La terraza da al río. En una de las mesas del bar, en la esquina noreste, un hombre bebe solo. Da lentos sorbos a su cerveza mientras el viento le agita, a veces, el cabello cano, otras cambian de lugar las ondulaciones de las mangas de su camisa blanca floja. Un habitual. Ya no le presta atención a los grandes barcos ni a los remolcadores que provienen o se dirigen a la bocana, o al tráfico vehicular que cuatro metros abajo se ciñe al Paseo Rivereño.
Concentra la mirada en un muchacho
joven, o de engañosa juventud, que no aparenta más de 18 años ni menos de 16.
Está acostado a unos 15 metros de él, sobre el ancho barandal de la escalinata
que sube hacia la alta calle paralela al Paseo. Es un monoso. De tanto en
tanto, con los ojos entrecerrados, moja su franela con el spray de la lata que
guarda, imposiblemente, en el bolsillo de su pantalón, y se la lleva a la
nariz, aspirando profundamente, para después dejar caer la mano, el brazo
cansado, sobre su abdomen. Tiene los ojos entrecerrados, pantalón gris, playera
clara que lo hace verse más blanco. Su cabello tampoco es negro. Un güero de
rancho, quizás, piensa el hombre.
Aunque no parece un indigente,
quizás porque es blanco, seguramente lo es. A la sombra de los árboles, duerme
ya plácidamente, equilibradamente, sobre el no tan ancho barandal de la
escalinata, ascendente en un ángulo de unos 35 grados. Su cabeza, de un cabello
rubio cenizo, en la parte alta y los pies frenando el resbale, más abajo,
apoyados en el remate de la columna donde la escalinata curva tuerce en línea recta
hacia el Paseo.
Alguno de los dos, o los dos, el
ebrio que lo mira o el muchacho observado, a plena luz del sol sueña o sueñan
la noche. Está en un bosque. Una casa de lamina de zinc, iluminada por dentro
con una luz amarilla, está ocupada por varios adultos sentados en sofás de tres
cuerpos y, entre ellos, descubre a su madre. Decide no entrar. Camina en la
oscuridad, bajo el dosel de los árboles sobre el sendero, hacia otra casa
también iluminada por dentro por una luz amarilla, igual construida con lámina
de zinc. Llega a la puerta pero el lugar está apretujado de jóvenes sentados,
cadera con cadera, hombro con hombro, sobre un solo banco corrido en sus cuatro
lados, dejando libre sólo la puerta de entrada.
Una sonriente muchacha, de tez
morena clara y pelo rizado, recogido, lo mira, pero él sabe que la sonrisa no
es para él, sino para cualquiera que se presente ante esa puerta. Tampoco esa
sonrisa es para pedir disculpas porque no hay espacio para nadie más. El
soñador no cupo en la casa grande de los adultos ni en la pequeña casi caseta
de los jóvenes. Vuelve a la oscuridad del camino y entonces lo ve. Es un globo
aerostático tendido a lo largo de un claro del bosque. Listo para ser inflado y
volar hacia una noche más alta y más oscura.
¿Quién sueña -o es alucine, alcohólico
o monoso-, el viejo ebrio de la terraza del bar o el muchacho dormido en el
barandal de la escalinata? Quizás es un sueño o alucine a dúo de dos solitarios
rechazados en los extremos de la vida, cada cual con su soma, en realidades
distintas que se acoplaron un instante en la evasión del alcohol y del
solvente.
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