martes, 7 de abril de 2020

La palapa

Last thing I remember, I was
Running for the door
I had to find the passage back
To the place I was before
’relax,’ said the night man,
We are programmed to receive.
You can checkout any time you like,
But you can never leave!

Hotel California
The Eagles

-Creámelo amigo: el diablo es rápido para tomarle la palabra a uno…
Así empezó su extraña conversación el taciturno joven –no le calculé más de 28 años- con
quien compartí unas cervezas en esta misma palapa. Él estaba solo y yo también, así que le
dije que se pasara a mi mesa. Yo invitaba, acoté. Al principio me miró con sorpresa; luego
con cierta reserva, como sopesando la situación.
-¿Por qué la desconfianza, amigo?-, le pregunté intentando romper el hielo cuando se
instaló junto a mí, ofreciéndome un perfil más bien ordinario, aunque algo cabizbajo.
-Créame lo que le voy a contar-, aseveró inmediatamente después del extraño comentario
inicial, sin cumplir con el requisito obligado de presentarse o agradecer la invitación. Pese a
su juventud, emanaba de él un aire de devastación absoluta. En la cantina semivacía su voz
sonaba clara, concisa; y su discurso era fluido, como si estuviera contando una historia
muchas veces repetida. Sin embargo, hablaba de forma ladeada, hacia el bar, en vez de
verme de frente. Entre cerveza y cerveza escuché con atención su sorprendente relato.
“Tenía yo tres meses sin trabajar, pero aún me quedaba algo de la liquidación. Era una
lluviosa noche de mediados de julio. Había bochorno. Tendido en mi cama, pensaba que
esa misma semana me iban a resolver en un almacén de telas donde había solicitado el
puesto de encargado. Yo había trabajado en otra empresa del ramo y esperaba que me
resolvieran positivamente. En un momento que escampó la lluvia decidí venir aquí a
tomarme unas cervezas –para refrescarme un poco-.Mi casa está a sólo cinco cuadras de
esta palapa, hacia abajo.

No había más de tres dispersos parroquianos atendidos por el único mesero de la noche.
Tras el mostrador estaba el barman –como ahorita, más o menos-. Era principio de
semana, lunes si no mal recuerdo, y el movimiento era escaso. Me tomaba la tercera
cerveza cuando se me acercó el hombre que estaba más próximo a mi mesa. Me pidió un
cigarro. Se lo di.
-Se ve usted preocupado, amigo-, me dijo.
-No es nada-, le contesté, y él se retiró no sin antes mirarme inquisitivamente, con unos
ojos cafés claros, veteados de verde en los contornos del iris. No le hice más caso y seguí
embebido en mis pensamientos.
Hacía mes y medio que me había dejado mi novia. Yo había sido generoso con ella. Pero la
falta de empleo me tenía recortado. Los regalos se hicieron cada vez más baratos; las
salidas de fin se semana y las escapadas a los moteles de los alrededores de la ciudad
comenzaron a espaciarse. Ella me reprochaba que para tomar si tuviera dinero. Lo que no
sabe es que en estas pinchurrientas cantinas del centro, la media no pasa de 12 o 15 pesos.
Y yo con cinco o seis ya estoy servido. La relación hizo crisis y terminamos. Mejor dicho,
me terminó. Y de qué manera: arrojó al piso un anillo de oro de 24 kilates que yo le había
regalado en tiempos de bonanza, y se marchó airada. Recogí la sortija y me la puse sin
pensarlo dos veces. No voy a negar que al principio me dolió la ruptura; pero con el paso
de los días y tomándolo con cierta ironía pensé que el rompimiento significaba un gasto
menos. Y así era en realidad.
En la casa las cosas no iban del todo bien. Mi papá estaba en proceso de jubilación y no
ingresaba dinero. Hasta dentro de un año aproximadamente vería algo de efectivo. Así es
que el único que aportaba recursos era mi cuñado, el marido de mi hermana mayor -sólo
somos dos, ella y yo-. Ellos ya tenían un niño de año y medio, un escuinclito inquieto y
vivaracho, precioso, que era la alegría del hogar. Mi único sobrino.
Seis bocas para un solo sueldo –por bueno que fuese- eran demasiadas. Yo aportaba de lo
poco que quedaba de mi liquidación y guardaba algo para mis cervezas. No voy a negarlo:
no soy alcohólico pero me gusta tomar. En ese entonces el dinero estaba por acabárseme y
me quemaba mis penúltimos centavos en esta cantina. Si no me daban el trabajo en el
almacén de telas, sí que iba yo a estar en problemas.
En eso pensaba, cuando el desconocido de la mesa cercana volvió a aproximarse y me
preguntó si podía acompañarme. Le contesté con la verdad:
-No puedo invitarlo amigo, estoy muy recortado.
-No se preocupe por eso-, me dijo. -Yo voy a pagar mi consumo. Lo único que busco es un
poco de compañía y algo de plática.
-Uy, amigo –le dije yo-, estoy lleno de problemas; no sé si mi conversación sea ahora la
más adecuada para usted.
-Ja ja ja ja ja,-se rió con franqueza, pero no noté burla en esa risa, y pude ver como sus
párpados se fruncían alrededor de esos ojos veteados de verde.
-Hable sin pena, mi estimado-, dijo. –Asunto de faldas seguramente, lo que lo tiene tan
triste.
Con sendas cervezas de por medio, me solté a hablar con el desconocido: sí, le dije lo de
mi novia, pero también lo de mi desempleo, lo de la jubilación de mi papá, los continuos y
costosos achaques de salud de mi madre; de que a pesar de mi preparación académica
sólo encontraba trabajitos indignos que apenas si me permitían sobrevivir. Y ahora no
tenía ni eso.
Mi familia, y yo mismo, estábamos a un paso de la indigencia. ¿Fue la cerveza?, ¿la
presión de esos últimos tres meses? El caso es que, en plena desesperación, se lo dije:
-Ya estoy harto de rogarle a Dios y nada. Sólo me falta pedirle al diablo…
Una sonora carcajada fue la respuesta. Y aunque, repito, su risa no era de burla, algo de
azoro debió notar en mi cara, dado que bajó el tono de su voz, hasta que la risa se apagó
para dejar en su cara una media sonrisa.
-Tal vez yo pueda ayudarte-, dijo paternalmente.
-¿Por qué?, ¿acaso es usted el diablo?- dije tomándolo a broma.
-Tal vez yo pueda ayudarte,-repitió- si tienes suficiente confianza en mí.
Tras una breve pausa, dijo:
-Dame tu mano izquierda, voy a leértela.
-¿Ahora resulta que es usted gitano?- dije con sorna.
-Créeme, puedo ayudarte- aseveró.
No sé si fue el alcohol ingerido –porque debo decirlo: a esas alturas yo ya estaba
borracho-, el caso es que se la di. La tomó entre las suyas, me recorrió lentamente las
líneas de la palma con el índice de su mano izquierda.
-Efectivamente, tienes problemas –dijo- pero vas a salir bien de ellos. Una pregunta
¿tienes o has tenido un pozo en tu casa?
La pregunta me desconcertó. Efectivamente, durante años habíamos tenido un pozo, pero
hacía aproximadamente tres, cuando metieron el agua potable, el drenaje y echaron
asfalto en las calles, que habíamos rellenado de tierra el pozo y pavimentado el patio.
-Sí-, contesté algo sorprendido de que él hubiera podido adivinarlo.
-Y dime –prosiguió-, ¿han tenido diferencias con sus vecinos?
Ahora no me sorprendió tanto: ¿quién no ha tenido algún problema con sus vecinos? Mi
madre había levantado firmas entre los colonos de la cuadra para que cerraran el depósito
de junto a nuestra casa, pues en realidad operaba como cantina clandestina, y los
borrachos hacían desfiguro y medio frente a nuestra calle.
-Así es –le contesté-, mi mamá promovió la clausura del depósito de su comadre, porque
no nos dejaban dormir. Ponían su música a todo volumen a altas horas de la noche. Desde
entonces nos agarraron tirria.
-Bien –dijo el hombre-. Pues ese es el problema: esa comadre suya les hizo un “trabajito”
y lo arrojó al pozo. No debieron sellarlo. Ahora que está cegado, el mal fluye hacia la casa
de ustedes, afectándolos.
-¿Y qué quiere que hagamos?, ¿romper el pavimento del patio y escarbar los seis metros
del pozo para encontrar la porquería que nos arrojaron?-dije molesto.
-En realidad, hay una forma mucho más sencilla, que además te permitirá la revancha-,
contestó el hombre.
-¿Tienes un anillo?-, me preguntó. Le mostré la mano con la argolla que, de mala manera,
me había devuelto mi novia.
-Bueno-prosiguió el desconocido-, préstamelo.
Aquí debo repetir que yo ya estaba ebrio. Desde hacía un buen rato que el hombre estaba
invitando las cervezas. Por eso tal vez, o porque me estaba desahogando con él, o por las
dos cosas, fue que accedí a lo que me pidió a continuación. Dijo que se llevaría la sortija
por tres días para “trabajarla” y regresármela lista para devolverle el mal a la malhadada
comadre. Después de todo, yo ya no seguía con mi novia, y la presencia constante del
anillo en mi dedo me causaba cierta desazón. El caso es que se lo di. Dos cervezas más,
invitadas por él, y nos despedimos.
Llegué a mi casa tambaleándome. En medio de la espantosa cruda del día siguiente,
recordé que le había dado la argolla al desconocido. ¡Qué pendejo fui!, me dije a mí
mismo. Por unas cuantas cervezas había entregado un anillo de mil 500 pesos. ¡Qué
estúpido!, me repetía. Lo di por perdido, aunque, sin saber bien a bien porqué, una parte
de mí tenía la esperanza de que el hombre volviera y cumpliera su palabra.
Por no dejar, vine aquí al tercer día, tal como habíamos quedado. Con cada cerveza que
me tomaba –ya iba por la quinta- mi ansiedad y mi coraje aumentaban. En esas estaba
cuando, ¡milagrosamente!, el hombre apareció, con su clásica media sonrisa bien plantada
en el rostro. Yo no lo creía. Casi lo beso de agradecimiento cuando, envuelto en una
servilleta de papel, me entregó el anillo. Me pareció notar que la sortija lucía el mismo
tono verdoso de los contornos del iris del desconocido.
-No debes ponértelo- me advirtió-. Ni tú ni nadie de tu familia.
- Vas a hacer lo siguiente- dijo, y añadió-: cuando llegues a tu casa, vas a ponerlo sobre el
lugar donde se encontraba el pozo, lo vas a dejar ahí serenándose toda la madrugada
hasta mañana que te levantes. El anillo va a recoger todo el maleficio que les echaron. Y
éste caerá sobre la persona que se lo ponga. Ahora bien, una sortija de oro no es cualquier
cosa. Seguramente no te resultará tan difícil hacérselo llegar a tus vecinos.
No sabía yo si estaba más agradecido por haber recuperado el anillo, o por el hecho de
que él hubiera regresado. Sólo por eso deposité mi entera confianza en él. No me había
engañado. Luego entonces, el anillo estaba “trabajado” y se terminarían los calamitosos
tres últimos años de salación que llevábamos mi familia y yo. ¡Y ya sabía cómo hacérselo
llegar a los vecinos! Mejor dicho, lo tomarían ellos mismos. Ellos solitos se echarían la
soga al cuello.
Desde que nos habíamos distanciado, los vecinos no veían la forma de molestarnos. Una
de ellas, la más frecuente, era que sus hijos jugaban futbol contra la barda que dividía
ambas casas. Este muro no tenía más de metro y medio, y con frecuencia los balonazos se
pasaban hasta nuestro patio, y sin mediar permiso, lo saltaban rápidamente, recogían su
balón y volvían a su terreno, celebrando la incursión como salvajes.
Yo sabía que, a la mañana siguiente, cuando fueran a recoger su balón, no dejarían de
notar el brillo dorado –ahora algo verdoso- del anillo contra el gris uniforme de nuestro
patio pavimentado. Era tanta la inquina que nos tenían –yo no lo dudaba-, que robarían la
sortija y, con él, todo el mal que nos deseaban y que habíamos padecido por tres años se
les revertiría. Estaba yo seguro de eso. Ebrio y feliz, le comentaba yo mis planes al
desconocido.
Esta vez, con mis últimos centavos, yo le invité las cervezas.
Otra vez estaba ebrio, y ebrio llegué a mi casa. Lo único que estaba claro en mi cabeza era
que tenía que colocar el anillo sobre el pozo. Tambaleándome, lo hice. Tambaleándome,
me metí a mi habitación. Tambaleándome, recibí la noticia temprano por la mañana: mi
sobrinito -¿ya le dije que tenía año y medio?- había encontrado la sortija en el suelo y se
la había llevado a la boca. Se atragantó y murió asfixiado con él. El auxilio médico llegó
tarde. No sé si fue por la asfixia, pero su cuerpecito tenía el mismo tono verdoso del anillo.
Tuvieron que abrirlo en canal para saber qué lo había ahogado. La sortija –que los
doctores me entregaron consternados- estaba en su tráquea.
Cómo llegó el anillo al patio fue algo que no supe explicar a mi familia. A la luz del sol y
de la tragedia, la aparición y las promesas del desconocido se antojaban inverosímiles.
Antes que yo pudiera intentar balbucear la historia increíble, mi madre –llorosa y airada
al mismo tiempo- sacó sus propias conclusiones:
-Si estabas tan disgustado porque te dejó tu novia, debiste arrojar ese anillo a la calle y no
en el patio de la casa.
Sin agregar más, dejé que creyeran eso. Era más creíble que la historia que yo no podía
contarles. La historia se convirtió en secreto y ese secreto me separó del resto de mi
familia. La culpa no me dejaba vivir. Finalmente conseguí el empleo, y decidí instalarme
por mi cuenta, irme de la casa.
El caso es que regresé aquí con ánimo de encontrar al hombre; no sé bien a bien para qué.
Le pregunté al mesero por él, pero mejor no lo hubiera hecho, porque lo que dijo me llenó
de espanto. Dijo que en las dos últimas ocasiones que vine, me vio muy tomado, hablando
sólo frente a una silla vacía. En ambos casos yo había pagado la cuenta.
Créamelo amigo: el diablo es rápido para tomarle la palabra a uno…
Entendiendo que había terminado su relato, me atreví a hacerle la pregunta que me
quemaba la lengua:
-¿Y qué pasó con el anillo?
-Aquí lo traigo- contestó rápidamente- ¿quiere usted verlo?
Antes que yo le respondiera, se metió la mano al bolsillo izquierdo del pantalón y extrajo
una servilleta arrugada. La puso sobre la mesa y la abrió. En el centro refulgía la sortija
dorada con tonos verdosos.
-¿Le interesa?- preguntó, como ofreciéndomelo.
-Naturalmente que no-, contesté tajante; en parte, por la aprensión que, tras la historia,
despertaba en mí dicho objeto, y en parte, por la urgencia de ir al baño, que yo había
contenido mientras el joven desgranaba su narración.
-Permítame un momentito-, le pedí y me dirigí presuroso al cuarto de servicio. Después de
una larga micción volví a mi lugar. Descubrí con sorpresa que mi interlocutor se había ido.
Sobre la mesa estaba la servilleta. La abrí y vi adentro la brillante sortija. La tomé, la metí
en mi bolsillo y me dirigí apresuradamente hasta la puerta, salí a la calle y busqué al joven
con la mirada, con intención de devolverle la prenda, pero él no estaba por ninguna parte.
No tardó el alcanzarme el mesero, que temía me fuera yo sin pagar la cuenta. Le pregunté
entonces si no había visto a dónde se había ido el joven que se había sentado en mi mesa.
Primero me vio con azoro, y luego, algo apenado, me dijo:
-Nadie se ha sentado con usted, señor. Aunque lo he visto hablando solo en un par de
ocasiones. Pero no se preocupe –dijo con una media sonrisa-, eso es algo que vemos aquí
todos los días…
A través del pantalón palpé la dureza de la sortija en mi bolsillo.
Sentí que se me erizaban los cabellos de la nuca.

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