La violencia está imparable. Ahora están de moda los asaltos armados a casa-habitación. Las noticias dan cuenta de ello todos los días. Temí por mi familia y me puse en contacto con un ex policía para hacerme de una pistola. Por suerte, tenía disponible una reglamentaria. Un revólver Smith&Wesson calibre 38, especial. Él mismo me proveyó de las municiones. No fue poco ni mucho lo que pagué, apenas lo suficiente para sentir que tenía con qué protegerme a mí y a los míos.
Como en el país es ilegal la
posesión de armas por parte de civiles, a menos que la Sedena te expida un
permiso, no hay donde hacer prácticas de tiro. No aspiraba yo ha tanto. Se
manejar armas. Sólo quería comprobar que la pistola funcionara. Así que me
dirigí al malecón costero y enfilé hacia su término, donde se ubicaba el último
hotel de la Costera, el Marisol. Aparqué mi coche y me interné, por una
escalinata, a la arenosa playa. Adelanté el inmueble y avancé, según calculé a
ojo de buen cubero, un par de cuadras sobre la playa, en despoblado. El calor
hizo la caminata insoportable, sin contar la arena suelta de la playa. De un
lado el mar, del otro los lomeríos recubiertos de hierba que resiste estas
condiciones de salinidad.
Con el cuerpo y la cabeza
calientes por el sol, dudé brevemente entre disparar contra las dunas o contra el mar.
Aunque las lomas estaban más próximas, opté por el mar. Casi sin apuntar,
calculando que las balas alcanzaran unos 60 o 70 metros, disparé una, dos, tres
veces, sintiendo el contragolpe de la pistola contra mi brazo extendido.
Funcionaba bien. Las balas no estaban caducadas. Me di por bien servido y
retomé el camino de regreso hacia el malecón, la misma asoleada continuada,
donde había dejado el coche. Cuando llegué guardé el arma en la guantera y me
dirigí a la casa, donde la puse en la recámara que comparto con mi mujer, lejos
del alcance de los niños.
Consideré mi día de descanso bien
aprovechado y al día siguiente cumplí mi rutinario día de trabajo. Al salir me
dirigí a la casa y encendí el radio en las noticias de la noche. Ahí fue que me
enteré. A unos 200 metros del Hotel Marisol, el último del Malecón Costero,
había aparecido en la playa, arrastrado por la marea y el oleaje, el cuerpo de
un buzo con dos orificios de bala en el costado izquierdo, en el torso para ser
más precisos. Los pelos se me pusieron de punta; tuve que orillarme sobre la
cuneta y respirar profundamente. ¿Sería posible? Aún faltaba el peritaje del
Semefo, que determinaría el calibre de las balas. Recé porque el Marisol no
contara con cámaras de vigilancia. Porque si era así no tardarían en
reconocerme.
Al día siguiente el peritaje
estaba completo. Efectivamente, las balas que acabaron con la vida del buzo eran
calibre 38. Se hospedaba en el Marisol. Era una viajante de negocios que había
visto una oportunidad en la violenta ciudad. Ultimaba, según dijeron los
entrevistados, detalles de un servicio funerario con crematorio en la ciudad.
Lo que no se imaginó es que él mismo iba a inaugurarlo. No sé por qué, pero eso
me hizo sentir menos culpable. Todos sabemos lo que cuesta una tumba en los
panteones de la ciudad, una cremación, un féretro, una urna, unos servicios velatorios. Es
gente que lucra desmedidamente con la desgracia ajena. Yo sigo rezando para que
el Marisol carezca de cámaras de vigilancia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario