viernes, 17 de junio de 2022

La experiencia culinaria más exquisita de mi vida


Mi amigo inglés había organizado para ambos, él y yo, un fin de semana en Tlaxcala. Nos albergamos en la Mansión Nezahualcóyotl, si no recuerdo mal. Era casi casi una pensión, tan económica que, por cinco pesos más, te ponían un televisor portátil en la habitación. Por supuesto, nosotros tuvimos TV. Hablo de fines de los 80’s. De la ciudad recuerdo el precioso ex convento y templo de San Francisco, edificado en un montículo, su hermoso techado de maderas barnizadas y cruzadas, formando rombos, tachonadas artísticamente en sus conjunciones con remates de bronce que, contrastantes con las maderas oscuras, fingían estrellas en la penumbra del templo, todo el conjunto de una belleza impresionante; la capilla de indios, por supuesto, la elegante torre exenta de tres cuerpos, separada del templo por unos cuantos metros, desde donde podíamos ver, en un plano inferior, la totalidad de la plaza de toros. También visitamos el Palacio de Gobierno con los impresionantes murales de Desiderio Hernández Xochitiotzin que nos ilustraban sobre la historia de Tlaxcala.

Pero el objetivo culminante del viaje era una visita a las ruinas de Cacaxtla y sus justamente prestigiados murales prehispánicos, probablemente los más hermosos y mejor conservados de todo el país, para mi gusto, aunque tampoco soy tan viajado como para asegurarlo. La luz diáfana de toda Tlaxcala no excluía el poblado de San Miguel del Milagro, en cuyas inmediaciones se ubican las ruinas que íbamos a visitar. Llegamos a Cacaxtla en autobús. El sol estaba a todo lo que daba… e iniciamos el recorrido que habrá durado aproximadamente una hora y media.

Mi primera sorpresa fue el tamaño de los murales, casi tanto como su abundancia y extensión. Los guerreros alados, cubiertos de suntuosos ropajes plagados de símbolos y sosteniendo un hato de flechas entre sus brazos y manos morenas -significando jerarquía y mando-. El extenso Mural de la Guerra, indescriptible por barroco, otra de las maravillas del lugar, la escalinata adosada a un muro también pintado e ilustrado con altas y estilizadas plantas de maíz, una rana gigante, un ave mítica y, como personaje central, un pochteca o comerciante, con su carga a corta distancia de su espalda, todo ello rodeado de una primorosa cenefa ornada con garzas y caracoles entre otras curiosidades. Luego de inhalar tanto saludable aire bien oxigenado, contrastándolo con el que se respiraba en la contaminada CDMX, nos faltaba todavía conocer el contenido maravilloso del Museo de Sitio, con piezas inigualables, irrepetibles. Sólo Yucatán, Oaxaca y Chiapas, en mi opinión, pueden competir con el esplendor de este sorprendente patrimonio precolombino de Tlaxcala.

Aunque estábamos extasiados y exhaustos con el recorrido y el calor reinante, el camino descendente por la calle de terracería lo hicimos a pie bajo un sol de justicia. A medio tramo nos encontramos con un letrero que, a la letra, decía: Pulque blanco. No lo dudamos, cruzamos el umbral y pedimos sendos jarros del licor de origen precolombino. Pero entonces ocurrió aquello que marcó de manera definitiva el viaje en mi memoria, al menos para mí, no sé si para mi amigo.

Ocurría que el dueño de la casa, campesino, comía entonces en el patio atendido por su mujer, sentada a los pies de un modesto fogón casi a ras de suelo: un gran comal asentado sobre piedras brutas bajo el cual ardía la leña. Sobre el comal, la olla de frijoles en bola y las tortillas de maíz nixtamalizado, recién hechas. Con su sencilla habla campesina, el hombre me invitó un taco:

-Échese uno-, dijo con sencillez y yo, sediento, hambriento, alucinado todavía, me acerqué al modesto fogón. Otra cosa no me ofreció la señora que un taco con una tortilla recién hecha, frijoles negros y una salsa ranchera de tomate y chile. Ignoro si la salsa llevaba algo más. Si lo tenía yo no alcancé a detectarlo. ¿Sería el hambre, el cansancio por la caminata, el pulque, en maridaje perfecto con el taco, las maravillas que habíamos visto, saturado yo de vida, juventud, aire y sol? No lo sé. Pero nunca, ni antes ni después, un taco, de lo que sea, una comida, la que sea, me ha sabido tan rico como ese único y gran taco.

-Dígale a su amigo gringo que también venga a echarse uno-, dijo el campesino.

No hubo necesidad que yo le dijera nada. El español de mi amigo era casi perfecto y entendió completamente lo que se dijo. Se acercó un poco picado en su orgullo, aclarando: -No soy gringo, señor, soy inglés.

-Son lo mismo-, contestó rápidamente el convidante, con un cierto retintín de hostilidad en la expresión. Mi amigo prefirió no entrar en discusiones y se comió su taco mientras yo daba cuenta del mío. No pasó a mayores. Cuando nos terminamos el pulque, a la sombra y al fresco del improvisado local, pagamos, agradecimos el servicio y el taco y volvimos a la soleada calle y a un vientecillo tímido que hacía en esas alturas, rumbo al poblado.

Ya en la capital estatal de Tlaxcala, nos dimos un baño y descansamos dos o tres horas; ya tarde salimos a cenar a un exclusivo restaurante, ubicado en el casco antiguo de la ciudad, en un inmueble colonial acondicionado con lujos concordantes. Un grupo de Jazz tocaba música viva en un estrado. ¿Qué cenaba yo, acompañadas de un buen vino? Codornices a la plancha. No recuerdo que pidió mi amigo. Estoy obligado a decir que todo este refinamiento de la cena en mi percepción de los hechos estaba muy por debajo de la experiencia culinaria que había sido el taco de frijoles con salsa ranchera del mediodía. No estoy del todo seguro del porqué.

A lo largo de mi vida he tenido oportunidad de comer, además de la comida casera usual, platillos tan reputados como el caviar, acompañado de su respectivo vino, en un evento público con un Procurador de Justicia y compañeros reporteros; ravioles en el restaurante del Sevilla Palace, sobre Paseo de la Reforma, espagueti a la boloñesa en otro no menos exclusivo restaurant de la Zona Rosa, en la esquina de Hamburgo y Niza, también con grupos de Jazz y mariachis incluidos, sin descartar unos sencillos huevos tirados y café en el Café La Parroquia del Puerto de Veracruz. Se nota, por supuesto, que no soy Anthony Bourdain -quien, por cierto, hace ya un buen que dejó de ser-, pero que sí, algunos gustos me he dado. Mole negro en Oaxaca y cangrejos azules en el sur de Veracruz.

Pero nada, absolutamente nada de lo que he consumido se compara en mi recuerdo a ese taco de frijoles con tortilla de maíz nixtamalizado y salsa ranchera en las inmediaciones de Cacaxtla. O no tengo educado el gusto o bien mi experiencia responde a algo más universal en el ser humano. ¿Quién no recuerda con cariño algún platillo especial que la madre o la abuela o la tía preparaban durante nuestra infancia? Me atrevería a decir que casi nadie y pondré un solo ejemplo de ello.

Hace algunos años, no recuerdo si en Nat Geo o en Discovery o en algún otro canal, vi un documental sobre un hombre y su familia, en La India, que se alimentaban exclusivamente con la caza de ratones de campo. Una rejilla de palitos sobre la entrada e insuflar humo al interior de la guarida del roedor hacía salir a éste, momento en que era atrapado. Recuerdo que el documentalista, en un momento dado, pregunta al paterfamilia si había comido otra cosa en su vida. Y con toda la naturalidad y la humildad del mundo, el hombre admitió haber comido pollo, pescado, res, puerco, cordero, etc. Lo esclarecedor fue, sin embargo, su comentario final. Ninguna carne le había parecido tan deliciosa como se lo parecía la del ratón de campo.

Quizás por la misma razón, ¿sólo yo o todos?, vuelvo a la comida de mi infancia, a lo que nos permitía el exiguo salario de mi padre en las épocas de mayor precariedad económica: gorditas con manteca, frijoles y salsa ranchera, que a mí me encantaban y aún me encantan. Para resumir, podría decir que, en cuanto al paladar se refiere, casi todos volvemos, siempre, y si es que somos honestos, a los gustos culinarios de nuestra infancia. Quizás eso explica por qué no recuerdo otro taco más sabroso que el que me comí en las proximidades de la zona arqueológica de Cacaxtla a fines de los 80’s. Yo no lo cambiaría por el mejor caviar. Si es que lee este post a la hora de alguna de sus comidas del día, Salud y Buen provecho. Sea lo que sea que usted prefiera.

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