martes, 12 de abril de 2022

Alguien voló sobre el nido del cuco

Ken Kesey

Fragmento: Silenciados

 
Al día siguiente McMurphy comenzó a apuntar a los que querían ir y disponían de los diez dólares necesarios para contribuir a pagar el alquiler de la barca, y la enfermera inició una constante aportación de recortes de periódicos que hablaban de naufragios y de súbitas tormentas en la costa. McMurphy se mofaba de ella y de sus recortes y explicaba que sus dos tías habían pasado la mayor parte de su vida meciéndose sobre las olas en uno u otro puerto con tal o cual marinero, y que ambas habían asegurado que el viaje no presentaba el menor riesgo, que era más inocuo que un pastel casero y que no había motivo para preocuparse. Pero la enfermera conocía bien a sus pacientes. Los recortes de periódico los asustaron más de lo que supusiera McMurphy. Había imaginado que se apresurarían a apuntarse, pero tuvo que hablar mucho y convencer pacientemente a los pocos que finalmente lo hicieron. El día antes de la excursión aún le faltaba conseguir un par de inscripciones para poder pagar el alquiler de la barca.

Yo no tenía dinero, pero no dejaba de darle vueltas a la idea de apuntarme. Y cuanto más hablaba él de la pesca del salmón, mayores eran mis deseos de unirme al grupo. Sabía que era una locura; apuntarme equivaldría a manifestar públicamente que no era sordo. Si había estado escuchando todas aquellas palabras sobre barcas y pesca, demostraría que lo había oído todo durante esos diez años. Y si la Gran Enfermera lo descubría, si se enteraba de que había oído todos los complots y las traiciones que habían estado tramando cuando ella creía que nadie los oía, me perseguiría con una sierra eléctrica, me ajustaría las tuercas hasta tener la certeza de haberme dejado sordo y mudo. Por grandes que fueran mis deseos de unirme al grupo, me divertía un poco pensar que tenía que seguir haciéndome el sordo si quería continuar oyendo.

La noche antes de la excursión me quedé despierto en la cama y pasé revista a todo, a mi sordera y a todos los años que había pasado procurando que nadie supiera que oía lo que decían, y me preguntaba si sería capaz de actuar de otra forma. Pero recordé una cosa: no fui yo quien empezó la comedia de la sordera; fue la gente que empezó a comportarse como si yo fuese demasiado estúpido para ser capaz de oír, ver o decir nada.

Y tampoco se remontaba a mi llegada al hospital; ya mucho antes, la gente había empezado a hacer ver que yo no era capaz de oír ni hablar. En el Ejército, me trataban de ese modo todos los que tenían mayor graduación que yo. Imaginaban que ésa era la forma de proceder con alguien como yo. Recuerdo que incluso en el colegio la gente ya decía que parecía que no escuchaba y, en consecuencia, dejaron de escuchar lo que yo les decía. Tendido en la cama, intenté recordar la primera ocasión en que advertí que esto sucedía. Creo que aún vivíamos en el poblado junto al río Columbia. Era verano...

... yo tengo unos diez años y estoy sentado frente a la choza, salando el salmón que luego colgarán de los bastidores detrás de la casa, cuando veo que un coche se sale de la carretera y avanza ruidosamente por los baches entre la salvia, arrastrando tras sí una carga de rojo polvo, tan compacta como una fila de furgones.

Observo el coche que trepa por la ladera y se detiene a corta distancia de nuestro patio, y el polvo que sigue avanzando, se estrella contra la parte trasera del coche y sale disparado en todas direcciones hasta depositarse sobre la salvia y el quillay que adquieren la apariencia de rojos, humeantes escombros. El coche permanece allí, reluciente bajo el sol, mientras el polvo se va sedimentando. Sé que no son turistas con cámaras fotográficas porque nunca se acercan tanto al poblado. Cuando quieren comprar pescado, lo hacen junto a la carretera; no se acercan al poblado, pues probablemente creen que seguimos cortando cabelleras y quemando a la gente en la hoguera atada a un poste. No saben que algunos de los nuestros son abogados en Portland; lo más probable es que no me creyeran si se lo dijese. Uno de mis tíos llegó a ser abogado de verdad y Papá dice que lo hizo con el mero propósito de demostrar que era capaz de ello, pero que hubiera preferido mil veces pescar salmón en la cascada. Papá dice que, si no estamos alerta la gente nos obliga de un modo u otro a hacer lo que ellos creen que deberíamos hacer, o bien a ponernos tercos y hacer exactamente lo contrario, por puro despecho.

En seguida se abren las puertas del coche y bajan tres personas, dos del asiento delantero y una del trasero. Comienzan a subir por la ladera en dirección al poblado y veo que los dos que van delante llevan trajes azules y el de atrás, el que salió del asiento trasero, es una mujer ya mayor, con los cabellos blancos y un vestido tan rígido y pesado que parece una armadura. Cuando llegan al final de los matorrales y entran en nuestro pelado patio los tres están jadeantes y sudorosos.

El primero se detiene y echa un vistazo al poblado. Es bajo y rechoncho y lleva un sombrero blanco de vaquero. Mueve la cabeza ante la destartalada aglomeración de bastidores para secar el pescado, automóviles de segunda mano, gallineros, motocicletas y perros.

—¿Han visto algo parecido en su vida? ¿Lo han visto? Voto a... ¿habían visto jamás algo así?

Se quita el sombrero y se seca con un pañuelo la roja pelota de goma que tiene por cabeza, con gran cuidado, como si temiera ajar una cosa u otra: o bien el pañuelo o bien el húmedo mechoncito de fibroso pelo.

—¿Comprenden que haya gente que quiera vivir de este modo? ¿Tú lo entiendes, John?

Habla muy alto, pues no está acostumbrado al rumor de la cascada.

John está a su lado, luce un poblado bigote gris, muy apretado contra la nariz para protegerse del olor del salmón que yo estoy salando. El sudor le chorrea por el cuello y las mejillas y le ha empapado toda la espalda del traje azul. Está tomando notas en una libreta y da vueltas sin parar mientras observa nuestra cabaña, nuestro jardincito, los vestidos rojos, verdes y amarillos que mamá se pone los sábados por la noche y que están tendidos a secar en un trozo de cuerda. Sigue dando vuelta hasta completar todo un círculo y llegar otra vez hasta mí; se me queda mirando como si me viese por primera vez, y eso que estoy a menos de dos metros de distancia. Se agacha en mi dirección, frunce el entrecejo y se aprieta nuevamente el bigote contra la nariz, como si el que oliese fuese yo y no el pescado.

—¿Dónde crees que estarán sus padres?  —pregunta John—.  ¿En la

 cabaña? ¿O en las cataratas? Podríamos hablar de ello con el hombre, ya que estamos aquí.

—Por mi parte, no pienso entrar en esa covacha —dice el gordo.

—Esa covacha —replica John a través de su bigote— es la morada del Jefe, Brickenridge, el hombre con quien hemos venido a negociar, el noble dirigente de estas gentes.

—¿A negociar? Yo no, no es mi trabajo. Me pagan para informar, no para confraternizar.

Ello provoca una carcajada de John.

—Sí, tienes razón. Pero alguien debería informarles de los planes del gobierno.

—Pronto lo sabrán, si no se han enterado ya.

—No nos costaría nada entrar y hablar con él.

—¿En esa chabola? Vamos, te apuesto lo que quieras a que está infestada de arañas venenosas. Dicen que estas chozas de adobe siempre albergan toda una fauna en las rendijas de los muros. Y hará calor, válgame Dios, cómo te diría yo. Te apuesto a que es un verdadero horno. Mira, mira qué cocido está este pequeño Hiawatha. Jo. Está prácticamente quemado.

Se ríe y se frota suavemente la cabeza, y cuando la mujer lo mira corta en seco sus carcajadas. Carraspea, escupe sobre el polvo, avanza unos pasos y se sienta en el columpio que Papá construyó para mí en el enebro y se queda allí meciéndose suavemente y abanicándose con el sombrero.

Lo que acaba de decir va haciéndome montar en cólera cuanto más pienso en ello. Él y John siguen charlando de nuestra casa y del poblado y de la propiedad y de su valor, y empiezo a creer que dicen estas cosas en mi presencia porque no saben que hablo inglés. Probablemente son de algún lugar del Este, donde la gente lo ignora todo de los indios, excepto lo poco que han visto en las películas. Pienso que se avergonzarán mucho cuando descubran que comprendo lo que están diciendo.

Les dejo hacer un par de comentarios más sobre el calor y la casa; luego me levanto y le digo al gordo, en mi mejor inglés de colegial, que seguramente nuestra  casa  de  barro  es  más  fresca  que  cualquier  casa  de  la  ciudad, ¡muchísimo más fresca!

—Lo que es seguro es que es más fresca que mi escuela ¡y también es más fresca que el cine de Los Rápidos con su anuncio con letras en forma de témpanos que dice «Refrigerado»!

Y estoy a punto de decirles que, si quieren entrar, iré a buscar a Papá a la cascada, cuando advierto que no parecen haber oído ni una palabra. Ni siquiera me han mirado. El gordo sigue columpiándose, con la mirada fija en las rocas de lava donde los hombres se han apostado junto al entarimado en espera de que caiga algún pez, meras sombras con camisas a cuadros en medio de la llovizna, vistos desde esta distancia. De vez en cuando, uno extiende un brazo y se adelanta como un espadachín, y luego levanta su arpón de tridente para que uno de los que están situados en la tarima, sobre su cabeza, coja el escurridizo salmón. El gordo contempla a los hombres, apostados en sus lugares bajo la cortina de agua de más de diez metros de altura, y parpadea y gruñe cada vez que uno se inclina para ensartar un salmón.

Los otros dos, John y la mujer, siguen de pie. Ninguno de los tres parece haber oído ni una palabra de lo que acabo de decirles; los tres me esquivan con la mirada, como si prefirieran que no estuviera allí.

Todo se detiene y se queda así, inmóvil, durante un minuto.

Tengo la curiosa sensación de que el sol brilla con más fuerza sobre las tres personas. Todo lo demás parece conservar el aspecto habitual: los pollos hurgando entre la hierba que crece sobre las chozas de adobe, los saltamontes revoloteando de matorral, en matorral, las moscas que forman negras nubes en torno a las sartas de pescado colgado al sol, cuando las espantan los pequeños blandiendo ramas de salvia, todo está igual que en cualquier día de verano. Excepto que, de pronto, el sol que luce sobre esos tres extraños ha adquirido un resplandor mucho más intenso de lo habitual y puedo ver... las costuras que unen sus cuerpos. Y casi veo cómo el aparato que llevan dentro coge las palabras que acabo de decir e intenta colocarlas aquí y allá, en este y aquel lugar, y cuando descubre que las palabras no encajan en ningún lugar apropiado, la máquina las elimina como si no hubieran sido pronunciadas.

Los tres están inmóviles mientras ocurre todo esto. Hasta el columpio se ha parado; el sol lo ha dejado clavado en posición inclinada, con el hombre regordete pegado encima como una muñeca de goma. Entonces la gallina pintada de Papá se despierta en la copa del enebro, advierte que hay extraños en el lugar, comienza a ladrarles como un perro, y se rompe el hechizo.

El gordo chilla, salta del columpio y retrocede de costado, mientras se protege los ojos del sol con el sombrero e intenta descubrir qué es eso que arma tanto alboroto en el enebro. Cuando comprueba que sólo es una gallina pintada, escupe en el suelo y vuelve a ponerse el sombrero.

—La verdad —dice—, creo que cualquier oferta que hagamos por esta... metrópolis, será más que suficiente.

—Es posible. Pero sigo opinando que valdría la pena el intentar hablar con el Jefe.

 La mujer le interrumpe y da un enérgico paso adelante.

—No.

Es la primera palabra que pronuncia.

—No —repite en un tono que me recuerda a la Gran Enfermera.

Levanta las cejas e inspecciona el recinto. Sus ojos saltan como los números de una caja registradora: está observando los trajes de Mamá, tan cuidadosamente tendidos en la cuerda, y mueve la cabeza en señal de asentimiento.

—No. Hoy no hablaremos con el Jefe. Aún no. Creo que... por una vez estoy de acuerdo con Brickenridge. Aunque por motivos distintos. ¿Recuerdan el informe que dice que la esposa no es india sino blanca? Blanca. Una mujer de la ciudad. Se apellida Bromden. Él adoptó su nombre, no ella el suyo. Oh, sí, creo que lo mejor será marcharnos y regresar a la ciudad y, naturalmente, haremos correr la voz sobre los planes del gobierno, a fin de que la gente empiece a comprender las ventajas de contar con una presa hidroeléctrica y un lago, en vez de un montón de cabañas junto a una cascada; luego redactaremos una oferta... y la enviaremos por correo a la esposa, ¿un error, comprenden? Creo que ello nos facilitará mucho las cosas.

Se queda mirando a los hombres sobre el antiguo, desvencijado, zigzagueante andamiaje que ha ido creciendo y ramificándose entre las rocas de la cascada durante siglos.

—Mientras que si hablamos ahora con el esposo y hacemos una oferta precipitada, podríamos chocar con una increíble muestra de obcecación a lo navajo y amor al..., supongo que deberíamos llamarlo, hogar.

Intento explicarles que no es un indio navajo, pero ¿para qué, si tampoco me escuchan? No les importa de qué tribu sea.

La mujer sonríe, hace una señal con la cabeza a los dos hombres, una sonrisa y un gesto para cada uno, sus ojos los invitan a ponerse en marcha, y avanza muy tiesa en dirección al coche, mientras va parloteando con voz joven y despreocupada:

—Como decía mi profesor de sociología, «En cualquier situación suele existir una persona cuyo poder jamás debemos subestimar».

Entraron en el coche y se alejaron y me quedé allí pensando si por lo menos me habían visto.

Me sorprendió un poco recordar todo esto. Era la primera vez, en lo que me parecían siglos, que conseguía rememorar un buen fragmento de mi infancia.  Me  fascinaba  pensar  que  aún  era  capaz  de  hacerlo.  Permanecí despierto en la cama, recordando otros hechos, y en aquel momento, cuando estaba sumido en una especie de sueño, oí un ruido bajo mi cama, como si un ratón royera una nuez. Miré bajo el somier y vi un resplandor de metal que arrancaba los trozos de goma de mascar que tan bien conocía. El negro llamado Geever había descubierto mi escondrijo y estaba echando los trozos de goma de mascar en una bolsa, desprendiéndolos con unas largas y finas tijeras abiertas como unas grandes fauces.

Me metí rápidamente bajo las mantas, antes de que descubriera que lo estaba mirando. El corazón me retumbaba en los oídos, temeroso de que me hubiera visto. Quería decirle que se fuera, que no se metiera donde no le importaba y que dejara mi goma de mascar en paz, pero ni siquiera podía dar señales de haber oído. Me quedé muy quieto a la espera de saber si me había descubierto cuando miré debajo de la cama, pero no hizo ningún gesto, sólo se oía el ssssst-sssst de sus tijeras y los trozos de chicle que caían en la bolsa y con un sonido que me recordaba el golpeteo del granizo sobre nuestro techo de papel de brea. Chasqueó la lengua y se rio solo, muy bajito.

—Um-mmmm. Cielo santo. Jo. ¿Cuántas veces debe haber masticado esta porquería? Tan dura.

McMurphy oyó mascullar al negro y se incorporó apoyándose en un codo para ver qué hacía de rodillas bajo mi cama, a esas horas de la noche. Miró un minuto al negro, se frotó los ojos, como suelen hacer los niños pequeños, para asegurarse de que no era un espejismo, y luego se incorporó del todo.

—Que me aspen si no es él, correteando por aquí a las once y media de la noche, merodeando en la oscuridad con un par de tijeras y una bolsa de papel.

El negro dio un salto y enfocó la linterna directamente a los ojos de McMurphy.

—Vamos, explícate, Sam: ¿qué demonios estás recogiendo que tienes que hacerlo al amparo de la noche?

—Duérmete, McMurphy. Es asunto mío y a nadie más le importa.

McMurphy abrió los labios con una lenta sonrisa, pero no apartó los ojos de la luz. Al cabo de medio minuto, poco más o menos, el negro se impacientó y apartó la linterna que había estado enfocando sobre McMurphy, sentado allí, sobre su reluciente cicatriz recién cerrada y sobre los dientes y la pantera tatuada en su hombro. Volvió a inclinarse y se puso manos a la obra, gruñendo y resoplando como si desprender trocitos de chicle fuese una tarea pesadísima.

—Una de las tareas del servicio de noche —explicó entre gruñidos, procurando mostrarse amable— es mantener limpia la zona del dormitorio.

—¿A media noche?

 —McMurphy, tenemos colgado un cartel con el título: Descripción de nuestras Obligaciones, que dice que la limpieza debe ser motivo de preocupación ¡las veinticuatro horas del día!

—Podías haber cumplido con el equivalente de veinticuatro horas antes de que nos acostásemos, ¿no te parece?, en vez de quedarte a ver la TV hasta las diez y media. ¿Sabe la Vieja Ratched que os pasáis la mayor parte de vuestra guardia frente a la TV? ¿Qué crees que haría si se enterase?

El negro se incorporó y se sentó en el borde de mi cama. Se golpeó los dientes con la linterna, sin dejar de sonreír. La luz iluminó su rostro como si fuese uno de esos viejos farolillos.

—Bueno, te explicaré qué pasa con este chicle —dijo, e inclinó la cabeza hacia McMurphy como si fuese un viejo compinche—. Verás, hace años que me tenía intrigado saber dónde debía guardar su chicle el Jefe Bromden — nunca tenía dinero para la cantina, nunca había visto que nadie le diera un trocito, nunca le había pedido a la dama de la Cruz Roja—, por lo que seguí observando y esperando. Y, mira, aquí está.

Se arrodilló otra vez, levantó un poco mi cubrecama y apuntó con su linterna.

—¿Qué te parece? ¡Apostaría algo a que esos trozos de chicle han sido usados miles de veces!

Eso le hizo gracia a McMurphy. Se echó a reír ante semejante cuadro. El negro levantó la bolsa, la hizo sonar y se rieron un poquito más. El negro le dio las buenas noches a McMurphy, dobló la bolsa como si llevara la merienda dentro y salió a esconderlo en algún lugar, donde lo recogería más tarde.

—¿Jefe? —susurró McMurphy—. Quiero que me digas una cosa. —Y comenzó a canturrear una cancioncilla, una tonada campesina que estuvo de moda hace muchos años—: «Oh, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un día a otro?».

Al principio me enfurecí mucho. Creí que se burlaba de mí como ya habían hecho otros.

—¿«Será dura de mascar —siguió cantando en un susurro— cuando vayas a buscarla de mañana»?

Pero después de pensarlo un poco, empecé a encontrarlo cada vez más gracioso. Quería contenerme pero notaba que estaba a punto de soltar una carcajada, no por la canción de McMurphy, sino por mi propio comportamiento.

—«El problema me preocupa, alguien me lo puede aclarar, ¿pierde la hierbabuena su aroma de un diía a oootro?».

Sostuvo largo rato esa última nota y me la acercó como si fuera una pluma. No pude evitar un cloqueo y temí que si me echaba a reír sería incapaz de parar. Pero, en aquel momento, McMurphy saltó de su cama y empezó a buscar en su mesilla de noche. Apreté los dientes, preguntándome qué debía hacer. Hacía muchísimo tiempo que nadie había oído salir más que gruñidos o bramidos de mi boca. Le oí cerrar la puerta de la mesilla de noche, que resonó como si fuera la tapa de una caldera. Le oí decir, «Toma», y algo aterrizó sobre mi cama. Una cosa pequeña, del tamaño de un lagarto o una serpiente...

—Sabor a frutas, es todo lo que puedo ofrecerte por el momento, Jefe. Le gané este paquete a Scanlon jugando a la rayuela.

Y se volvió a su cama.

De momento, no dijo nada más. Estaba incorporado, con la cabeza apoyada en el codo, y me miraba como antes observara al negro, esperando que yo hiciera algún comentario. Cogí el paquete de chicle que había caído sobre el cubrecama y le dije: Gracias.

No sonó muy bien porque tenía la garganta oxidada y la lengua agrietada. Comentó que estaba un poco desentrenado, y eso le hizo reír. Intenté reír con él, pero sólo me salió un chillido, como el de un polluelo que intenta piar por primera vez. Parecía más bien sollozo que carcajada.

Me dijo que no debía impacientarme, que si quería practicar un poco, podía escucharme hasta las seis y media. Dijo que un hombre que llevaba tanto tiempo callado tendría probablemente bastantes cosas que decir y se recostó en la almohada y esperó. Estuve un minuto pensando qué podría decirle, pero lo único que se me ocurrió fueron cosas de esas que un hombre no puede decirle a otro, porque no suena bien cuando se pone en palabras. Cuando advirtió que era incapaz de decir nada, cruzó las manos bajo la nuca y comenzó a hablar él.

—¿Sabes una cosa, Jefe?, ahora mismo estaba pensando en una vez que estuve en el valle de Willamette... Recogía guisantes en las afueras de Eugene y me consideraba muy afortunado con ese trabajo. Era a principios de los años treinta y muy pocos chicos conseguían encontrar trabajo. Lo obtuve después de demostrarle al patrón que era capaz de recoger guisantes al mismo ritmo y con la misma perfección que cualquier adulto. Era el único chico del grupo. Todos los demás eran personas mayores. Y después de intentar hablarles un par de veces, descubrí que no pensaban escucharme, pues a fin de cuentas no era más que un esmirriado pelirrojo. Así que cerré la boca. Me molestó tanto que no me escuchasen que no volví a decir palabra en las cuatro semanas que estuve trabajando en ese campo; mientras, me afanaba a su lado, escuchando su cháchara sobre tal o cual tío o primo. O su comadreo sobre el que no había venido a trabajar ese día, cuando se daba el caso. Cuatro semanas sin decir ni pío. Hasta que creo que llegaron a olvidar que sabía hablar, los muy cerdos. Esperé a que llegara el momento propicio. Entonces, el último día, empecé a desembuchar y le dije exactamente a cada uno todo lo que su compinche había estado murmurando de él en su ausencia. ¡Huuuy, cómo me escucharon! Al final se liaron en una gran discusión y se armó tal escándalo que perdí la bonificación de un cuarto de centavo de dólar por libra recogida, que me correspondía por no faltar ni un día al trabajo, pues ya tenía mala fama en la ciudad y el patrón de los guisantes alegó que seguramente yo era el causante del alboroto, aunque no pudiera demostrarlo. Lo maldije también a él. No mantener cerrada la boca me costó unos veinte dólares. Pero valió la pena.

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