Cuando mis vecinos comienzan su
cotidiano aquelarre, su chunchaca a todo volumen, como para que los escuche
toda la colonia, me pregunto seriamente qué tan conveniente sería una purga
social, un simple arramblar con los pobres que no dan la menor muestra de
civilidad. Me imagino el horror que debe ser nacer en el numeroso seno de una
familia así. ¿Qué monstruosidades psicosociales no ocurren al interior de ella?
Incapaces de escalar o aspirar siquiera a mejores estadíos de vida, como la
literatura, la buena música, el buen teatro, el buen cine, las bellas artes en
general. Yo también soy pobre pero debo aclarar que vivir entre ellos no me ha
vuelto igual a ellos, excepto en las carencias económicas. Me pregunto, con
seriedad, si no hay otra solución que eliminarlos y, con ellos, a sus taras
físicas y mentales. Claro, dirán que soy un monstruo. Pero lo dirán sólo
aquellos que no conozcan a mis vecinos, que no sólo ponen la música a un
volumen que taladra los oídos más obtusos, sino que ponen música dedicada, con
el ánimo deliberado de molestar a los otros. Y encima creen en un Dios y un
Paraíso al que suponen que tendrán acceso monstruos torturadores como ellos. De
no creerse. En estos momentos estoy casi dispuesto a votar por el PAN. Pero
ahora que recuerdo también los blanquiazules son cristianos, y en eso queda mi
intención. En intención. Volviendo al punto: si no son capaces de aspirar a
civilidad alguna en pleno Siglo XXI, los pobres que son como mis vecinos tienen
que ser extirpados de la sociedad. No veo otra solución. A mi pesar, tendré que
darle la razón a Borges: ¿Para qué sirve una cabeza que no piensa? Córtala.
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