martes, 15 de febrero de 2022

El pasecito

 

No es que como redactor profesional en la oficina de Prensa del Departamento del DF le fuera mal, pero económicamente andaba un poco corto. Cuando Juan Carlos comenzó a trabajar también para los Medeiros, a sus 26 años, su situación mejoró más que notablemente: ganaba el triple y la relación con sus nuevos patrones era de confianza. El clan de los Medeiros se componía del padre, don Manuel, un sesentón dueño de seis bodegas en Tepito llenas de aparatos electrónicos de contrabando procedente de Asia, y de su hijo Joel, de 26 años.

Ninguno de los dos era periodista de carrera, pero el patriarca de los Medeiros utilizaba su “charola” como titular de la fuente de Economía de un diario capitalino como parapeto para encubrir sus actividades ilegales, pero toleradas social y judicialmente. Tan toleradas, que eran pocos los reporteros que se sustraían a la institución del “chayo” o a tramitar algún permiso u obtener la concesión para algún negocio cuyos insumos eran, como los de Medeiros, ilegales en la mayor parte de los casos, debido a que aún no se firmaba el tratado comercial con Estados Unidos y Canadá. Medeiros podría apenas escribir su nombre correctamente, pero entraba y salía de los despachos de los jerarcas de la economía nacional como Pedro por su casa: sin anunciarse. Estaba bien relacionado porque sus “moches” eran siempre generosos. El contrabando, generalizado entre los mismos funcionarios y los reporteros de la fuente, daba para eso y más. Los trailers de Medeiros transitaban libremente hasta las puertas de sus bodegas siempre saturadas de mercancía en Tepito.

Juan Carlos, en su papel de amanuense de Manuel Medeiros, no estaba muy exigido. Eran los Medeiros los que recopilaban por la mañana y al mediodía la información que luego le pasaban a él para que, por las tardes y noche, la redactara. A veces por teléfono y a veces personalmente él mismo tenía que realizar alguna ampliación o corrección de datos. Pero para eso contaba con Joel, hijo único de Medeiros, de su misma edad y con quien congeniaba mejor, que lo llevaba y lo traía en el coche en su papel de chofer y recopilador de información.

En las computadoras de la sala de Prensa de Comunicación Social de la Secretaría de Economía, en el casco histórico de la capital, donde los Medeiros habían establecido su cuartel general, Juan Carlos redactaba las ocho o nueve o 10 notas que luego Joel llevaba en grandes discos flexibles al periódico. Al día siguiente aparecían publicadas, notas y columna, bajo el nombre de Manuel Medeiros.

Gracias a sus dos trabajos, pero sobre todo a su colaboración con los Medeiros, Juan Carlos pudo abandonar la mísera pensión y pagarse un departamento decente al centro-norte de la ciudad. La enorme televisión y el equipo de sonido y el horno de microondas y la cafetera eléctrica y etc., etc., habían salido directa y gratuitamente de las generosas bodegas de su patrón en Tepito.

A detalle, Juan Carlos había entrado –con mucho de inconsciencia- a ese mundo, merced a Beto, su mentor y amigo en el turno matutino en la oficina de prensa del DDF.

Un día cualquiera, Beto le pidió el favor: él ya no podría seguir escribiendo para Medeiros, porque tenía en puerta una serie de reportajes sobre la economía informal a publicarse en un semanario de circulación nacional en que también trabajaba y la investigación a fondo –que a la larga proyectaba convertir en libro- le llevaría por lo menos seis u ocho meses. Tal vez un año. ¿Podría Juan Carlos sustituirlo? Ya tenía cinco años haciendo talacha como reportero para Prensa del DDF.

Juan Carlos tenía sus dudas, pero Beto lo ayudó a superarlas en una plática entre copas en un bar. ¿Tenía las tardes libres? Sí. Por lo tanto, podía perfectamente desplazarse de una oficina a la otra, teniendo además tiempo para comer. ¿Le alcanzaba el dinero que le pagaba la Oficina de Prensa? No. Con los Medeiros triplicaría sus ingresos.  ¿No estaba bien? Pues viéndolo bien, sí, sí estaba bien. De hecho, estaba muy bien. Pero hasta ese momento él solo había hecho boletines oficiales y oficialistas en la Oficina de Prensa. Aun así, le precisó Beto, Juan Carlos estaba familiarizado con el estilo más libre de los diarios nacionales, debido a la obligada lectura diaria de la síntesis informativa que circulaba en la oficina. Iban por la segunda o tercera copa cuando aceptó. Beto también lo puso en antecedentes de quiénes eran los Medeiros y cuáles eran sus actividades. Habían ascendido de la única forma que la sociedad les había permitido. - ¿Quiénes somos tú o yo para juzgarlos?

Su aprensión inicial fue superada rápidamente: los reporteros de la fuente que cubrían el Departamento del Distrito Federal eran prácticamente los mismos que cubrían Prensa de la Secretaría de Economía. -¿Quiúbole, Maestrito, cómo estás?, ¿qué traes de bueno? -, lo saludaban, lo abordaban los otros reporteros, en su mayoría de más edad, cuando llegaba a alguna de sus fuentes informativas. Los que compartían su juventud lo llamaban simplemente Juan Carlos. También él correspondía llamándolos por sus nombres de pila.

Los Medeiros le hicieron una observación con tintes de advertencia: -Recuerda que la información que manejamos nosotros en la tarde es exclusiva-, le dijeron. –Aquí no eres un redactor del DDF, aquí trabajas para nosotros-. Había notas que controlaban la mayoría de los reporteros, las había que sólo manejaban unos cuantos, y había tundeteclas que, de vez en cuando, lograban ganarse una exclusiva.

Él aprendió a reservarse información que recababa por las mañanas y que publicaba, al día siguiente y en exclusiva, en el diario para el que trabajaban los Medeiros.  Su tren de trabajo era tan agitado –mañana, tarde y noche- que, cuando llegaba su depa, a veces muy tarde, caía casi muerto sobre su cama. Compraba libros que no tenía tiempo de leer, discos que nunca escuchaba. Su alimentación y vestimenta, esas sí, mejoraron bastante.

Los Medeiros se relacionaban con él de un modo medio brusco y medio juguetón al que pronto se acostumbró. En fin, habían nacido y crecido en Tepito…

Pero ellos lo escuchaban hablar con otros periodistas –sobre todo los más jóvenes- de novedades editoriales, de autores, de películas de cineteca, de exposiciones, y lo tenían catalogado como por lo menos dos rayitas por arriba de ellos en cultura. Pero en lo económico, bastaba ver la mansión de los Medeiros en San Ángel para darse cuenta de lo que habían escalado social y económicamente en pocos y recientes años.

Al parecer, estaban contentos con él y eran generosos. Pasaban a recogerlo a la oficina y, en lugar de sus acostumbradas cocinas económicas, se iban al Bebeto’s, un resturant-bar nada familiar frecuentado por burócratas y periodistas, dado que estaba a sólo tres cuadras de la oficina, aún dentro del Centro Histórico y donde por dos o tres cubas les servían de botana una sopa, arroz, el guiso del día y hasta postre. Comían, bebían, hacían chistes, y entre todos comentaban la información que llevaban, los posibles enfoques, las informaciones pendientes, los seguimientos...

En otras mesas, funcionarios o reporteros se daban sus “pericazos” sin inhibición alguna. A los funcionarios, a veces, les salía gratis: producto de los decomisos que realizaban las fuerzas armadas. A los periodistas y otros clientes que no eran del medio, la coca se las proveían los meseros del Bebeto’s a muy altos precios, pero su nivel de vida se los permitía. Juan Carlos comprendió entonces por qué el lugar era tan generoso con sus clientes y, sobre todo, por qué era tan rentable.

No fue sino hasta la tercera o cuarta vez que visitaron el bar, que Medeiros se franqueó ante él: le hizo una seña al mesero –incomprensible para Juan Carlos-, que dos minutos después llegó con el “perico”, un espejito rectangular -para formar las líneas- y un par de popotillos para aspirar la coca. Medeiros, el padre, se valía de una de sus múltiples tarjetas de crédito para formar las líneas.

El servicio era completo.

 –¿Gustas?-, le preguntó a Juan Carlos, ofreciéndole el segundo popotillo, mientras él se inclinaba a aspirar la primera línea, enderezando luego el cuerpo y echando la cabeza hacia atrás con un largo “aaah” de satisfacción. Repitió la operación tres veces. -No, Gracias-, contestó Juan Carlos. -Lo mío es el cigarro-, dijo al tiempo que daba un par de caladas y un trago de su cuba. El propio Beto le había anticipado que Medeiros era “coco", pero no fue sino hasta entonces que lo corroboró. Joel no consumía, nunca. Se limitaba a desviar la mirada, o tararear en la mesa con los dedos de la mano, o a tomarse un trago mientras su padre se daba sus pases. Juan Carlos no notaba ningún cambio externo significativo en la conducta de Medeiros luego del pericazo y, como ya estaba advertido, ni se sorprendió ni se alarmó del hecho. Después, se iban a la oficina a escribir la información recabada por él y Medeiros Jr. Juan Carlos departía animadamente con otros colegas periodistas de su edad.

Una tarde de información muy floja –la visita de un alto funcionario gringo, sin mayor relieve, una leve alza inflacionaria y la sustitución de un subsecretario de uno de los tantos departamentos que había-, Juan Carlos se excedió en las copas –y en el tiempo- a la hora de la comida. Seis notitas cajoneras no representarían ningún problema. Juan Carlos no lo había notado hasta entonces, pero Medeiros bebía y bebía y no se le notaba el “pedo”. En ese momento, él ya estaba trastabillante; lo notó cuando fue al baño.

-Ya estoy pedo, Medeiros. No sé si podré escribir- dijo entre risas despreocupadas, inadecuadas a la situación.

-Con esto te lo cortas, pendejo-, le dijo su jefe acercándole el espejito con tres líneas ya formadas y un popotillo. –Órale güey, que no tenemos toda la tarde-, lo urgió Medeiros. ¿Cuánto dudó en aceptar Juan Carlos?, ¿cuándo se había negado él a las experiencias nuevas? No tenía a quién, ni necesitaba rendirle cuentas a nadie de sus acciones. Tenía 26 años y no era nada asustadizo. Y además estaba lo suficientemente ebrio como para atreverse. Tomó el popotillo y con una torpe falta de tino logró aspirar una primera línea. -¿Ya? No siento nada-, dijo. –Estás muy pedo. Chíngate las otras dos-, le respondió Medeiros. Si aspiró un gramo o poco más, era algo que Juan Carlos no sabría calcular. La sorprendente cuestión es que a los 10 minutos estaba completamente lúcido y girito, girito, como gallo de pelea. –Me cortó el pedo esta madre, güey-, dijo sorprendido a Medeiros -¿Por qué crees que a mí nunca se me nota, pendejo?-, le contestó Medeiros riéndose. 15 minutos después estaban ya en la oficina de Prensa.

Juan Carlos sintió que escribió igual que siempre, aunque si bien es cierto un poco más lento: le llevó alrededor de hora y media escribir sus seis notitas y la columna, que los Medeiros llevaron apresuradamente al diario, tras despedirse de él. Como al día siguiente descansaba en su trabajo de la mañana, Juan Carlos decidió esa noche continuar la peda por su cuenta. Al mediodía siguiente despertó con una cruda salvaje, la boca seca como el yeso y un dolor que hacía de su cabeza un puzzle. Se bañó, se vistió y salió en busca de una fonda donde comerse un menudo. Después se fue a un barcito a tomarse un par de “milagrosas” para la cruda. Nomás dos.

A las tres de la tarde se encontró con los Medeiros en su cuartel de la oficina de Prensa en la Secretaría de Economía. El patriarca lo veía con curiosidad. -¿Cómo te sientes?-, preguntó. –Ya mejor-, contestó Juan Carlos. –Es que anoche me seguí con la peda y amanecí con una cruda y un dolor de cabeza horribles…-. Medeiros se carcajeó. Y a renglón seguido le pasó la síntesis informativa diaria que la institución encargada de regular la economía nacional ponía a disposición de los reporteros. Por automatismo, Juan Carlos buscó las notas firmadas por Medeiros, es decir, las escritas por él, y comenzó a leer.

A medida que avanzaba en la lectura, que terminaba una nota y leía otra, una desagradable sorpresa se plasmó en su rostro. Aunque sabía que él las había escrito, quizás una íntima vergüenza, algo del inconsciente, lo llevó a formular, indignadamente, la pregunta: -¿Quién escribió estas porquerías?-, dijo alzando el rostro para mirar inquisitivamente a los Medeiros. -¡Tú, tú las escribiste!-, respondieron a dúo y se rieron.

-Nos pusieron una cagotiza por tu culpa. Entregamos tarde y no tuvieron tiempo de corregir ni revolcar la información. La metieron como iba.

En donde debió entrar por el qué, la “punta” de su entrada comenzaba por el cuándo. Donde debió entrar por el cómo, entró por el por qué. Donde debió entrar por el quién, le había entrado por el para qué. Cuando el segundo párrafo debía ser de apoyo a la entrada, comenzaba con el nombre del funcionario que sustituía al depuesto. Eso por lo que tocaba al enfoque y desarrollo de las notas, ¡Pero la sintaxis, por Dios, era un desmadre! El enredijo de una sopa de fideos tenía más coherencia que las notas que revisaba. Inconcordancias de número y de género, colectivos conjugados en plural, acentos mal puestos o ausentes, articulación innecesaria, en fin, un absoluto desastre, sin hablar de los dedazos. Ya superada la cruda, retomado su trabajo de acopio y redacción de la información, reflexionó unos diez minutos sobre lo que había pasado el día anterior. La conclusión era obvia.

-¿Pa’ qué me diste esa chingadera?-, recriminó a Medeiros padre.

-Pues pa’ qué te empedas, pendejo-, le contestó el otro.

Por lo menos una conclusión en claro sacó Juan Carlos del “pasecito” que se había dado el día anterior: la sensación de “lucidez” que le produjo la droga –que otro efecto no le hizo-  había sido más falsa que el cielo azul pintado en uno de los murales del Bebeto’s, a juzgar por la desmadrada redacción de sus notas. El efecto era tan obvio que no cabía negarlo. Santo remedio: esa fue su primera y última vez con las drogas fuertes. Medeiros no volvió a ofrecerle. Y, como fuera, en ningún caso los Medeiros se habían portado mal con él. Por el contrario, mucho había mejorado en lo económico y madurado profesionalmente con ellos. Pero desde entonces, la única Coca que Juan Carlos se permitía era la embotellada.

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