problemas que hemos abordado hasta ahora. Cualquier neurocientífico que diga que tiene el problema acotado no entiende su complejidad. Tenga en cuenta que todas las generaciones anteriores han actuado bajo el supuesto de que poseían todas las herramientas importantes para comprender el universo, y todas se equivocaban, sin excepción. Imagine que intenta construir una teoría del arco iris antes de comprender la óptica, o intenta comprender  el  rayo  antes  de conocer la electricidad, o abordar la enfermedad de Parkinson antes de descubrir los neurotransmisores. ¿Parece razonable pensar que somos los primeros que han tenido la suerte de nacer en la generación perfecta, una generación que por fin ha alcanzado una ciencia integral? ¿O parece más probable creer que dentro de cien años la gente pensará en nosotros y se preguntará cómo podíamos vivir ignorando lo que ellos saben? Al igual que los ciegos del capítulo 4, no experimentamos ningún enorme agujero negro allí donde nos falta información; lo que ocurre es que no apreciamos que falte nada.257

No estoy diciendo que el materialismo sea incorrecto, ni siquiera que espero que sea incorrecto. Después de todo, incluso un universo materialista sería brutalmente asombroso. Imaginemos por un momento que no somos nada más que el producto de miles de millones de años de moléculas que se juntan a través de la selección natural, que sólo estamos compuestos de autopistas de fluidos y productos químicos que recorren carreteras en el interior de miles de millones de células en movimiento, que millones de conversaciones sinápticas discurren en paralelo, y que esa enorme estructura en forma de huevo de circuitos de un micrón de espesor sigue algoritmos inimaginables en la ciencia moderna, y que esos programas nerviosos dan lugar a nuestra toma de decisiones, amores, deseos miedos y aspiraciones. Para mí, esta descripción sería una experiencia luminosa, mejor que cualquier otra propuesta en ningún texto sagrado. Lo que existe más allá de los límites de la ciencia es una cuestión que tendrán que dilucidar las futuras generaciones; pero si todo se limitara a un estricto materialismo, sería suficiente.

A Arthur C. Clarke le encantaba señalar que cualquier tecnología lo bastante avanzada es indistinguible de la magia. El destronamiento del centro de nosotros mismos no me parece deprimente; me parece mágico. Hemos visto en este libro que todo lo que está contenido en las bolsas biológicas de fluido que llamamos nosotros supera tanto nuestra intuición, nuestra capacidad de pensar en escalas tan amplias de interacción y nuestra introspección, que se lo puede calificar de pleno derecho como «algo que nos supera». La complejidad del sistema que somos es tan inmensa que no se puede distinguir de la tecnología mágica de Clarke. Como suele decirse en broma: si nuestro cerebro fuera lo bastante simple como para que lo entendiéramos, no seríamos lo bastante inteligentes para comprenderlo.

Del mismo modo que el cosmos es más vasto de lo que imaginábamos, nosotros mismos somos más grandes de lo que hemos intuido mediante la introspección. Todavía estamos entendiendo la vastedad del espacio interior. Este cosmos interno, oculto e íntimo impone sus propias metas, sus imperativos y su lógica. Vemos el cerebro como un órgano ajeno y extravagante, sin embargo sus detallados circuitos esculpen el paisaje de nuestras vidas interiores. Qué obra maestra tan desconcertante es el cerebro, y qué suerte tenemos al pertenecer a una generación que posee la tecnología y la voluntad para poder estudiarlo. Es lo más asombroso que hemos descubierto en el universo, y es nosotros.


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