No es que como redactor profesional
en la oficina de Prensa del Departamento del DF le fuera mal, pero
económicamente andaba un poco corto. Cuando Juan Carlos comenzó a trabajar
también para los Medeiros, a sus 26 años, su situación mejoró más que notablemente:
ganaba el triple y la relación con sus nuevos patrones era de confianza. El
clan de los Medeiros se componía del padre, don Manuel, un sesentón dueño de
seis bodegas en Tepito llenas de aparatos electrónicos de contrabando
procedente de Asia, y de su hijo Joel, de 26 años.
Ninguno de los dos era periodista de carrera, pero el patriarca de los Medeiros utilizaba su “charola” como titular de la fuente de Economía de un diario capitalino como parapeto para encubrir sus actividades ilegales, pero toleradas social y judicialmente. Tan toleradas, que eran pocos los reporteros que se sustraían a la institución del “chayo” o a tramitar algún permiso u obtener la concesión para algún negocio cuyos insumos eran, como los de Medeiros, ilegales en la mayor parte de los casos, debido a que aún no se firmaba el tratado comercial con Estados Unidos y Canadá. Medeiros podría apenas escribir su nombre correctamente, pero entraba y salía de los despachos de los jerarcas de la economía nacional como Pedro por su casa: sin anunciarse. Estaba bien relacionado porque sus “moches” eran siempre generosos. El contrabando, generalizado entre los mismos funcionarios y los reporteros de la fuente, daba para eso y más. Los trailers de Medeiros transitaban libremente hasta las puertas de sus bodegas siempre saturadas de mercancía en Tepito.
Juan Carlos, en su papel de
amanuense de Manuel Medeiros, no estaba muy exigido. Eran los Medeiros los que
recopilaban por la mañana y al mediodía la información que luego le pasaban a
él para que, por las tardes y noche, la redactara. A veces por teléfono y a
veces personalmente él mismo tenía que realizar alguna ampliación o corrección
de datos. Pero para eso contaba con Joel, hijo único de Medeiros, de su misma
edad y con quien congeniaba mejor, que lo llevaba y lo traía en el coche en su
papel de chofer y recopilador de información.
En las computadoras de la sala de
Prensa de Comunicación Social de la Secretaría de Economía, en el casco
histórico de la capital, donde los Medeiros habían establecido su cuartel
general, Juan Carlos redactaba las ocho o nueve o 10 notas que luego Joel
llevaba en grandes discos flexibles al periódico. Al día siguiente aparecían
publicadas, notas y columna, bajo el nombre de Manuel Medeiros.
Gracias a sus dos trabajos, pero
sobre todo a su colaboración con los Medeiros, Juan Carlos pudo abandonar la
mísera pensión y pagarse un departamento decente al centro-norte de la ciudad.
La enorme televisión y el equipo de sonido y el horno de microondas y la
cafetera eléctrica y etc., etc., habían salido directa y gratuitamente de las generosas
bodegas de su patrón en Tepito.
A detalle, Juan Carlos había
entrado –con mucho de inconsciencia- a ese mundo, merced a Beto, su mentor y
amigo en el turno matutino en la oficina de prensa del DDF.
Un día cualquiera, Beto le pidió el
favor: él ya no podría seguir escribiendo para Medeiros, porque tenía en puerta
una serie de reportajes sobre la economía informal a publicarse en un semanario
de circulación nacional en que también trabajaba y la investigación a fondo
–que a la larga proyectaba convertir en libro- le llevaría por lo menos seis u
ocho meses. Tal vez un año. ¿Podría Juan Carlos sustituirlo? Ya tenía cinco
años haciendo talacha como reportero para Prensa del DDF.
Juan Carlos tenía sus dudas, pero
Beto lo ayudó a superarlas en una plática entre copas en un bar. ¿Tenía las
tardes libres? Sí. Por lo tanto, podía perfectamente desplazarse de una oficina
a la otra, teniendo además tiempo para comer. ¿Le alcanzaba el dinero que le
pagaba la Oficina de Prensa? No. Con los Medeiros triplicaría sus
ingresos. ¿No estaba bien? Pues viéndolo
bien, sí, sí estaba bien. De hecho, estaba muy bien. Pero hasta ese momento él
solo había hecho boletines oficiales y oficialistas en la Oficina de Prensa.
Aun así, le precisó Beto, Juan Carlos estaba familiarizado con el estilo más
libre de los diarios nacionales, debido a la obligada lectura diaria de la
síntesis informativa que circulaba en la oficina. Iban por la segunda o tercera
copa cuando aceptó. Beto también lo puso en antecedentes de quiénes eran los Medeiros
y cuáles eran sus actividades. Habían ascendido de la única forma que la
sociedad les había permitido. - ¿Quiénes somos tú o yo para juzgarlos?
Su aprensión inicial fue superada
rápidamente: los reporteros de la fuente que cubrían el Departamento del Distrito
Federal eran prácticamente los mismos que cubrían Prensa de la Secretaría de
Economía. -¿Quiúbole, Maestrito, cómo estás?, ¿qué traes de bueno? -, lo
saludaban, lo abordaban los otros reporteros, en su mayoría de más edad, cuando
llegaba a alguna de sus fuentes informativas. Los que compartían su juventud lo
llamaban simplemente Juan Carlos. También él correspondía llamándolos por sus
nombres de pila.
Los Medeiros le hicieron una
observación con tintes de advertencia: -Recuerda que la información que
manejamos nosotros en la tarde es exclusiva-, le dijeron. –Aquí no eres un
redactor del DDF, aquí trabajas para nosotros-. Había notas que controlaban la
mayoría de los reporteros, las había que sólo manejaban unos cuantos, y había
tundeteclas que, de vez en cuando, lograban ganarse una exclusiva.
Él aprendió a reservarse
información que recababa por las mañanas y que publicaba, al día siguiente y en
exclusiva, en el diario para el que trabajaban los Medeiros. Su tren de trabajo era tan agitado –mañana,
tarde y noche- que, cuando llegaba su depa, a veces muy tarde, caía casi muerto
sobre su cama. Compraba libros que no tenía tiempo de leer, discos que nunca
escuchaba. Su alimentación y vestimenta, esas sí, mejoraron bastante.
Los Medeiros se relacionaban con él
de un modo medio brusco y medio juguetón al que pronto se acostumbró. En fin,
habían nacido y crecido en Tepito…
Pero ellos lo escuchaban hablar con
otros periodistas –sobre todo los más jóvenes- de novedades editoriales, de
autores, de películas de cineteca, de exposiciones, y lo tenían catalogado como
por lo menos dos rayitas por arriba de ellos en cultura. Pero en lo económico,
bastaba ver la mansión de los Medeiros en San Ángel para darse cuenta de lo que
habían escalado social y económicamente en pocos y recientes años.
Al parecer, estaban contentos con
él y eran generosos. Pasaban a recogerlo a la oficina y, en lugar de sus
acostumbradas cocinas económicas, se iban al Bebeto’s, un resturant-bar nada
familiar frecuentado por burócratas y periodistas, dado que estaba a sólo tres
cuadras de la oficina, aún dentro del Centro Histórico y donde por dos o tres
cubas les servían de botana una sopa, arroz, el guiso del día y hasta postre.
Comían, bebían, hacían chistes, y entre todos comentaban la información que
llevaban, los posibles enfoques, las informaciones pendientes, los
seguimientos...
En otras mesas, funcionarios o
reporteros se daban sus “pericazos” sin inhibición alguna. A los funcionarios,
a veces, les salía gratis: producto de los decomisos que realizaban las fuerzas
armadas. A los periodistas y otros clientes que no eran del medio, la coca se
las proveían los meseros del Bebeto’s a muy altos precios, pero su nivel de
vida se los permitía. Juan Carlos comprendió entonces por qué el lugar era tan
generoso con sus clientes y, sobre todo, por qué era tan rentable.
No fue sino hasta la tercera o
cuarta vez que visitaron el bar, que Medeiros se franqueó ante él: le hizo una
seña al mesero –incomprensible para Juan Carlos-, que dos minutos después llegó
con el “perico”, un espejito rectangular -para formar las líneas- y un par de
popotillos para aspirar la coca. Medeiros, el padre, se valía de una de sus
múltiples tarjetas de crédito para formar las líneas.
El servicio era completo.
–¿Gustas?-, le preguntó a Juan Carlos,
ofreciéndole el segundo popotillo, mientras él se inclinaba a aspirar la
primera línea, enderezando luego el cuerpo y echando la cabeza hacia atrás con
un largo “aaah” de satisfacción. Repitió la operación tres veces. -No, Gracias-,
contestó Juan Carlos. -Lo mío es el cigarro-, dijo al tiempo que daba un par de
caladas y un trago de su cuba. El propio Beto le había anticipado que Medeiros
era “coco", pero no fue sino hasta entonces que lo corroboró. Joel no
consumía, nunca. Se limitaba a desviar la mirada, o tararear en la mesa con los
dedos de la mano, o a tomarse un trago mientras su padre se daba sus pases.
Juan Carlos no notaba ningún cambio externo significativo en la conducta de
Medeiros luego del pericazo y, como ya estaba advertido, ni se sorprendió ni se
alarmó del hecho. Después, se iban a la oficina a escribir la información
recabada por él y Medeiros Jr. Juan Carlos departía animadamente con otros
colegas periodistas de su edad.
Una tarde de información muy floja
–la visita de un alto funcionario gringo, sin mayor relieve, una leve alza
inflacionaria y la sustitución de un subsecretario de uno de los tantos
departamentos que había-, Juan Carlos se excedió en las copas –y en el tiempo-
a la hora de la comida. Seis notitas cajoneras no representarían ningún
problema. Juan Carlos no lo había notado hasta entonces, pero Medeiros bebía y
bebía y no se le notaba el “pedo”. En ese momento, él ya estaba trastabillante;
lo notó cuando fue al baño.
-Ya estoy pedo, Medeiros. No sé si
podré escribir- dijo entre risas despreocupadas, inadecuadas a la situación.
-Con esto te lo cortas, pendejo-,
le dijo su jefe acercándole el espejito con tres líneas ya formadas y un
popotillo. –Órale güey, que no tenemos toda la tarde-, lo urgió Medeiros. ¿Cuánto
dudó en aceptar Juan Carlos?, ¿cuándo se había negado él a las experiencias
nuevas? No tenía a quién, ni necesitaba rendirle cuentas a nadie de sus
acciones. Tenía 26 años y no era nada asustadizo. Y además estaba lo
suficientemente ebrio como para atreverse. Tomó el popotillo y con una torpe
falta de tino logró aspirar una primera línea. -¿Ya? No siento nada-, dijo.
–Estás muy pedo. Chíngate las otras dos-, le respondió Medeiros. Si aspiró un
gramo o poco más, era algo que Juan Carlos no sabría calcular. La sorprendente
cuestión es que a los 10 minutos estaba completamente lúcido y girito, girito,
como gallo de pelea. –Me cortó el pedo esta madre, güey-, dijo sorprendido a
Medeiros -¿Por qué crees que a mí nunca se me nota, pendejo?-, le contestó Medeiros
riéndose. 15 minutos después estaban ya en la oficina de Prensa.
Juan Carlos sintió que escribió
igual que siempre, aunque si bien es cierto un poco más lento: le llevó
alrededor de hora y media escribir sus seis notitas y la columna, que los
Medeiros llevaron apresuradamente al diario, tras despedirse de él. Como al día
siguiente descansaba en su trabajo de la mañana, Juan Carlos decidió esa noche
continuar la peda por su cuenta. Al mediodía siguiente despertó con una cruda
salvaje, la boca seca como el yeso y un dolor que hacía de su cabeza un puzzle.
Se bañó, se vistió y salió en busca de una fonda donde comerse un menudo.
Después se fue a un barcito a tomarse un par de “milagrosas” para la cruda.
Nomás dos.
A las tres de la tarde se encontró
con los Medeiros en su cuartel de la oficina de Prensa en la Secretaría de
Economía. El patriarca lo veía con curiosidad. -¿Cómo te sientes?-, preguntó.
–Ya mejor-, contestó Juan Carlos. –Es que anoche me seguí con la peda y amanecí
con una cruda y un dolor de cabeza horribles…-. Medeiros se carcajeó. Y a
renglón seguido le pasó la síntesis informativa diaria que la institución
encargada de regular la economía nacional ponía a disposición de los
reporteros. Por automatismo, Juan Carlos buscó las notas firmadas por Medeiros,
es decir, las escritas por él, y comenzó a leer.
A medida que avanzaba en la
lectura, que terminaba una nota y leía otra, una desagradable sorpresa se
plasmó en su rostro. Aunque sabía que él las había escrito, quizás una íntima
vergüenza, algo del inconsciente, lo llevó a formular, indignadamente, la
pregunta: -¿Quién escribió estas porquerías?-, dijo alzando el rostro para
mirar inquisitivamente a los Medeiros. -¡Tú, tú las escribiste!-, respondieron
a dúo y se rieron.
-Nos pusieron una cagotiza por tu
culpa. Entregamos tarde y no tuvieron tiempo de corregir ni revolcar la
información. La metieron como iba.
En donde debió entrar por el qué,
la “punta” de su entrada comenzaba por el cuándo. Donde debió entrar por el
cómo, entró por el por qué. Donde debió entrar por el quién, le había entrado
por el para qué. Cuando el segundo párrafo debía ser de apoyo a la entrada,
comenzaba con el nombre del funcionario que sustituía al depuesto. Eso por lo
que tocaba al enfoque y desarrollo de las notas, ¡Pero la sintaxis, por Dios,
era un desmadre! El enredijo de una sopa de fideos tenía más coherencia que las
notas que revisaba. Inconcordancias de número y de género, colectivos
conjugados en plural, acentos mal puestos o ausentes, articulación innecesaria,
en fin, un absoluto desastre, sin hablar de los dedazos. Ya superada la cruda,
retomado su trabajo de acopio y redacción de la información, reflexionó unos
diez minutos sobre lo que había pasado el día anterior. La conclusión era
obvia.
-¿Pa’ qué me diste esa
chingadera?-, recriminó a Medeiros padre.
-Pues pa’ qué te empedas, pendejo-,
le contestó el otro.
Por lo menos una conclusión en
claro sacó Juan Carlos del “pasecito” que se había dado el día anterior: la
sensación de “lucidez” que le produjo la droga –que otro efecto no le
hizo- había sido más falsa que el cielo
azul pintado en uno de los murales del Bebeto’s, a juzgar por la desmadrada
redacción de sus notas. El efecto era tan obvio que no cabía negarlo. Santo remedio:
esa fue su primera y última vez con las drogas fuertes. Medeiros no volvió a
ofrecerle. Y, como fuera, en ningún caso los Medeiros se habían portado mal con
él. Por el contrario, mucho había mejorado en lo económico y madurado
profesionalmente con ellos. Pero desde entonces, la única Coca que Juan Carlos
se permitía era la embotellada.
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