Fragmento: Silenciados
Yo no tenía dinero, pero no dejaba
de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca
del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una
locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si
había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca,
demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran
Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y
las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía,
me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener
la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de
unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el
sordo si quería continuar oyendo.
La noche antes de la excursión me
quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los
años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me
preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no
fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a
comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o
decir nada.
Y tampoco se remontaba a mi
llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo
no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos
los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de
proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya
decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo
que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en
que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río
Columbia. Era verano...
... yo tengo unos diez años y
estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los
bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y
avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una
carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.
Observo el coche que trepa por la
ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue
avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en
todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren
la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí,
reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son
turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado.
Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al
poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a
la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros
son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo
dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y Papá dice que lo hizo
con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera
preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos
alerta la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que
deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario,
por puro despecho.
En seguida se abren las puertas
del coche y bajan tres personas, dos del asiento delantero y una del trasero.
Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que
van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento
trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos y un vestido tan
rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los
matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y
sudorosos.
El primero se detiene y echa un
vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero.
Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el
pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.
—¿Han visto algo parecido en su
vida? ¿Lo han visto? Voto a... ¿habían visto jamás algo así?
Se quita el sombrero y se seca
con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado,
como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo
mechoncito de fibroso pelo.
—¿Comprenden que haya gente que
quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?
Habla muy alto, pues no está
acostumbrado al rumor de la cascada.
John está a su lado, luce un
poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del
salmón que yo estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y
le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una
libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro
jardincito, los vestidos rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados
por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando
vuelta hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda
mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros
de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta
nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el
pescado.
—¿Dónde crees que estarán sus padres? —pregunta John—. ¿En la
cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar
de ello con el hombre, ya que estamos aquí.
—Por mi parte, no pienso entrar
en esa covacha —dice el gordo.
—Esa covacha —replica John a
través de su bigote— es la morada del Jefe, Brickenridge, el hombre con quien
hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes.
—¿A negociar? Yo no, no es mi
trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar.
Ello provoca una carcajada de
John.
—Sí, tienes razón. Pero alguien
debería informarles de los planes del gobierno.
—Pronto lo sabrán, si no se han
enterado ya.
—No nos costaría nada entrar y
hablar con él.
—¿En esa chabola? Vamos, te apuesto
lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas
de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará
calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno.
Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente
quemado.
Se ríe y se frota suavemente la
cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea,
escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que Papá
construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y
abanicándose con el sombrero.
Lo que acaba de decir va
haciéndome montar en cólera cuanto más pienso en ello. Él y John siguen
charlando de nuestra casa y del poblado y de la propiedad y de su valor, y
empiezo a creer que dicen estas cosas en mi presencia porque no saben que hablo
inglés. Probablemente son de algún lugar del Este, donde la gente lo ignora
todo de los indios, excepto lo poco que han visto en las películas. Pienso que
se avergonzarán mucho cuando descubran que comprendo lo que están diciendo.
Les dejo hacer un par de
comentarios más sobre el calor y la casa; luego me levanto y le digo al gordo,
en mi mejor inglés de colegial, que seguramente nuestra casa
de barro es
más fresca que
cualquier casa de la ciudad, ¡muchísimo más fresca!
—Lo que es seguro es que es más
fresca que mi escuela ¡y también es más fresca que el cine de Los Rápidos con
su anuncio con letras en forma de témpanos que dice «Refrigerado»!
Y estoy a punto de decirles que,
si quieren entrar, iré a buscar a Papá a la cascada, cuando advierto que no
parecen haber oído ni una palabra. Ni siquiera me han mirado. El gordo sigue
columpiándose, con la mirada fija en las rocas de lava donde los hombres se han
apostado junto al entarimado en espera de que caiga algún pez, meras sombras
con camisas a cuadros en medio de la llovizna, vistos desde esta distancia. De
vez en cuando, uno extiende un brazo y se adelanta como un espadachín, y luego
levanta su arpón de tridente para que uno de los que están situados en la
tarima, sobre su cabeza, coja el escurridizo salmón. El gordo contempla a los
hombres, apostados en sus lugares bajo la cortina de agua de más de diez metros
de altura, y parpadea y gruñe cada vez que uno se inclina para ensartar un
salmón.
Los otros dos, John y la mujer,
siguen de pie. Ninguno de los tres parece haber oído ni una palabra de lo que
acabo de decirles; los tres me esquivan con la mirada, como si prefirieran que
no estuviera allí.
Todo se detiene y se queda así,
inmóvil, durante un minuto.
Tengo la curiosa sensación de que
el sol brilla con más fuerza sobre las tres personas. Todo lo demás parece
conservar el aspecto habitual: los pollos hurgando entre la hierba que crece
sobre las chozas de adobe, los saltamontes revoloteando de matorral, en
matorral, las moscas que forman negras nubes en torno a las sartas de pescado
colgado al sol, cuando las espantan los pequeños blandiendo ramas de salvia,
todo está igual que en cualquier día de verano. Excepto que, de pronto, el sol
que luce sobre esos tres extraños ha adquirido un resplandor mucho más intenso
de lo habitual y puedo ver... las costuras que unen sus cuerpos. Y casi veo
cómo el aparato que llevan dentro coge las palabras que acabo de decir e
intenta colocarlas aquí y allá, en este y aquel lugar, y cuando descubre que
las palabras no encajan en ningún lugar apropiado, la máquina las elimina como
si no hubieran sido pronunciadas.
Los tres están inmóviles mientras
ocurre todo esto. Hasta el columpio se ha parado; el sol lo ha dejado clavado
en posición inclinada, con el hombre regordete pegado encima como una muñeca de
goma. Entonces la gallina pintada de Papá se despierta en la copa del enebro,
advierte que hay extraños en el lugar, comienza a ladrarles como un perro, y se
rompe el hechizo.
El gordo chilla, salta del
columpio y retrocede de costado, mientras se protege los ojos del sol con el
sombrero e intenta descubrir qué es eso que arma tanto alboroto en el enebro.
Cuando comprueba que sólo es una gallina pintada, escupe en el suelo y vuelve a
ponerse el sombrero.
—La verdad —dice—, creo que
cualquier oferta que hagamos por esta... metrópolis, será más que suficiente.
—Es posible. Pero sigo opinando
que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe.
La mujer le interrumpe y da un enérgico paso
adelante.
—No.
Es la primera palabra que
pronuncia.
—No —repite en un tono que me
recuerda a la Gran Enfermera.
Levanta las cejas e inspecciona
el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora: está
observando los trajes de Mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y
mueve la cabeza en señal de asentimiento.
—No. Hoy no hablaremos con el
Jefe. Aún no. Creo que... por una vez estoy de acuerdo con Brickenridge. Aunque
por motivos distintos. ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india
sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su
nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a
la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno,
a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa
hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada;
luego redactaremos una oferta... y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un
error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas.
Se queda mirando a los hombres
sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y
ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos.
—Mientras que si hablamos ahora
con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una
increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al..., supongo que
deberíamos llamarlo, hogar.
Intento explicarles que no es un
indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué
tribu sea.
La mujer sonríe, hace una señal
con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos
los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche,
mientras va parloteando con voz joven y despreocupada:
—Como decía mi profesor de
sociología, «En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás
debemos subestimar».
Entraron en el coche y se
alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.
Me sorprendió un poco recordar
todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía
rememorar un buen fragmento de mi infancia.
Me fascinaba pensar
que aún era
capaz de hacerlo.
Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel
momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi
cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor
de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El
negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los
trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas
tijeras abiertas como unas grandes fauces.
Me metí rápidamente bajo las
mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba
en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera,
que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz,
pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la
espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no
hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de
chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del
granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rio solo,
muy bajito.
—Um-mmmm. Cielo santo. Jo.
¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.
McMurphy oyó mascullar al negro y
se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama,
a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como
suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y
luego se incorporó del todo.
—Que me aspen si no es él,
correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad
con un par de tijeras y una bolsa de papel.
El negro dio un salto y enfocó la
linterna directamente a los ojos de McMurphy.
—Vamos, explícate, Sam: ¿qué
demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?
—Duérmete, McMurphy. Es asunto
mío y a nadie más le importa.
McMurphy abrió los labios con una
lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco
más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado
enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién
cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a
inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender
trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.
—Una de las tareas del servicio
de noche —explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable— es mantener
limpia la zona del dormitorio.
—¿A media noche?
—McMurphy, tenemos colgado un cartel con el
título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser
motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!
—Podías haber cumplido con el
equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?,
en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched
que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que
haría si se enterase?
El negro se incorporó y se sentó
en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de
sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.
—Bueno, te explicaré qué pasa con
este chicle —dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo
compinche—. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar
su chicle el Jefe Bromden — nunca tenía dinero para la cantina, nunca había
visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz
Roja—, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.
Se arrodilló otra vez, levantó un
poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.
—¿Qué te parece? ¡Apostaría algo
a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!
Eso le hizo gracia a McMurphy. Se
echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y
se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló
la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún
lugar, donde lo recogería más tarde.
—¿Jefe? —susurró McMurphy—.
Quiero que me digas una cosa. —Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una
tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años—: «Oh, ¿pierde la
hierbabuena su aroma de un día a otro?».
Al principio me enfurecí mucho.
Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.
—¿«Será dura de mascar —siguió
cantando en un susurro— cuando vayas a buscarla de mañana»?
Pero después de pensarlo un poco,
empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que
estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por
mi propio comportamiento.
—«El problema me preocupa,
alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a
oootro?».
Sostuvo largo rato esa última
nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí
que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento,
McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los
dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había
oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la
mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir,
«Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un
lagarto o una serpiente...
—Sabor a frutas, es todo lo que
puedo ofrecerte por el momento, Jefe. Le gané este paquete a Scanlon jugando a
la rayuela.
Y se volvió a su cama.
De momento, no dijo nada más.
Estaba incorporado, con la cabeza apoyada en el codo, y me miraba como antes
observara al negro, esperando que yo hiciera algún comentario. Cogí el paquete
de chicle que había caído sobre el cubrecama y le dije: Gracias.
No sonó muy bien porque tenía la
garganta oxidada y la lengua agrietada. Comentó que estaba un poco
desentrenado, y eso le hizo reír. Intenté reír con él, pero sólo me salió un
chillido, como el de un polluelo que intenta piar por primera vez. Parecía más
bien sollozo que carcajada.
Me dijo que no debía
impacientarme, que si quería practicar un poco, podía escucharme hasta las seis
y media. Dijo que un hombre que llevaba tanto tiempo callado tendría
probablemente bastantes cosas que decir y se recostó en la almohada y esperó.
Estuve un minuto pensando qué podría decirle, pero lo único que se me ocurrió
fueron cosas de esas que un hombre no puede decirle a otro, porque no suena
bien cuando se pone en palabras. Cuando advirtió que era incapaz de decir nada,
cruzó las manos bajo la nuca y comenzó a hablar él.
—¿Sabes una cosa, Jefe?, ahora
mismo estaba pensando en una vez que estuve en el valle de Willamette...
Recogía guisantes en las afueras de Eugene y me consideraba muy afortunado con
ese trabajo. Era a principios de los años treinta y muy pocos chicos conseguían
encontrar trabajo. Lo obtuve después de demostrarle al patrón que era capaz de
recoger guisantes al mismo ritmo y con la misma perfección que cualquier
adulto. Era el único chico del grupo. Todos los demás eran personas mayores. Y
después de intentar hablarles un par de veces, descubrí que no pensaban
escucharme, pues a fin de cuentas no era más que un esmirriado pelirrojo. Así
que cerré la boca. Me molestó tanto que no me escuchasen que no volví a decir
palabra en las cuatro semanas que estuve trabajando en ese campo; mientras, me
afanaba a su lado, escuchando su cháchara sobre tal o cual tío o primo. O su
comadreo sobre el que no había venido a trabajar ese día, cuando se daba el
caso. Cuatro semanas sin decir ni pío. Hasta que creo que llegaron a olvidar
que sabía hablar, los muy cerdos. Esperé a que llegara el momento propicio.
Entonces, el último día, empecé a desembuchar y le dije exactamente a cada uno
todo lo que su compinche había estado murmurando de él en su ausencia. ¡Huuuy,
cómo me escucharon! Al final se liaron en una gran discusión y se armó tal
escándalo que perdí la bonificación de un cuarto de centavo de dólar por libra
recogida, que me correspondía por no faltar ni un día al trabajo, pues ya tenía
mala fama en la ciudad y el patrón de los guisantes alegó que seguramente yo
era el causante del alboroto, aunque no pudiera demostrarlo. Lo maldije también
a él. No mantener cerrada la boca me costó unos veinte dólares. Pero valió la
pena.
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