domingo, 24 de abril de 2022

Sincronía

La terraza da al río. En una de las mesas del bar, en la esquina noreste, un hombre bebe solo. Da lentos sorbos a su cerveza mientras el viento le agita, a veces, el cabello cano, otras cambian de lugar las ondulaciones de las mangas de su camisa blanca floja. Un habitual. Ya no le presta atención a los grandes barcos ni a los remolcadores que provienen o se dirigen a la bocana, o al tráfico vehicular que cuatro metros abajo se ciñe al Paseo Rivereño.

Concentra la mirada en un muchacho joven, o de engañosa juventud, que no aparenta más de 18 años ni menos de 16. Está acostado a unos 15 metros de él, sobre el ancho barandal de la escalinata que sube hacia la alta calle paralela al Paseo. Es un monoso. De tanto en tanto, con los ojos entrecerrados, moja su franela con el spray de la lata que guarda, imposiblemente, en el bolsillo de su pantalón, y se la lleva a la nariz, aspirando profundamente, para después dejar caer la mano, el brazo cansado, sobre su abdomen. Tiene los ojos entrecerrados, pantalón gris, playera clara que lo hace verse más blanco. Su cabello tampoco es negro. Un güero de rancho, quizás, piensa el hombre.

Aunque no parece un indigente, quizás porque es blanco, seguramente lo es. A la sombra de los árboles, duerme ya plácidamente, equilibradamente, sobre el no tan ancho barandal de la escalinata, ascendente en un ángulo de unos 35 grados. Su cabeza, de un cabello rubio cenizo, en la parte alta y los pies frenando el resbale, más abajo, apoyados en el remate de la columna donde la escalinata curva tuerce en línea recta hacia el Paseo.

Alguno de los dos, o los dos, el ebrio que lo mira o el muchacho observado, a plena luz del sol sueña o sueñan la noche. Está en un bosque. Una casa de lamina de zinc, iluminada por dentro con una luz amarilla, está ocupada por varios adultos sentados en sofás de tres cuerpos y, entre ellos, descubre a su madre. Decide no entrar. Camina en la oscuridad, bajo el dosel de los árboles sobre el sendero, hacia otra casa también iluminada por dentro por una luz amarilla, igual construida con lámina de zinc. Llega a la puerta pero el lugar está apretujado de jóvenes sentados, cadera con cadera, hombro con hombro, sobre un solo banco corrido en sus cuatro lados, dejando libre sólo la puerta de entrada.

Una sonriente muchacha, de tez morena clara y pelo rizado, recogido, lo mira, pero él sabe que la sonrisa no es para él, sino para cualquiera que se presente ante esa puerta. Tampoco esa sonrisa es para pedir disculpas porque no hay espacio para nadie más. El soñador no cupo en la casa grande de los adultos ni en la pequeña casi caseta de los jóvenes. Vuelve a la oscuridad del camino y entonces lo ve. Es un globo aerostático tendido a lo largo de un claro del bosque. Listo para ser inflado y volar hacia una noche más alta y más oscura.

¿Quién sueña -o es alucine, alcohólico o monoso-, el viejo ebrio de la terraza del bar o el muchacho dormido en el barandal de la escalinata? Quizás es un sueño o alucine a dúo de dos solitarios rechazados en los extremos de la vida, cada cual con su soma, en realidades distintas que se acoplaron un instante en la evasión del alcohol y del solvente.

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