El tío Carlos siempre fue el excéntrico de la familia, por decirlo en términos amables, por decirlo nosotros, que lo queríamos, que crecimos con él, en las idas al cine, a la playa, a las librerías, a los cafés, a las salas de redacción de los periódicos locales en los que trabajó, cubriendo información general pero, más frecuentemente, nota roja. No es que le gustara, no, era demasiado sensible y lo padecía, y entonces, como escribía así, sus notas terminaban convertidas en largos reportajes de investigación, llenos de empatía por las víctimas y los deudos de los victimados, corriendo riesgos que no debía correr. Era el mejor en lo suyo. Tan bueno que, explicamos a renglón seguido, lo siguió haciendo después de muerto.
Dejó instrucciones muy precisas:
sin ceremonia religiosa previa -en su primera juventud se volvió ateo-, su
cuerpo debía ser cremado. Y sus cenizas enterradas en cierto punto boscoso,
selvático, a un costado de la carretera que lleva a los cerros de San Martín y
Santa Marta. En esa tierra fértil, sus cenizas se dividirían en dos o tres
montoncitos, serían revueltas con la negra tierra, y en ellos se enterrarían
semillas de ahuehuete que, al tiempo, se alimentarían también de sus cenizas. E
integradas en su savia y su madera, él perduraría casi eternamente. Esos
ahuehuetes crecidos producirían más semillas que al caer seguirían conservando,
de alguna manera extraña su vida sin alma, en la que no creía, pero en la vida
sí. Luego de lo que pasó lo estamos ya dudando. Lo de que no exista el alma,
decimos. Contamos lo que pasó para que se entienda nuestra tribulación.
Aquí un paréntesis. A la corteza,
las hojas y la resina del ahuehuete se le atribuyen varias propiedades
curativas, sobre todo a ésta última, que los campesinos usan para úlceras, heridas,
diversas enfermedades cutáneas, hasta el dolor de muelas, cabeza y reuma. Las
hojas y corteza sirven para elaborar un té diurético. Por eso lo eligió nuestro
tío. Porque no era un árbol inútil, parasitario, sólo de ornato, sino
medicinal.
Concluida la cremación, dijimos
ya que sin ceremonia religiosa, sólo con las palabras que dijimos nosotros, sus
sobrinos, con auténtico dolor, nos dirigimos después al paraje selvático que,
en vida, nos señaló y nos dijo que ahí quería ser enterrado. Llevando con
nosotros apenas unos galones de agua, unas palas y las semillas, elegimos el
lugar casi al azar, ni tan cerca ni tan alejado de la carretera, asegurando simplemente
el lugar donde pudieran enraizar y eclosionar y madurar las semillas de
ahuehuete.
Sin embargo, al intentar
profundizar en la tierra, apenas al tercer palazo, el metal topó con algo entre
reblandecido y óseo. Era un cuerpo. Por los restos de ropa supimos que era humano.
Tuvimos que -apoyándonos en su agenda de periodista- hacer algunas llamadas
tanto a las autoridades como a las organizaciones que encabezaban la búsqueda
de desaparecidos. Nosotros sólo alcanzamos a descubrir un brazo. Los
profesionales desenterraron siete cuerpos, dos menores entre ellos. Eran las
víctimas de un secuestro que no se pagó al crimen organizado. Al menos eso resultó
de las investigaciones.
A nosotros no nos costó trabajo
explicar a las autoridades el porqué de nuestra excavación y porqué en ese
sitio. Teníamos como prueba las cenizas en la urna de nuestro tío. Decidimos
que, después de todo, no podríamos darle al tío sepultura en el lugar por él
elegido. Al día siguiente decidimos adelantar unos kilómetros su lugar de
entierro. No lo creerán ustedes pero encontramos otra fosa clandestina.
Repetimos el proceso de los telefonazos, informar el porqué de nuestra
actividad tanto a autoridades cómo a los grupos de búsqueda de desaparecidos.
A estas alturas nos comenzamos a
preguntar si todo había sido una doble coincidencia o el alma del tío, en la
que él no creía, nos estaba guiando a estos hallazgos. Porque en el tercer
intento pasó lo mismo. Nuestras actividades no nos permitían seguir
perpetuamente en esta búsqueda de un lugar para su descanso eterno.
Así es que luego de discutirlo,
analizarlo, decidimos que el tío dejara ya de “reportear e investigar” y, quizás
contrariando su voluntad, optamos por olvidarnos de las semillas de ahuehuete y
de la tierra. Y aunque las cenizas, consideradas ya a estas alturas como algo
mágico, brújula de fosas clandestinas, fueron solicitadas por los grupos de
búsqueda, en su ansiedad por encontrar a sus desaparecidos, no accedimos a
ello.
-Tío, es hora de descansar-, le
dijimos en tono de ultimátum y nos dirigimos a la punta de las escolleras,
donde se unen las aguas del río, dulces, y del mar, salobres, y ahí lanzamos sus cenizas a las aguas, al igual que la urna. Ahora, esperamos, descansa al fin en paz. No fueron
pocos los días que permanecimos junto a su cama de agonizante antes de que,
fumador empedernido, el cáncer lo matara. No es que seamos egoístas, pero es
que ya necesitábamos, nosotros también, un merecido descanso.
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