viernes, 8 de abril de 2022

Alguien voló sobre el nido del cuco


Ken Kesey

(Fragmento: 'una orgía de picotazos')

La Gran Enfermera lo observa todo desde su ventana. Lleva sus buenas tres horas sin moverse de su puesto frente a esa ventana, ni siquiera ha salido a comer. Retiran todas las mesas de la sala de estar y, a la una en punto, el doctor sale de su oficina, al fondo del pasillo, saluda con la cabeza a la enfermera al pasar junto a la ventana donde ésta se halla apostada y se sienta en su silla, justo a la izquierda de la puerta. Después toman asiento los pacientes, luego entran las enfermeras auxiliares y los internos. Cuando todo el mundo está instalado, la Gran Enfermera se aparta de su ventana, se dirige a la parte posterior de la Casilla de las Enfermeras, al panel lleno de indicadores y botones y conecta una especie de piloto automático que cuidará de todo durante su ausencia y pasa a la sala de estar, con el cuaderno de bitácora y el cesto lleno de papeles en la mano. Aunque ya lleva aquí media jornada, su uniforme sigue almidonado y tieso y no se le marca ni una curva; los pliegues crujen ásperamente con un chasquido que hace pensar en una lona helada al doblarla.

Se sienta justo a la derecha de la puerta.

En cuanto está sentada, el Viejo Pete Bancini se levanta de un salto y comienza a menear la cabeza y a murmurar:

—Estoy cansado. Huy. Dios mío. Oh, estoy terriblemente cansado... — como suele hacer siempre que en la galería hay un recién llegado que tal vez esté dispuesto a escucharle.

La Gran Enfermera no mira a Pete. Está repasando los papeles que lleva en el cesto.

—Que alguien se siente junto al señor Bancini —dice—. Tranquilícenlo para que podamos comenzar la reunión.

Lo hace Billy Bibbit. Pete se ha vuelto hacia McMurphy y va girando la cabeza de un lado a otro como si fuese la señal indicadora de un paso a nivel. Trabajó treinta años en los ferrocarriles; ahora está completamente destrozado pero sus recuerdos aún siguen vivos.

—Ca-a-ansado —dice, mientras agita la cabeza en dirección a McMurphy.

—Tranquilo, Pete —dice Billy, y le pone una mano pecosa sobre la rodilla. —... Terriblemente cansado...

—Lo sé, Pete —palmea la huesuda rodilla y Pete cambia de expresión, comprende que nadie va a escuchar sus quejas hoy.

La enfermera se saca el reloj y mira el reloj de pared de la galería, le da cuerda al suyo y lo coloca en el cesto de modo que pueda verlo. Saca una carpeta del cesto.

—Y bien, ¿empezamos la reunión?

Mira a su alrededor para comprobar si hay alguno que parezca dispuesto a interrumpirla y no deja de sonreír mientras hace girar la cabeza dentro del cuello del uniforme. Los chicos rehúyen su mirada; todos se miran las uñas. Excepto McMurphy. Se ha agenciado un sillón en el rincón, se ha sentado en él como si fuese su propietario y vigila todos los gestos de la enfermera. Aún lleva puesta la gorra, muy encajada en la cabeza pelirroja como si fuese un corredor de motos. La baraja que tiene en el regazo se abre en abanico y luego se cierra con un chasquido que resuena en medio del silencio. Los ojos de la enfermera se detienen un segundo sobre su persona. Le ha estado observando jugar al póquer toda la mañana y, aunque no ha presenciado intercambio alguno de dinero, intuye que no es exactamente un tipo que se contente con apostar sólo cerillas, como es norma en la galería. La baraja susurra al abrirse, vuelve a cerrarse con un chasquido y luego desaparece en una de esas grandes palmas.

La enfermera lanza otra ojeada al reloj y, de la carpeta que tiene en la mano, saca una hoja de papel, la mira y vuelve a guardarla. Deja la carpeta y coge el cuaderno de bitácora. Ellis, en su sitio de la pared, tose; ella espera a que acabe.

—Bien. Al finalizar la reunión del viernes... estábamos discutiendo el problema del señor Harding... con respecto a su joven esposa. Había declarado que su esposa está dotada de abundante pecho y que ello le molestaba porque atraía las miradas de los hombres en la calle.

Comienza a abrir el cuaderno de bitácora por distintas páginas; del cuaderno sobresalen trocitos de papel que sirven de indicadores.

—Según las anotaciones que diversos pacientes han efectuado en el cuaderno, han oído decir al señor Harding que «es evidente que ella provocaba las miradas de esos cerdos». También le han oído decir que tal vez él le dio motivos para buscar otras atenciones sexuales. Se le ha oído decir, «Mi dulce aunque ignorante esposa considera que cualquier palabra o gesto que no huela a músculo y brutalidad es una muestra de débil afeminamiento».

Sigue leyendo el cuaderno en voz baja durante un rato, luego lo cierra.

—También ha afirmado que el pronunciado pecho de su esposa le causa a veces un sentimiento de inferioridad. Bien. ¿Alguien desea seguir tocando este tema?

Harding cierra los ojos y nadie dice nada. McMurphy mira a los tipos que le rodean, como esperando a ver si alguien le contesta a la enfermera, luego levanta la mano y hace chasquear los dedos, como los niños en la escuela; la enfermera le invita a hablar con un gesto.

—¿Señor... mmm... McMurry?

—¿Tocar qué?

—¿Qué? Tocar...

—Creo haber entendido que preguntaba, «Alguien desea seguir tocando...»

—Tocando el... tema, señor McMurry, el tema, el problema del señor Harding con su esposa.

—Oh. Creí que se refería a seguir tocándola a ella o... otra cosa.

—Bueno qué...

Pero se interrumpe. Durante un par de segundos, casi pareció confundida. Algunos Agudos sonríen a hurtadillas y McMurphy se despereza, bosteza y le hace un guiño a Harding. Luego la enfermera, como si nada, vuelve a guardar el cuaderno de bitácora en el cesto, saca otra carpeta, abre y comienza a leer.

—McMurry, Randell Patrick. Internado a petición de la Granja Correccional de Pendleton. Diagnóstico y posible tratamiento. Treinta y cinco años de edad. Soltero. Cruz al Mérito Militar en Corea, por haber encabezado una evasión de un campo de prisioneros comunista. Después, licenciado sin honores, por insubordinación. Sigue a ello todo un historial de riñas callejeras y peleas de bar y una serie de detenciones por Embriaguez, Agresión y Desacato, Perturbación del Orden, reincidencia en la práctica ilegal de juegos de azar y una detención... por Violación.

—¿Violación?

El doctor levanta la cabeza.

—Punible según la ley, con una chica de...

—Bah. No pudieron probarlo —le dice McMurphy al doctor—. La chica no quiso declarar.

—Con una niña de quince años.

—Dijo que tenía diecisiete, doctor, y parecía muy bien dispuesta.

—El examen del médico forense del Juzgado reveló que la niña había sido penetrada, varias veces, el informe establece...

—Tan bien dispuesta, a decir verdad, que tuve que coserme la bragueta.

—La niña se negó a declarar pese al resultado del examen médico. Al parecer hubo intimidación. El acusado salió de la ciudad poco después del juicio.

—Ésa sí que es buena, tuve que irme, doctor, deje que le explique —se inclina hacia adelante, apoya un codo sobre la rodilla y baja la voz para hablarle al doctor a través de la habitación—, esa putilla hubiera acabado por destrozarme antes de alcanzar la edad legal. Acabó pisoteándome y dejándome tirado como una piltrafa.

La enfermera cierra el dossier y se lo pasa al doctor que está al otro lado de la puerta.

—Nuestro nuevo Ingreso, doctor Spivey —tal como si tuviera a un hombre doblado en aquella carpeta amarilla y pudiera pasárselo al otro para que lo examinase.

—Pensé que más tarde podría informarle al respecto, pero dado que parece insistir en llamar la atención en la Reunión de Grupo, podríamos ocuparnos de él aquí mismo.

El doctor tira del cordón y extrae sus gafas del bolsillo del abrigo, se las encaja sobre la nariz. Le resbalan un tanto hacia la derecha, pero él ladea la cabeza hacia la izquierda y las endereza. Mientras va pasando las hojas del dossier sonríe un poco como, si la desenvoltura del recién llegado le picase la curiosidad tanto como a todos los demás, pero, como todos los demás, se cuida de no delatarse y procura no reír. El doctor cierra el dossier cuando termina de leerlo y vuelve a guardarse las gafas en el bolsillo. Mira hacia el lugar donde McMurphy sigue inclinado como escuchándole, a través de la habitación.

—Parece que... ése es todo su... historial psiquiátrico, señor McMurry.

—McMurphy, doctor.

—¿Oh? Me ha parecido... la enfermera dijo...

Vuelve a abrir el dossier, extrae las gafas, examina unos minutos más el historial, luego la cierra y se guarda otra vez las gafas en el bolsillo.

—Sí. McMurphy. Tiene razón. Le ruego me perdone.

—No importa doctor. La culpa es de la señora, ella se equivocó primero. He conocido a gente que tenía tendencia a hacer eso. Un tío mío, que se llamaba Hallahan, salió una vez con una mujer que a cada momento fingía no recordar su nombre y le llamaba Hooligan, sólo para irritarle. La cosa duró varios meses hasta que la metió en cintura. Y lo hizo en serio, ya lo creo.

—¿Oh? ¿Cómo la corrigió? —preguntó el doctor.

McMurphy hace una mueca y se frota la nariz con el pulgar.

—Ah-ah, bueno, no puedo ir pregonándolo. Siempre he guardado el más riguroso secreto sobre el método del tío Hallahan, por si necesito recurrir a él algún día, ¿comprende?

Lo dice con la mirada fija en la enfermera. Ella le devuelve la sonrisa y él mira al doctor.

—Bueno, ¿qué me preguntaba de mi historial, doctor?

—Sí. Estaba pensando si tendría algún antecedente psiquiátrico. ¿Algún análisis, una temporada en otra institución?

—Bueno, si incluimos los calabozos provinciales y locales...

—Instituciones mentales.

—Ah. Si se refiere a eso, no. Es mi primera experiencia. Pero estoy loco, doctor. Le juro que lo estoy. Bueno, a ver... deje que le muestre. Creo que el otro doctor, el del centro de trabajo...

Se levanta, desliza la baraja en el bolsillo de su chaqueta y cruza la sala para inclinarse sobre el hombro del doctor y hojear el dossier que éste tiene en el regazo.

—Creo que escribió algo, al dorso de no sé qué...

—¿Sí? Se me ha pasado por alto. Un momento.

El doctor extrae otra vez las gafas, se las pone y mira donde le indica McMurphy.

—Aquí, doctor. La enfermera se saltó esta parte al resumir mi historial. Donde dice, «El señor McMurphy ha manifestado repetidas», sólo quiero asegurarme de haberlo entendido bien, doctor, «repetidas explosiones temperamentales que sugieren un posible diagnóstico de psicopatía». Me dijo que «psicopatía» significa que riño y jo... —perdón, señora— significa que demuestro excesivo entusiasmo en mis relaciones sexuales. ¿Eso es grave doctor?

Al preguntarlo, aparece en su ancha y tosca cara una mirada tal de infantil preocupación e interés que el doctor no tiene más remedio que inclinar un poco la cabeza, para ocultar una risita, y entonces las gafas pierden el centro de gravedad, resbalan de la nariz y van a parar nuevamente a su bolsillo. Ahora, sonríen también todos los Agudos e incluso algunos Crónicos.

—Me refiero a ese excesivo entusiasmo, doctor, ¿lo ha sufrido usted alguna vez?

El doctor se frota los ojos.

—No, señor McMurphy, debo reconocer que no. Sin embargo, considero interesante que el médico del centro de trabajo añadiera este comentario: «Tener en cuenta la posibilidad de que este hombre esté fingiendo una psicopatía para escapar a la monotonía del trabajo en la granja».

Mira a McMurphy.

—¿Qué dice a eso, señor McMurphy?

—Doctor... —se incorpora en toda su altura, frunce el entrecejo y abre los brazos, en un gesto sincero y honrado dirigido a todo el mundo—, ¿parezco yo un hombre cuerdo?

El doctor está haciendo tales esfuerzos para no volver a reírse que no puede responder. McMurphy gira sobre sí mismo y, apartando la vista del doctor, pregunta otra vez lo mismo a la Gran Enfermera:

—¿Lo parezco?

En vez de responder, ella se levanta, coge el dossier de manos del doctor y vuelve a guardarlo en el cesto, debajo de su reloj. Se sienta de nuevo.

—Doctor, tal vez debería explicar al señor McMurry el funcionamiento de estas Reuniones de Grupo.

—Señora —dice McMurphy—, ¿le he contado lo de mi tío Hallahan y la mujer que pronunciaba mal su nombre?

Ella se queda mirándolo largo rato sin su sonrisa habitual. Tiene la habilidad de convertir su sonrisa en cualquier expresión que decida emplear para impresionar a alguien, pero su aspecto no varía, sigue mostrando una expresión calculada y mecánica destinada a servir sus fines. Por fin dice:

—Le ruego me perdone, Mack-Murphy.

Se vuelve nuevamente hacia la puerta.

—Ahora, doctor, si pudiera explicarle...

El doctor junta las manos y se reclina en la silla.

—Sí. Supongo que, en realidad, ahora que se ha planteado el tema, debería explicarle toda la teoría de nuestra Comunidad Terapéutica. En general, suelo esperar un poco. Sí. Una buena idea, señorita Ratched, una idea estupenda.

—La teoría también, desde luego, doctor, pero yo me refería más bien a la norma según la cual los pacientes deben permanecer sentados mientras dure la reunión.

—Sí. Claro. Después le explicaré la teoría. Señor McMurphy, una de las cosas más importantes es que los pacientes permanezcan sentados durante la sesión. Es la única forma de mantener el orden, ¿comprende?

—Claro, doctor. Sólo me levanté para enseñarle esa anotación de mi dossier.

Vuelve a su silla, se despereza otra vez y bosteza, se sienta y sigue revolviéndose un rato como un perro que intenta acomodarse. Cuando se ha instalado, mira al doctor y espera.

—En cuanto a la teoría...

El doctor emite un largo suspiro de satisfacción.

—¡Joder a la mujer! —dice Ruckly.

McMurphy se tapa la boca con el dorso de la mano y le susurra a Ruckly que está al otro lado de la sala:

—¿La mujer de quién?

Y entonces se levanta la cabeza de Martini, con los ojos muy abiertos, desorbitados.

—Sí —dice—, ¿la mujer de quién? Oh. ¿Ésa? Sí, puedo verla. Síiii.

—Daría un potosí por tener los ojos de ese hombre —dice McMurphy, refiriéndose a Martini, y luego no vuelve a abrir boca en toda la reunión. Se limita a quedarse sentado observando y sin perderse nada de lo que pasa ni palabra de lo que se dice. El doctor se lanza a exponer su teoría hasta que por fin la Gran Enfermera decide que ya ha pasado bastante rato y le pide que se calle para poder seguir con Harding, y se pasan el resto de la reunión hablando de eso.

Un par de veces, McMurphy se incorpora en su silla como si tuviera algo que decir, pero cambia de parecer y vuelve a recostarse. Su rostro va adquiriendo una expresión de asombro. Algo raro sucede aquí, comienza a descubrirlo. No consigue saber exactamente qué es. ¿Por qué no se ríe nadie? Estaba seguro de que se oiría una carcajada cuando le preguntó a Ruckly, «¿La mujer de quién?», pero nada. El aire queda comprimido por las paredes, demasiado hermetismo para una carcajada. Resulta extraño este lugar donde los hombres no se relajan ni ríen, es curiosa su manera de someterse a esa matrona sonriente de cara enharinada con un rojo de labios demasiado intenso y unos senos desmesurados. Y piensa que más vale seguir un rato a la expectativa para ver qué pasa en aquel paraje desconocido antes de intentar ninguna treta. Es una buena norma para un jugador avisado: observar un rato el juego antes de tentar una mano.

He oído tantas veces esa teoría de la Comunidad Terapéutica que soy capaz de repetirla del derecho y del revés: que un tipo primero tiene que aprender a desenvolverse en un grupo y sólo después será capaz de funcionar en una sociedad normal; que el grupo puede ayudar al tipo dándole a entender cuáles son sus fallos; que la sociedad es la que decide quién está cuerdo y quién no y, por tanto, es preciso pasar la prueba. Cuánta verborrea. Cada vez que llega un nuevo paciente a la galería, el doctor se lanza de lleno a exponer la teoría; de hecho ésas son las únicas ocasiones en que toma las riendas y se pone al frente de la reunión. Explica que la Comunidad Terapéutica tiene por objeto conseguir una galería democrática, completamente gobernada por los pacientes y por sus votos, y que se esfuerza por formar unos ciudadanos dignos, capaces de volver a salir a la calle, al Exterior. Cualquier pequeño problema, cualquier queja, cualquier cosa que uno quiera modificar, dice, debe ser expuesta al grupo y discutida en vez de dejar que nos corroa por dentro. Uno también debería sentirse lo suficientemente seguro como para discutir con franqueza sus problemas emocionales en presencia de los pacientes y el equipo médico. Hablar, dice, discutir, confesar. Y si durante las conversaciones cotidianas uno oye a un amigo decir algo interesante, debe anotarlo en el cuaderno de bitácora para conocimiento del equipo. No es «chivarse», como dicen en las películas, es ayudar a un semejante. Sacar a relucir esos viejos pecados para poder lavarlos a la vista de todos. Y participar en la Discusión de Grupo. Ayudarse y ayudar a los amigos a hurgar en los secretos del subconsciente. No debería haber secretos entre amigos.

Nuestro propósito, suele decir a guisa de conclusión, es que este sitio se parezca lo más posible a sus propios barrios, libres y democráticos, que sea un pequeño mundo en el Interior, prototipo a escala reducida del gran mundo Exterior en el que algún día volverá a ocupar su lugar.

Es posible que desee añadir algo, pero la Gran Enfermera suele hacerle callar cuando llega más o menos a este punto y el bueno de Pete que se había sosegado se levanta y menea esa cabeza que parece un abollado cacharro de cobre y comienza a explicar a todo el mundo cuan cansado está, y la enfermera indica a alguien que también le haga callar para que pueda proseguir la reunión, y en general Pete cierra la boca y continúa la reunión.

Que yo recuerde, sólo una vez, hará cuatro o cinco años, las cosas ocurrieron de otro modo. El doctor había concluido su discurso y la enfermera dijo sin más preámbulos:

—Bueno. ¿Quién empieza? Suelten todos sus viejos secretos.

Y todos los Agudos cayeron en un trance cuando se quedó veinte minutos sentada sin decir palabra después de la pregunta, inmóvil como una alarma eléctrica dispuesta a sonar en cualquier momento, aguardando que alguien comenzase a explicar algo sobre sí mismo. Sus ojos iban de uno a otro con la regularidad de un faro. La sala de estar permaneció veinte minutos sumida en un tenso silencio, con todos los pacientes pasmados en sus sitios. Transcurridos esos veinte minutos, la enfermera miró su reloj y dijo:

—¿Es que ninguno de ustedes ha cometido alguna vez un acto que aún no haya admitido? —Extendió la mano hacia el cesto para coger el cuaderno de bitácora—. ¿Quieren que repasemos el historial?

Eso puso en movimiento algún mecanismo, algún artilugio acústico instalado en las paredes, dispuesto para que se pusiera en marcha en el momento en que su boca pronunciara esas palabras. Los Agudos se irguieron. Abrieron la boca al mismo tiempo. Los ojos inquisidores de la enfermera se detuvieron en el primer hombre que atisbaron junto a la pared.

Su boca articuló:

—Robé la recaudación en una gasolinera.

Pasó al siguiente.

—Intenté acostarme con mi hermana pequeña.

Sus ojos señalaron al hombre que venía a continuación; todos fueron saltando como blancos de feria.

—U-na vez... quise acostarme con mi hermano.

—Maté a mi gato cuando tenía seis años. Oh, que Dios me perdone, lo maté a pedradas y dije que había sido el vecino.

—Mentí cuando dije que lo intenté. ¡Me acosté con mi hermana!

¡Yo también! ¡Yo también!

¡Y yo! ¡Y yo!

Había resultado mejor de lo que imaginara. Ahí estaban todos gritando y compitiendo a ver quién decía la mayor atrocidad, y seguían y seguían — imposible detenerlos— seguían contando cosas que luego les harían avergonzarse para siempre ante los demás. La enfermera iba haciendo gestos de aprobación a cada confesión y decía «Eso, eso, eso».

Después el viejo Pete se levantó de un salto.

—¡Estoy cansado! —gritó, con un vigoroso, airado, tono metálico que nadie había oído hasta entonces en su voz.

Todos callaron. Se sentían un poco avergonzados. Como si de pronto el viejo hubiera dicho algo real y verídico y de importancia y hubiera dejado en ridículo todo su infantil griterío. La Gran Enfermera estaba furiosa. Dio media vuelta y le fulminó con la mirada, mientras la sonrisa le chorreaba barbilla abajo; todo iba tan bien.

—Que alguien se ocupe del pobre señor Bancini —dijo.

Se levantaron dos o tres. Intentaron tranquilizarlo, le dieron palmaditas en el hombro. Pero Pete no tenía intención de callar.

—¡Cansado! ¡Cansado! —seguía repitiendo.

Finalmente, la enfermera hizo que uno de los negros lo retirara a la fuerza de la sala de estar. Sin acordarse de que los negros no ejercían ningún control sobre tipos como Pete.

Pete es un Crónico congénito. Aunque no llegó al hospital hasta mucho después de cumplidos los cincuenta, siempre fue un Crónico. Su cabeza presenta dos grandes incisiones, una a cada lado, donde el médico que asistía a su madre en el parto le pinzó en un intento de ayudarle a salir. Pete ya había echado un vistazo y, al ver todos los aparatos que le esperaban en la sala de partos, había comprendido, en cierto modo, en qué mundo iba a nacer y se había aferrado con todas sus fuerzas, en un intento de eludir el nacimiento. El doctor metió la mano y le agarró por la cabeza con un triste par de pinzas de hielo, y le sacó de un tirón, convencido de que todo estaba resuelto. Pero Pete aún tenía la cabeza demasiado tierna, y blanda como la arcilla, y cuando se le endureció, allí estaban las dos señales que le habían hecho las pinzas. Y ello le dejó atontado hasta el punto de que ahora tenía que poner todo su empeño, concentración y fuerza de voluntad para hacer cosas que un crío de seis años podía realizar sin dificultad.

Pero tenía una ventaja: su simpleza de espíritu le salvó de las garras del

Establecimiento. No pudieron ponerlo en un molde. Conque le permitieron ejercer una tarea simple en los ferrocarriles, donde se limitaba a permanecer sentado en una casucha de madera, campo adentro, en un cruce poco transitado y a agitar una lámpara roja al paso de los trenes cuando las agujas estaban en una posición, una lámpara verde cuando estaban en la otra, y una amarilla cuando había un tren un poco más adelante. Y lo hizo con una fuerza vital, visceral, que no lograron eliminar de su cabeza, ahí, solo en aquel cruce. Y nunca le instalaron ningún control.

Por esa razón el negro no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero al pronto el negro no pensó en ello, como tampoco se le ocurrió a la enfermera cuando ordenó que sacaran a Pete de la sala de estar. El negro se le acercó sin rodeos y al igual que se tira de las riendas de un caballo de labor para hacerle dar la vuelta, le retorció el brazo, dirigiéndose a la puerta.

—Venga, Pete. Vamos al dormitorio. Estás molestando a todo el mundo.

Pete se zafó.

—Estoy cansado —dijo en tono de advertencia.

—Venga, hombre, estás armando un follón. Vamos, a la cama y a portarse bien.

—Cansado...

—¡He dicho al dormitorio!

El negro le retorció otra vez el brazo y Pete dejó de menear la cabeza. Se puso muy tieso y sus ojos destellaron con viveza. Pete suele tener los ojos entrecerrados y muy nublados, como si estuvieran llenos de leche, pero en ese momento aparecieron despejados como un neón azul. Y la mano comenzó a hinchársele en el extremo del brazo que sujetaba el negro. El personal y la mayoría de los pacientes estaban charlando entre sí, sin prestar la menor atención a aquel viejo y su conocida cantinela de que estaba cansado, suponían que se había calmado como de costumbre y que pronto continuaría la reunión. No vieron cómo en el extremo del brazo se iba hinchando la mano mientras el viejo abría y cerraba el puño. Sólo yo lo vi. Contemplé cómo se hinchaba y cómo se cerraba el puño, la vi fluir ante mis ojos, aflojarse, endurecerse. Una gran bola de hierro oxidado en el extremo de una cadena. Me quedé mirándola y esperé, mientras el negro le retorcía otra vez el brazo a Pete, empujándolo hacia el dormitorio.

—Oye, dije que debías...

Vio la mano. Intentó esquivarla, al tiempo que decía: —Eres un buen chico, Pete—, pero era un segundo demasiado tarde. Pete hizo oscilar aquella bola de hierro desde la altura de sus rodillas. El negro cayó redondo contra la pared y se quedó allí aplastado, luego resbaló hasta el suelo como si la pared estuviera engrasada. Oí explosiones y cortocircuitos en los tubos instalados en el interior de esa pared y el estucado se resquebrajó justo en el lugar del golpe.

Los otros dos —el enano y el otro negro grande— se quedaron estupefactos. La enfermera chasqueó los dedos y los negros, en un gesto de reflejo, se pusieron en movimiento. El pequeño al lado del otro, como su imagen en un espejo reductor. Casi habían llegado junto a Pete cuando, de pronto, advirtieron lo que debió haber sabido el otro, que Pete no estaba conectado al sistema de control como todos los demás, que no iba a someterse simplemente porque le dieran una orden o le retorcieran el brazo. Si querían llevárselo deberían domeñarlo como si fuese un oso o un toro salvaje y ahora que uno de ellos yacía inconsciente en el suelo, los otros dos negros no querían arriesgarse.

Los dos pensaron lo mismo y al mismo tiempo y se quedaron paralizados, el negro grande y su diminuta imagen, exactamente en la misma posición, con el pie izquierdo en el aire, la mano derecha extendida, a medio camino entre Pete y la Gran Enfermera. Entre aquella bola de hierro que se balanceaba delante y la blanca ira nívea detrás, comenzaron a temblar y a echar humo y pude oír un crujido de engranajes. Podía verles temblar de confusión, como máquinas lanzadas a todo gas pero con el freno puesto.

Pete estaba de pie ahí, en medio de la habitación y balanceaba aquella bola que le colgaba de un costado, completamente ladeado por su peso. Todos se habían quedado mirándole. Escudriñó al negro grande y luego al pequeño y cuando vio que no se acercarían más se volvió hacia los pacientes.

—Lo veis... pura farsa —les dijo—, pura farsa.

La Gran Enfermera se había deslizado de su silla y avanzaba cautelosamente hacia su cesto de mimbre que estaba apoyado contra la puerta.

—Sí, sí, señor Bancini —canturreó—, ahora, cálmese...

—Eso es, pura farsa.

Su voz perdió el vigor metálico y adquirió un tono forzado e imperioso como si no le quedara tiempo para acabar lo que deseaba decir.

—Fijaos bien, yo no puedo hacer nada, no puedo... no lo veis, yo nací muerto. Vosotros no. No nacisteis muertos. Ahhh, ha sido difícil...

Comenzó a llorar. Ya no lograba articular las palabras; abría y cerraba la boca para hablar, pero ya no podía organizar las palabras en frases. Agitó la cabeza para aclararse las ideas e hizo un guiño a los Agudos.

—Ahhh, yo... yo... os digo.

Comenzó a encogerse otra vez y su bola de hierro volvió a recuperar la forma de una mano. La extendía ahuecando la palma como si ofreciera algo a los pacientes.

—Yo no puedo hacer nada. Era un aborto cuando nací. Me insultaron tanto que morí. Nací muerto. No puedo hacer nada. Estoy cansado. Ya no quiero seguir luchando. Vosotros podéis hacer algo. Me insultaron tanto que nací muerto. Para vosotros es fácil. Nací muerto y la vida fue dura. Estoy cansado. Cansado de hablar y de dar la cara. Llevo cincuenta y cinco años muerto.

La Gran Enfermera le acertó desde el otro extremo de la habitación, a través del uniforme verde. Después del pinchazo, se apartó de un salto sin sacar la jeringa que se quedó colgando de los pantalones como una colita de vidrio y acero, mientras el viejo Pete se inclinaba cada vez más hacia adelante, no a resultas de la inyección sino por el esfuerzo; el último par de minutos le habían agotado total y definitivamente, para siempre: bastaba mirarle para comprender que estaba acabado.

Conque la inyección no era en realidad necesaria; su cabeza ya había comenzado a balancearse y tenía los ojos turbios. Cuando la enfermera se le acercó otra vez para recuperar la jeringa estaba tan inclinado que sus lágrimas caían directamente al suelo, sin mojarle la cara, e iban manchando una gran superficie, pues meneaba la cabeza de un lado a otro; salpicones, salpicones que formaban un dibujo regular sobre el piso de la sala de estar, como si lo estuviera bordando.

—Ahhhhh —dijo.

No se movió cuando le sacó la aguja.

Había revivido, tal vez un minuto, en una tentativa de decirnos algo, algo que ninguno de nosotros deseaba oír ni procuró entender, y el esfuerzo le había dejado seco. La inyección en la cadera fue tan inútil como si se la hubiera puesto a un cadáver: faltaba un corazón que la bombease, unas venas que la llevasen a su cabeza, un cerebro que, allí arriba, pudiera sufrir con su veneno. Tanto daría que se la hubieran inyectado a un viejo cadáver reseco.

—Estoy... cansado...

—Vamos. Chicos, creo que no os falta valor, el señor Bancini se acostará como un buen chico.

—... terri-ble cansado.

—Y el Ayudante Williams está volviendo en sí, doctor Spivey. Ocúpese de él, por favor. Mire. Se le ha roto el reloj y tiene un corte en el brazo.

Pete nunca volvió a intentar nada parecido, ni volverá a hacerlo jamás. Ahora, cuando comienza a alborotar durante una reunión y procuran calmarlo, siempre calla. Sigue levantándose de vez en cuando para menear la cabeza y comunicarnos su cansancio, pero ya no lo hace en son de queja ni de excusa ni de advertencia, eso terminó; es como un viejo reloj que con las manecillas torcidas y sin números en la esfera y con la campana herrumbrada y silenciosa, ni nos dice la hora ni acaba de pararse, un viejo e inútil reloj de pared que sigue tictaqueando sin sentido alguno.

Cuando dan las dos, el grupo continúa despedazando al pobre Harding.

A las dos, el doctor comienza a agitarse en su silla. El doctor se siente incómodo en las reuniones, a menos que pueda hablar de su teoría; preferiría pasar el tiempo en su oficina y dibujar gráficas. Se agita y por último carraspea; entonces la enfermera mira su reloj y nos ordena que volvamos a traer las mesas de la sala de baños y que mañana proseguirá la discusión. Los Agudos salen en el acto, de su trance, miran un momento en dirección a Harding. Tienen la cara encendida de vergüenza como si acabaran de comprender que les han tomado el pelo una vez más. Algunos se dirigen a buscar las mesas a la sala de baños, en el otro extremo del pasillo, otros se acercan a los anaqueles de revistas y manifiestan gran interés por los números atrasados de McCall’s, pero el verdadero propósito de todos ellos es evitar a Harding. Nuevamente han sido manipulados y han acosado a uno de sus amigos como si fuese un criminal y todos ellos han ejercido funciones de fiscal, juez o jurado. Han estado despedazando a un hombre durante cuarenta y cinco minutos, casi como si fuera un placer, y lo han bombardeado a preguntas: ¿Por qué cree que no logra complacer a su dama? ¿Por qué insiste en afirmar que ella nunca ha tenido nada que ver con otros hombres? ¿Cómo espera poder curarse si no responde con sinceridad? Preguntas e insinuaciones que ahora les atormentan; y no desean que su proximidad les haga sentirse aún más incómodos.

Los ojos de McMurphy observaron todos estos movimientos. No se mueve de su silla. Otra vez parece desconcertado. Se queda un rato ahí sentado y contempla a los Agudos mientras con la baraja se rasca la roja perilla, luego acaba por levantarse del sillón, bosteza, se despereza, se rasca el ombligo con el borde de una carta, y después se guarda la baraja en el bolsillo y se acerca al rincón donde Harding se ha quedado solo, como pegado a su silla.

McMurphy se queda mirando a Harding un minuto, luego posa su manaza sobre el respaldo de una silla de madera próxima a él, la hace girar de modo que el respaldo quede frente a Harding y se sienta a horcajadas como si montara un diminuto caballo. Harding no se ha dado cuenta de nada. McMurphy se palpa los bolsillos hasta dar con sus cigarrillos, saca uno y lo enciende; lo sostiene frente a sus ojos y hace un gesto de desagrado al ver la punta mal encendida, se chupa el índice y el pulgar y rectifica el encendido.

Ambos hombres parecen no prestarse atención. Ni siquiera sabría decir si Harding ha advertido la presencia de McMurphy. Harding tiene los delgados hombros muy doblados, como alas verdes, y permanece sentado muy tieso en el borde de la silla, con las manos apretadas entre las rodillas. Mira fijo ante sí y canturrea para sus adentros, procurando mostrarse sereno; pero se muerde los carrillos y ello le presta una curiosa mueca de calavera, que no indica serenidad ni mucho menos.

McMurphy vuelve a encajarse el cigarrillo entre los dientes, cruza las manos sobre el respaldo de la silla y, al tiempo que cierra un ojo para evitar el humo, apoya la barbilla sobre ellas.

—¿Dime, amigo, es así como funcionan habitualmente estas reuniones?

—¿Habitualmente?

Harding interrumpe su canturreo. Ya no se muerde los carrillos, pero sigue con la mirada ante sí, por encima del hombro de McMurphy.

—¿Es éste el procedimiento habitual de estas funciones de Terapia de Grupo? ¿Un hatajo de gallinas en una orgía de picoteos?

Harding vuelve con brusquedad la cabeza y mira fijamente a McMurphy, como si acabara de enterarse de que tiene a alguien sentado delante. Vuelve a morderse los carrillos y, en el centro de la cara, se le marca un surco que podría inducir a pensar que sonríe. Endereza los hombros, se acomoda mejor en la silla y procura mostrarse relajado.

—¿Una «orgía de picotazos»? Me temo que conmigo su singular manera de hablar le servirá de poco, no tengo la menor idea de a qué se refiere.

—Se lo explicaré. —McMurphy alza el tono de voz; aunque parece no prestar atención a los demás Agudos, que escuchan a sus espaldas sus palabras, en realidad van dirigidas a ellos—. El gallinero descubre una mancha de sangre en el plumaje de algún pollo y todos se lanzan a picotearlo, comprende, hasta que dejan al pobre pollo convertido en un montón de huesos, plumas y sangre. Pero lo normal es que con el barullo se manchen otros pollos y entonces les toca a ellos. Y otros se manchan a su vez y son picoteados hasta morir, y así sucesivamente. Oh, una orgía de picotazos puede diezmar a todo un gallinero en cuestión de horas, amigo, lo he visto con mis propios ojos. Un espectáculo terrible. La única manera de evitarlo —tratándose de gallinas— es vendarles los ojos. Para que no vean.

Harding se enlaza una rodilla con sus largos dedos y la atrae hacia sí, mientras se recuesta en la silla.

—Una orgía de picotazos. Una hermosa analogía, sin duda, amigo.

—Para ser sincero, exactamente eso me ha recordado la reunión que acabo de presenciar, compañero. Me ha recordado un corral de sucias gallinas.

—¿Y yo sería el pollo con la mancha de sangre, verdad?

—Así es, compañero.

Siguen lanzándose sonrisas, pero han bajado tanto la voz que tengo que ponerme a barrer más cerca de ellos para poder oírles. Los otros Agudos van aproximándose también.

—¿Y quiere saber algo más, amigo? ¿Quiere saber quién da el primer picotazo?

Harding espera que siga hablando.

—Ella, la enfermera.

Por encima del silencio se oye un gemido de terror. Oigo cómo se encasquilla la maquinaria de las paredes y cómo luego, sigue funcionando. A Harding le cuesta lo suyo mantener quietas las manos, pero sigue procurando mostrarse sereno.

—Conque eso es —dice—, un procedimiento tan estúpidamente sencillo. Lleva seis horas en nuestra galería y ya ha logrado simplificar toda la obra de Freud, Jung y Maxwell Jones y la ha sintetizado en una analogía: es una «orgía de picotazos».

—No estoy hablando de Fred, Yong y Maxwell Jones, amigo, sólo estoy hablando de esa asquerosa reunión y de lo que esa enfermera y esos desgraciados acaban de hacerte. Y con saña.

—¿Lo que me han hecho?

—Eso es, lo que te han hecho. Te han hecho todo lo que han podido. Por delante y por detrás. Algo debes haber hecho tú para ganarte tal caterva de enemigos en un lugar como éste, amigo, porque lo que está claro es que son muchos los que te tienen manía.

—Pero, es increíble. ¿No tiene en cuenta para nada, absolutamente para nada, que lo que los chicos han hecho hoy es por mi propio bien? ¿Que todos los problemas o discusiones que plantean la señorita Ratched o el resto del equipo obedecen a una finalidad exclusivamente terapéutica? No debe haber escuchado ni una palabra de la teoría del doctor Spivey sobre la Comunidad Terapéutica y si lo hizo, su poca formación no le permitió comprenderla. Me ha decepcionado, amigo, oh, me ha decepcionado mucho. Nuestra charla de esta mañana me había hecho suponer que era más inteligente: tal vez algo patán, un vulgar fanfarrón con menos sensibilidad que un ganso, sin duda, pero a pesar de todo inteligente. Sin embargo, aunque suelo ser observador y perspicaz, a veces también me equivoco.

—Vete al diablo.

—Oh, claro; me olvidaba de decirle que esta mañana también he tomado nota de su primitiva brutalidad. Un psicópata con claras inclinaciones sádicas, resultado, con toda probabilidad, de una irracional egomanía. Sí. Con tanto talento natural, sin duda puede erigirse en competente terapeuta, capacitado a la perfección para criticar el procedimiento que emplea la señorita Ratched en sus reuniones, pese a que ella es una enfermera psiquiátrica muy reputada, con veinte años de experiencia. Sí, con su talento, amigo, podría efectuar milagros en el subconsciente, calmar al ello dolorido y curar al superego herido. Es probable que consiguiera curar a toda la galería, Vegetales incluidos, en sólo seis meses, damas y caballeros, o les será reembolsado su dinero.

En vez de entrar en la discusión, McMurphy se limita a mirar fijamente a Harding y por fin pregunta en tono impersonal:

—¿De verdad cree que la farsa celebrada en la reunión de hoy puede contribuir a curarle, puede hacerle algún bien?

—¿Por qué íbamos a someternos a ello si no, querido amigo? El personal está tan interesado en que sanemos como nosotros mismos. Es posible que la señorita Ratched sea una mujer madura algo estricta, pero no es una especie de monstruo del gallinero, cuyos sádicos propósitos sean sacarnos los ojos. ¿No pensará así de ella, verdad?

—No, amigo, eso no. No quiere sacarle los ojos. No es eso lo que busca.

Harding se estremece y veo que sus manos comienzan a asomar entre sus rodillas, que se arrastran como arañas blancas entre dos ramas cubiertas de musgo, y que van subiendo por las ramas hacia el tronco que las une.

—¿Los ojos no? —dice—. ¿Podría decirnos, entonces, qué busca la señorita Ratched?

McMurphy hace una mueca.

—¿Pero, no lo sabe, amigo?

—No, ¡claro que no! Quiero decir si insis...

—Quiere arrancarle las pelotas, compañero, sus queridas pelotas.

Las arañas llegan  a la juntura del tronco y ahí se quedan, temblorosas. Harding intenta sonreír, pero tiene la cara y los labios  tan pálidos que la sonrisa se difumina. Mira con fijeza a McMurphy. Éste se quita el cigarrillo de la boca y repite lo que acaba de decir.

—Las pelotas, ni más ni menos. No, esa enfermera no es una especie de monstruosa gallina, amigo, es una capadora. He conocido a miles como ella, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Los he visto por todo el país y en muchas casas; gente que intenta desarmar a los demás, para hacerles marcar el paso, seguir sus reglas, vivir según sus dictados. Y la mejor forma de conseguirlo, de doblegar a alguien, es cogerle por donde más duele. ¿Nunca te han dado una patada en los huevos en una pelea, amigo? ¿Te deja frío, verdad? Es lo peor que hay. Te da náuseas, te deja sin fuerzas. Cuando te enfrentas con un tipo que quiere doblegarte a base de que tú pierdas terreno en vez de intentar ganarlo él, cuidado con su rodilla, seguro que intentará darte en las partes. Y eso es lo que hace esa urraca, intenta darte en las partes.

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